Mensaje completo del Papa para la
Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado
Queridos hermanos y hermanas
En la bula de convocación al
Jubileo Extraordinario de la Misericordia recordé que «hay momentos en los que
de un modo mucho más intenso estamos llamados a la mirada fija en la
misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre»
(Misericordiae vultus, 3). En efecto, el amor de Dios tiende alcanzar a todos y
a cada uno, transformando a aquellos que acojan el abrazo del Padre entre otros
brazos que se abren y se estrechan para que quien sea sepa que es amado como
hijo y se sienta «en casa» en la única familia humana. De este modo, la premura
paterna de Dios es solícita para con todos, como lo hace el pastor con su
rebaño, y es particularmente sensible a las necesidades de la oveja herida,
cansada o enferma. Jesucristo nos habló así del Padre, para decirnos que él se
inclina sobre el hombre llagado por la miseria física o moral y, cuanto más se
agravan sus condiciones, tanto más se manifiesta la eficacia de la misericordia
divina.
En nuestra época, los flujos
migratorios están en continuo aumento en todas las áreas del planeta:
refugiados y personas que escapan de su propia patria interpelan a cada uno y a
las colectividades, desafiando el modo tradicional de vivir y, a veces,
trastornando el horizonte cultural y social con el cual se confrontan. Cada vez
con mayor frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza, abandonando
sus tierras de origen, sufren el ultraje de los traficantes de personas humanas
en el viaje hacia el sueño de un futuro mejor. Si después sobreviven a los
abusos y a las adversidades, deben hacer cuentas con realidades donde se anidan
sospechas y temores. Además, no es raro que se encuentren con falta de normas
claras y que se puedan poner en práctica, que regulen la acogida y prevean vías
de integración a corto y largo plazo, con atención a los derechos y a los
deberes de todos. Más que en tiempos pasados, hoy el Evangelio de la
misericordia interpela las conciencias, impide que se habitúen al sufrimiento
del otro e indica caminos de respuesta que se fundan en las virtudes teologales
de la fe, de la esperanza y de la caridad, desplegándose en las obras de
misericordia espirituales y corporales.
Sobre la base de esta constatación,
he querido que la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de 2016 sea
dedicada al tema: «Emigrantes y refugiados nos interpelan. La respuesta del
Evangelio de la misericordia». Los flujos migratorios son una realidad
estructural y la primera cuestión que se impone es la superación de la fase de
emergencia para dar espacio a programas que consideren las causas de las
migraciones, de los cambios que se producen y de las consecuencias que imprimen
rostros nuevos a las sociedades y a los pueblos. Todos los días, sin embargo,
las historias dramáticas de millones de hombres y mujeres interpelan a la
Comunidad internacional, ante la aparición de inaceptables crisis humanitarias
en muchas zonas del mundo. La indiferencia y el silencio abren el camino a la
complicidad cuanto vemos como espectadores a los muertos por sofocamiento, penurias,
violencias y naufragios. Sea de grandes o pequeñas dimensiones, siempre son
tragedias cuando se pierde aunque sea sólo una vida.
Los emigrantes son nuestros
hermanos y hermanas que buscan una vida mejor lejos de la pobreza, del hambre,
de la explotación y de la injusta distribución de los recursos del planeta, que
deberían ser divididos ecuamente entre todos. ¿No es tal vez el deseo de cada
uno de ellos el de mejorar las propias condiciones de vida y el de obtener un
honesto y legítimo bienestar para compartir con las personas que aman?
En este momento de la historia de
la humanidad, fuertemente marcado por las migraciones, la identidad no es una
cuestión de importancia secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a
modificar algunos aspectos que definen a la propia persona e, incluso en contra
de su voluntad, obliga al cambio también a quien lo acoge. ¿Cómo vivir estos
cambios de manera que no se conviertan en obstáculos para el auténtico
desarrollo, sino que sean oportunidades para un auténtico crecimiento humano,
social y espiritual, respetando y promoviendo los valores que hacen al hombre
cada vez más hombre en la justa relación con Dios, con los otros y con la
creación?
En efecto, la presencia de los
emigrantes y de los refugiados interpela seriamente a las diversas sociedades
que los acogen. Estas deben afrontar los nuevos hechos, que pueden verse como
imprevistos si no son adecuadamente motivados, administrados y regulados. ¿Cómo
hacer de modo que la integración sea una experiencia enriquecedora para ambos,
que abra caminos positivos a las comunidades y prevenga el riesgo de la
discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo o de la xenofobia?
La revelación bíblica anima a la
acogida del extranjero, motivándola con la certeza de que haciendo eso se abren
las puertas a Dios, y en el rostro del otro se manifiestan los rasgos de
Jesucristo. Muchas instituciones, asociaciones, movimientos, grupos
comprometidos, organismos diocesanos, nacionales e internacionales viven el
asombro y la alegría de la fiesta del encuentro, del intercambio y de la
solidaridad. Ellos han reconocido la voz de Jesucristo: «Mira, que estoy a la
puerta y llamo» (Ap 3,20). Y, sin embargo, no cesan de multiplicarse los
debates sobre las condiciones y los límites que se han de poner a la
acogida, no sólo en las políticas de los Estados, sino también en algunas
comunidades parroquiales que ven amenazada la tranquilidad tradicional.
Ante estas cuestiones, ¿cómo puede
actuar la Iglesia si no inspirándose en el ejemplo y en las palabras de
Jesucristo? La respuesta del Evangelio es la misericordia.
En primer lugar, ésta es don de
Dios Padre revelado en el Hijo: la misericordia recibida de Dios, en efecto,
suscita sentimientos de alegre gratitud por la esperanza que nos ha abierto al
misterio de la redención en la sangre de Cristo. Alimenta y robustece, además,
la solidaridad hacia el prójimo como exigencia de respuesta al amor gratuito de
Dios, «que fue derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo»
(Rm 5,5). Así mismo, cada uno de nosotros es responsable de su prójimo: somos
custodios de nuestros hermanos y hermanas, donde quiera que vivan. El cuidar
las buenas relaciones personales y la capacidad de superar prejuicios y miedos
son ingredientes esenciales para cultivar la cultura del encuentro, donde se
está dispuesto no sólo a dar, sino también a recibir de los otros. La
hospitalidad, de hecho, vive del dar y del recibir.
En esta perspectiva, es importante
mirar a los emigrantes no solamente en función de su condición de regularidad o
de irregularidad, sino sobre todo como personas que, tuteladas en su dignidad,
pueden contribuir al bienestar y al progreso de todos, de modo particular
cuando asumen responsablemente los deberes en relación con quien los acoge,
respetando con reconocimiento el patrimonio material y espiritual del país que
los hospeda, obedeciendo sus leyes y contribuyendo a sus costes. A pesar de
todo, no se pueden reducir las migraciones a su dimensión política y normativa,
a las implicaciones económicas y a la mera presencia de culturas diferentes en
el mismo territorio. Estos aspectos son complementarios a la defensa y a la promoción
de la persona humana, a la cultura del encuentro entre pueblos y de la unidad,
donde el Evangelio de la misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan
y transforman a toda la humanidad.
La Iglesia apoya a todos los que se
esfuerzan por defender los derechos de todos a vivir con dignidad, sobre todo
ejerciendo el derecho a no tener que emigrar para contribuir al desarrollo del
país de origen. Este proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad
de ayudar a los países del cual salen los emigrantes y los prófugos. Así se
confirma que la solidaridad, la cooperación, la interdependencia internacional
y la ecua distribución de los bienes de la tierra son elementos fundamentales
para actuar en profundidad y de manera incisiva sobre todo en las áreas de
donde parten los flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades
que inducen a las personas, de forma individual o colectiva, a abandonar el
propio ambiente natural y cultural. En todo caso, es necesario evitar,
posiblemente ya en su origen, la huida de los prófugos y los éxodos provocados
por la pobreza, por la violencia y por la persecución.
Sobre esto es indispensable que la
opinión pública sea informada de forma correcta, incluso para prevenir miedos
injustificados y especulaciones a costa de los migrantes.
Nadie puede fingir de no sentirse
interpelado por las nuevas formas de esclavitud gestionada por organizaciones
criminales que venden y compran a hombres, mujeres y niños como trabajadores en
la construcción, en la agricultura, en la pesca y en otros ámbitos del mercado.
Cuántos menores son aún hoy obligados a alistarse en las milicias que los transforman
en niños soldados. Cuántas personas son víctimas del tráfico de órganos, de la
mendicidad forzada y de la explotación sexual. Los prófugos de nuestro tiempo
escapan de estos crímenes aberrantes, que interpelan a la Iglesia y a la
comunidad humana, de manera que ellos puedan ver en las manos abiertas de quien
los acoge el rostro del Señor «Padre misericordioso y Dios te toda consolación»
(2 Co 1,3).
Queridos hermanos y hermanas
emigrantes y refugiados. En la raíz del Evangelio de la misericordia el encuentro
y la acogida del otro se entrecruzan con el encuentro y la acogida de Dios:
Acoger al otro es acoger a Dios en persona. No se dejen robar la esperanza y la
alegría de vivir que brotan de la experiencia de la misericordia de Dios, que
se manifiesta en las personas que encuentran a lo largo de su camino. Los
encomiendo a la Virgen María, Madre de los emigrantes y de los refugiados, y a
san José, que vivieron la amargura de la emigración a Egipto. Encomiendo
también a su intercesión a quienes dedican energía, tiempo y recursos al
cuidado, tanto pastoral como social, de las migraciones. Sobre todo, les
imparto de corazón la Bendición Apostólica.
Vaticano, 12 de septiembre de 2015,
memoria del Santo Nombre de María
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