Texto completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Deseo detenerme con ustedes hoy en la parábola del hombre
rico y del pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece recorrer caminos
paralelos: las condiciones de vida son opuestas y del todo incomunicadas. La
puerta de la casa del rico está siempre cerrada al pobre, que reposa allí
afuera, buscando comer cualquier residuo de la mesa del rico. Él usa vestidos
de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de llagas; el rico cada día come
generosamente, mientras que Lázaro muere de hambre. Sólo los perros cuidan de
él, y lamen sus llagas. Esta escena recuerda el duro reclamo del Hijo del
hombre en el juicio final: «Porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de
comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba […] desnudo, y no me
vistieron» (Mt 25, 42-43). Lázaro representa bien el grito
silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo en
el cual las inmensas riquezas y recursos están en las manos de pocos.
Jesús dice que un día aquel hombre rico murió -los pobres y
los ricos mueren, tienen el mismo destino, todos nosotros, no hay excepciones a
esto- y entonces se dirigió a Abraham suplicándole con el apelativo de “padre”
(v. 24.27). Reclama, por lo tanto, de ser su hijo perteneciente al pueblo de
Dios. Y sin embargo en vida no ha mostrado alguna consideración hacia Dios, más
bien ha hecho de sí mismo el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de
desperdicio. Excluyendo a Lázaro, no ha tenido en cuenta ni al Señor, ni a su
ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Y esto debemos aprenderlo bien
¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Hay un particular en la parábola que
cabe señalar: el rico no tiene un nombre, sólo el adjetivo “el rico”, mientras
que aquel del pobre es repetido cinco veces, y “Lázaro” significa “Dios ayuda”.
Lázaro, que reposa delante a la puerta, es una llamada viviente al rico para
recordarse de Dios, pero el rico no acoge tal llamado. Será condenado por lo
tanto no por sus riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión por
Lázaro y socorrerlo.
En la segunda parte de la parábola, reencontramos a Lázaro y
el rico después de su muerte (v. 22-31). En el más allá la situación se ha
invertido: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo con Abraham, el
rico en cambio cae entre los tormentos. Entonces el rico «levantó los
ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro a su lado». Le parece ver a Lázaro por
primera vez, pero sus palabras lo traicionan: «Padre Abraham –dice– ten
piedad de mí y manda a Lázaro, lo conocía eh, manda a Lázaro a meter en el agua
la punta del dedo y a mojarme la lengua, porque sufro terriblemente en esta
llama». Ahora el rico reconoce Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida
fingía no verlo. Cuántas veces, cuántas veces, tanta gente finge no ver a los
pobres, para ellos los pobres no existen ¡Antes le negaba los residuos de su
mesa, y ahora querría que le llevara de beber! Cree todavía poder poseer
derechos por su precedente condición social. Declarando imposible cumplir su
solicitud, Abraham en persona ofrece las claves de toda la narración: él
explica que los bienes y males han sido distribuidos de modo de compensar la
injusticia terrena, y la puerta que separaba en vida al rico del pobre, se ha
transformado en «un gran abismo». Hasta que Lázaro estaba bajo su casa, para el
rico había posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero
ahora que ambos están muertos, la situación se ha transformado en irreparable.
Dios no es nunca llamado directamente en causa, pero la parábola pone
claramente en guardia: la misericordia de Dios hacia nosotros está vinculada a
nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no
encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro la
puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada, también para
Dios, y esto es terrible.
A este punto, el rico piensa en sus hermanos, que corren el
riesgo de tener el mismo fin, y pide que Lázaro pueda volver al mundo a
advertirles. Pero Abraham responde: «Tienen a Moisés y a los profetas, que
escuchen a ellos». Para convertirnos, no debemos esperar eventos prodigiosos,
sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al
prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón árido y curarlo de
su sequedad. El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la ha dejado entrar en
el corazón, no la ha escuchado, por eso ha sido incapaz de abrir los ojos y de
tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir
los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos nos viene al encuentro
Jesús mismo: «Todo aquello que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo» (Mt 25,40), dice Jesús. Así en la inversión de
las suertes que la parábola describe está escondido el misterio de nuestra
salvación, en que Cristo une la pobreza a la misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio,
todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María:
«Derribó a los poderosos de su trono, elevó a los humildes; colmó de bienes a
los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,52-53).
Gracias.
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