Texto completo de la catequesis
del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
La parábola evangélica que apenas
hemos escuchado (Cfr. Lc 18, 1-8) contiene una enseñanza importante: «que es
necesario orar siempre sin desanimarse» (v. 1). Por lo tanto, no se trata de
orar algunas veces, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que se necesita «orar
siempre sin desanimarse». Y pone el ejemplo de la viuda y el juez.
El juez es un personaje poderoso,
llamado a emitir sentencias basándose en la Ley de Moisés. Por esto la
tradición bíblica exhortaba que los jueces sean personas timoratas de Dios,
dignas de fe, imparciales e incorruptibles (Cfr. Ex 18,21). Nos hará bien
escuchar esto también hoy, ¡eh! Al contrario, este juez «no temía a Dios ni le
importaban los hombres» (V. 2). Era un juez perverso, sin escrúpulos, que no
tenía en cuenta a la Ley pero hacia lo que quería, según sus intereses. A él se
dirige una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto a los huérfanos y a
los extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Sus derechos
tutelados por la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, siendo
personas solas e indefensas, difícilmente podían hacerse valer: una pobre
viuda, ahí, sola, nadie la defiende, podían ignorarla, incluso no hacerle
justicia; así también el huérfano, así el extranjero, el migrante. ¡Lo mismo!
En aquel tiempo era muy fuerte esto. Ante la indiferencia del juez, la viuda
recurre a su única arma: continuar insistentemente en fastidiarlo presentándole
su pedido de justicia. Y justamente con esta perseverancia alcanza su objetivo.
El juez, de hecho, en cierto momento la compensa, no porque es movido por la
misericordia, ni porque la conciencia se lo impone; simplemente admite: «Pero
como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a
fastidiarme» (v. 5).
De esta parábola Jesús saca una
doble conclusión: si la viuda ha logrado convencer al juez deshonesto con sus
pedidos insistentes, cuanto más Dios, que es Padre bueno y justo, «hará
justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche»; y además no «les hará
esperar por mucho tiempo», sino actuará «rápidamente» (vv. 7-8).
Por esto, Jesús exhorta a orar
“sin desfallecer”. Todos sentimos momentos de cansancio y de desánimo, sobre
todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero Jesús nos asegura: a
diferencia del juez injusto, que Dios escucha rápidamente a sus hijos, aunque
si esto no significa que lo haga en los tiempos y en los modos que nosotros
quisiéramos. ¡La oración no es una varita mágica! ¡No es una varita mágica!
Ésta nos ayuda a conservar la fe en Dios y a confiar en Él incluso cuando no
comprendemos su voluntad. En esto, Jesús mismo – ¡que oraba tanto! – nos da el
ejemplo. La Carta a los Hebreos recuerda que – así dice – «Él dirigió durante
su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel
que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión»
(5,7). A primera vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús ha
muerto en la cruz. No obstante la Carta a los Hebreos no se equivoca: Dios de
verdad ha salvado a Jesús de la muerte dándole sobre ella la completa victoria,
pero ¡el camino recorrido para obtenerla ha pasado a través de la misma muerte!
La referencia a la súplica que Dios ha escuchado se refiere a la oración de
Jesús en el Getsemaní. Invadido por la angustia oprimente, Jesús pide al Padre
que lo libere del cáliz amargo de la pasión, pero su oración esta empapada de
la confianza en el Padre y se encomienda sin reservas a su voluntad: «Pero –
dice Jesús – no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). El objeto de la
oración pasa a un segundo plano; lo que importa antes de nada es la relación
con el Padre. Es esto lo que hace la oración: transforma el deseo y lo modela
según la voluntad de Dios, cualquiera que esa sea, porque quien ora aspira ante
todo a la unión con Dios, que es Amor misericordioso.
La parábola termina con una
pregunta: «Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la
tierra?» (v. 8). Y con esta pregunta estamos todos advertidos: no debemos
desistir en la oración aunque no sea correspondida. ¡Es la oración que conserva
la fe, sin ella la fe vacila! Pidamos al Señor una fe que se haga oración
incesante, perseverante, como aquella de la viuda de la parábola, una fe que se
nutre del deseo de su llegada. Y en la oración experimentamos la compasión de
Dios, que como un Padre va al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso.
¡Gracias!
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