Texto completo del discurso del
Papa Francisco
Ilustres señoras y señores:
Les doy mi cordial bienvenida y
gracias por su presencia. Agradezco especialmente sus amables palabras a los
señores Marcel Philipp, Jürgen Linden, Martin Schulz, Jean-Claude Juncker y
Donald Tusk. Deseo reiterar mi intención de ofrecer a Europa el prestigioso
premio con el cual he sido honrado: no hagamos un mero un gesto celebrativo,
sino que aprovechemos más bien esta ocasión para desear todos juntos un impulso
nuevo y audaz para este amado Continente.
La creatividad, el ingenio, la
capacidad de levantarse y salir de los propios límites pertenecen al alma de
Europa. En el siglo pasado, ella ha dado testimonio a la humanidad de que un
nuevo comienzo era posible; después de años de trágicos enfrentamientos, que
culminaron en la guerra más terrible que se recuerda, surgió, con la gracia de
Dios, una novedad sin precedentes en la historia. Las cenizas de los escombros
no pudieron extinguir la esperanza y la búsqueda del otro, que ardían en el
corazón de los padres fundadores del proyecto europeo. Ellos pusieron los
cimientos de un baluarte de la paz, de un edificio construido por Estados que
no se unieron por imposición, sino por la libre elección del bien común,
renunciando para siempre a enfrentarse. Europa, después de muchas divisiones,
se encontró finalmente a sí misma y comenzó a construir su casa.
Esta «familia de pueblos», que
entretanto se ha hecho de modo meritorio más amplia, en los últimos tiempos
parece sentir menos suyos los muros de la casa común, tal vez levantados
apartándose del clarividente proyecto diseñado por los padres. Aquella
atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad, parecen
estar cada vez más apagados; nosotros, los hijos de aquel sueño estamos
tentados de caer en nuestros egoísmos, mirando lo que nos es útil y pensando en
construir recintos particulares. Sin embargo, estoy convencido de que la
resignación y el cansancio no pertenecen al alma de Europa y que también «las
dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad» .
En el Parlamento Europeo me permití
hablar de la Europa anciana. Decía a los eurodiputados que en diferentes partes
crecía la impresión general de una Europa cansada y envejecida, no fértil ni
vital, donde los grandes ideales que inspiraron a Europa parecen haber perdido
fuerza de atracción. Una Europa decaída que parece haber perdido su capacidad
generativa y creativa. Una Europa tentada de querer asegurar y dominar espacios
más que de generar procesos de inclusión y de transformación; una Europa que se
va «atrincherando» en lugar de privilegiar las acciones que promueven nuevos
dinamismos en la sociedad; dinamismos capaces de involucrar y poner en marcha
todos los actores sociales (grupos y personas) en la búsqueda de nuevas
soluciones a los problemas actuales, que fructifiquen en importantes
acontecimientos históricos; una Europa que, lejos de proteger espacios, se
convierta en madre generadora de procesos (cf. Evangelii gaudium, 223).
¿Qué te ha sucedido Europa
humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la
libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas, filósofos, artistas,
músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa, madre de pueblos y naciones,
madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida
por la dignidad de sus hermanos?
El escritor Elie Wiesel,
superviviente de los campos de exterminio nazis, decía que hoy en día es
imprescindible realizar una «transfusión de memoria». Es necesario «hacer
memoria», tomar un poco de distancia del presente para escuchar la voz de
nuestros antepasados. La memoria no sólo nos permitirá que no se cometan los
mismos errores del pasado (cf. Evangelii gaudium, 108), sino que nos dará
acceso a aquellos logros que ayudaron a nuestros pueblos a superar
positivamente las encrucijadas históricas que fueron encontrando. La
transfusión de memoria nos libera de esa tendencia actual, con frecuencia más
atractiva, a obtener rápidamente resultados inmediatos sobre arenas movedizas,
que podrían producir «un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no
construyen la plenitud humana» (ibíd. 224).
A este propósito, nos hará bien
evocar a los padres fundadores de Europa. Ellos supieron buscar vías
alternativas e innovadoras en un contexto marcado por las heridas de la guerra.
Ellos tuvieron la audacia no sólo de soñar la idea de Europa, sino que osaron
transformar radicalmente los modelos que únicamente provocaban violencia y
destrucción. Se atrevieron a buscar soluciones multilaterales a los problemas
que poco a poco se iban convirtiendo en comunes.
Robert Schuman, en el acto que
muchos reconocen como el nacimiento de la primera comunidad europea, dijo:
«Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a
realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de
hecho». Precisamente ahora, en este nuestro mundo atormentado y herido, es
necesario volver a aquella solidaridad de hecho, a la misma generosidad
concreta que siguió al segundo conflicto mundial, porque —proseguía Schuman—
«la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores
equiparables a los peligros que la amenazan». Los proyectos de los padres
fundadores, mensajeros de la paz y profetas del futuro, no han sido superados:
inspiran, hoy más que nunca, a construir puentes y derribar muros. Parecen
expresar una ferviente invitación a no contentarse con retoques cosméticos o
compromisos tortuosos para corregir algún que otro tratado, sino a sentar con
valor bases nuevas, fuertemente arraigadas. Como afirmaba Alcide De Gasperi,
«todos animados igualmente por la preocupación del bien común de nuestras
patrias europeas, de nuestra patria Europa», se comience de nuevo, sin miedo un
«trabajo constructivo que exige todos nuestros esfuerzos de paciente y amplia
cooperación».
Esta transfusión de memoria nos
permite inspirarnos en el pasado para afrontar con valentía el complejo cuadro
multipolar de nuestros días, aceptando con determinación el reto de
«actualizar» la idea de Europa. Una Europa capaz de dar a luz un nuevo
humanismo basado en tres capacidades: la capacidad de integrar, capacidad de
comunicación y la capacidad de generar.
Capacidad de integrar
Erich Przywara, en su magnífica
obra La idea de Europa, nos reta a considerar la ciudad como un lugar de
convivencia entre varias instancias y niveles. Él conocía la tendencia
reduccionista que mora en cada intento de pensar y soñar el tejido social. La
belleza arraigada en muchas de nuestras ciudades se debe a que han conseguido
mantener en el tiempo las diferencias de épocas, naciones, estilos y visiones.
Basta con mirar el inestimable patrimonio cultural de Roma para confirmar, una
vez más, que la riqueza y el valor de un pueblo tiene precisamente sus raíces
en el saber articular todos estos niveles en una sana convivencia. Los
reduccionismos y todos los intentos de uniformar, lejos de generar valor,
condenan a nuestra gente a una pobreza cruel: la de la exclusión. Y, más que
aportar grandeza, riqueza y belleza, la exclusión provoca bajeza, pobreza y
fealdad. Más que dar nobleza de espíritu, les aporta mezquindad.
Las raíces de nuestros pueblos, las
raíces de Europa se fueron consolidando en el transcurso de su historia,
aprendiendo a integrar en síntesis siempre nuevas las culturas más diversas y
sin relación aparente entre ellas. La identidad europea es, y siempre ha sido,
una identidad dinámica y multicultural.
La actividad política es consciente
de tener entre las manos este trabajo fundamental y que no puede ser pospuesto.
Sabemos que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de
ellas», por lo que se tendrá siempre que trabajar para «ampliar la mirada para
reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos» (Evangelii gaudium, 235).
Estamos invitados a promover una integración que encuentra en la solidaridad el
modo de hacer las cosas, el modo de construir la historia. Una solidaridad que
nunca puede ser confundida con la limosna, sino como generación de
oportunidades para que todos los habitantes de nuestras ciudades —y de muchas
otras ciudades— puedan desarrollar su vida con dignidad. El tiempo nos enseña
que no basta solamente la integración geográfica de las personas, sino que el
reto es una fuerte integración cultural.
De esta manera, la comunidad de los
pueblos europeos podrá vencer la tentación de replegarse sobre paradigmas
unilaterales y de aventurarse en «colonizaciones ideológicas»; más bien
redescubrirá la amplitud del alma europea, nacida del encuentro de
civilizaciones y pueblos, más vasta que los actuales confines de la Unión y
llamada a convertirse en modelo de nuevas síntesis y de diálogo. En efecto, el
rostro de Europa no se distingue por oponerse a los demás, sino por llevar
impresas las características de diversas culturas y la belleza de vencer todo
encerramiento. Sin esta capacidad de integración, las palabras pronunciadas por
Konrad Adenauer en el pasado resonarán hoy como una profecía del futuro: «El
futuro de Occidente no está amenazado tanto por la tensión política, como por
el peligro de la masificación, de la uniformidad de pensamiento y del
sentimiento; en breve, por todo el sistema de vida, de la fuga de la
responsabilidad, con la única preocupación por el propio yo».
Capacidad de diálogo
Si hay una palabra que tenemos que
repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una
cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que
esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del
diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer
al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al
emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado,
considerado y apreciado. Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los
actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como
forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de
la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones» (Evangelii
gaudium, 239). La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros
hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y
la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que
sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de
integración.
Esta cultura de diálogo, que
debería ser incluida en todos los programas escolares como un eje transversal
de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas generaciones un modo
diferente de resolver los conflictos al que les estamos acostumbrando. Hoy urge
crear «coaliciones», no sólo militares o económicas, sino culturales,
educativas, filosóficas, religiosas. Coaliciones que pongan de relieve cómo,
detrás de muchos conflictos, está en juego con frecuencia el poder de grupos
económicos. Coaliciones capaces de defender las personas de ser utilizadas para
fines impropios. Armemos a nuestra gente con la cultura del diálogo y del
encuentro.
Capacidad de generar
El diálogo, y todo lo que este
implica, nos recuerda que nadie puede limitarse a ser un espectador ni un mero
observador. Todos, desde el más pequeño al más grande, tienen un papel activo
en la construcción de una sociedad integrada y reconciliada. Esta cultura es
posible si todos participamos en su elaboración y construcción. La situación
actual no permite meros observadores de las luchas ajenas. Al contrario, es un
firme llamamiento a la responsabilidad personal y social.
En este sentido, nuestros jóvenes
desempeñan un papel preponderante. Ellos no son el futuro de nuestros pueblos,
son el presente; son los que ya hoy con sus sueños, con sus vidas, están
forjando el espíritu europeo. No podemos pensar en el mañana sin ofrecerles una
participación real como autores de cambio y de transformación. No podemos
imaginar Europa sin hacerlos partícipes y protagonistas de este sueño.
He reflexionado últimamente sobre
este aspecto, y me he preguntado: ¿Cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes
de esta construcción cuando les privamos del trabajo; de empleo digno que les
permita desarrollarse a través de sus manos, su inteligencia y sus energías?
¿Cómo pretendemos reconocerles el valor de protagonistas, cuando los índices de
desempleo y subempleo de millones de jóvenes europeos van en aumento? ¿Cómo
evitar la pérdida de nuestros jóvenes, que terminan por irse a otra parte en
busca de ideales y sentido de pertenencia porque aquí, en su tierra, no sabemos
ofrecerles oportunidades y valores?
«La distribución justa de los
frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber
moral». Si queremos entender nuestra sociedad de un modo diferente,
necesitamos crear puestos de trabajo digno y bien remunerado, especialmente para
nuestros jóvenes.
Esto requiere la búsqueda de nuevos
modelos económicos más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos,
sino para el beneficio de la gente y de la sociedad. Pienso, por ejemplo, en la
economía social de mercado, alentada también por mis predecesores (cf. Juan
Pablo II, Discurso al Embajador de la R. F. de Alemania, 8 noviembre 1990).
Pasar de una economía que apunta al rédito y al beneficio, basados en la
especulación y el préstamo con interés, a una economía social que invierta en
las personas creando puestos de trabajo y cualificación.
Tenemos que pasar de una economía
líquida, que tiende a favorecer la corrupción como medio para obtener
beneficios, a una economía social que garantice el acceso a la tierra y al
techo por medio del trabajo como ámbito donde las personas y las comunidades
puedan poner en juego «muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la
proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los
valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración. Por eso, en
la actual realidad social mundial, más allá de los intereses limitados de las
empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es necesario que “se
siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo […] para todos”
» (Laudato si’,127).
Si queremos mirar hacia un futuro
que sea digno, si queremos un futuro de paz para nuestras sociedades, solamente
podremos lograrlo apostando por la inclusión real: «esa que da el trabajo
digno, libre, creativo, participativo y solidario». Este cambio (de una
economía líquida a una economía social) no sólo dará nuevas perspectivas y
oportunidades concretas de integración e inclusión, sino que nos abrirá
nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo, del que Europa ha sido la cuna
y la fuente.
La Iglesia puede y debe ayudar al
renacer de una Europa cansada, pero todavía rica de energías y de
potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el anuncio del Evangelio, que
hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al encuentro de las
heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su
misericordia que consuela y anima. Dios desea habitar entre los hombres, pero
puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que, al igual que los
grandes evangelizadores del continente, estén tocados por él y vivan el
Evangelio sin buscar otras cosas. Sólo una Iglesia rica en testigos podrá
llevar de nuevo el agua pura del Evangelio a las raíces de Europa. En esto, el
camino de los cristianos hacia la unidad plena es un gran signo de los tiempos,
y también la exigencia urgente de responder al Señor «para que todos sean uno»
(Jn 17,21).
Con la mente y el corazón, con
esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que encuentra en la madre Europa
sus raíces de vida y fe, sueño un nuevo humanismo europeo, «un proceso
constante de humanización», para el que hace falta «memoria, valor y una sana y
humana utopía». Sueño una Europa joven, capaz de ser todavía madre: una
madre que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece esperanza de vida. Sueño
una Europa que se hace cargo del niño, que como un hermano socorre al pobre y a
los que vienen en busca de acogida, porque ya no tienen nada y piden refugio.
Sueño una Europa que escucha y valora a los enfermos y a los ancianos, para que
no sean reducidos a objetos improductivos de descarte. Sueño una Europa, donde
ser emigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso con
la dignidad de todo ser humano. Sueño una Europa donde los jóvenes respiren el
aire limpio de la honestidad, amen la belleza de la cultura y de una vida
sencilla, no contaminada por las infinitas necesidades del consumismo; donde
casarse y tener hijos sea una responsabilidad y una gran alegría, y no un
problema debido a la falta de un trabajo suficientemente estable. Sueño una
Europa de las familias, con políticas realmente eficaces, centradas en los
rostros más que en los números, en el nacimiento de hijos más que en el aumento
de los bienes. Sueño una Europa que promueva y proteja los derechos de cada
uno, sin olvidar los deberes para con todos. Sueño una Europa de la cual no se
pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su última
utopía. Gracias.
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