Texto completo
de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos
hermanas, ¡buenos días!
Hoy esta audiencia se
desarrolla en dos lugares: porque había el peligro de la lluvia, los enfermos
están en el Aula Pablo VI y nos siguen a través de las pantallas; dos lugares
pero una sola audiencia. Saludamos a los enfermos que están en el Aula Pablo
VI. Queremos reflexionar sobre la parábola del Padre misericordioso. Ella habla
de un padre y de sus dos hijos, y nos hace conocer la misericordia infinita de
Dios.
Iniciemos del final, es
decir, de la alegría del corazón del Padre, que dice: «Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue
encontrado» (vv. 23-24). Con estas palabras el padre interrumpió al hijo menor
en el momento en el cual estaba confesando su culpa: «Ya no merezco ser llamado
hijo tuyo…» (v. 19). Pero esta expresión es insoportable para el corazón del
padre, que en cambio se apresura en restituir al hijo los signos de su
dignidad: la mejor ropa, el anillo, las sandalias. Jesús no describe a un padre
ofendido y resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo: “me las pagaras,
¡eh!”; no, el padre lo abraza, lo espera con amor. Al contrario, la única cosa
que el padre tiene en su corazón es que este hijo este ante él sano y salvo y
esto lo hace feliz y hace fiesta. La acogida del hijo que regresa es descrito
de modo conmovedor: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió
profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó» (v. 20). Cuanta
ternura; lo ve desde lejos: ¿Qué cosa significa esto? Que el padre subía a la
terraza continuamente para mirar el camino y ver si el hijo regresaba… Lo
esperaba, aquel hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. Que
cosa bella la ternura del padre. La misericordia del padre es rebosante,
incondicionada, y se manifiesta mucho antes que el hijo hable. Cierto, el hijo
sabe que se ha equivocado y lo reconoce: «Padre, pequé… trátame como a uno de
tus jornaleros» (v. 19). Pero estas palabras se disuelven ante el perdón del
padre. El abrazo y el beso de su papá le hacen entender que ha sido siempre
considerado hijo, no obstante todo. ¡Pero es hijo! Es importante esta enseñanza
de Jesús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del
Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y por ello nadie
puede quitárnosla, nadie puede quitárnosla, ¡ni siquiera el diablo! Nadie puede
quitarnos esta dignidad.
Esta palabra de Jesús
nos anima a no desesperarnos jamás. Pienso en las mamas y en los padres
preocupados cuando ven a sus hijos alejarse tomando caminos peligrosos. Pienso
en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en
vano. Pero pienso también a quien se encuentra en la cárcel, y le parece que su
vida se ha terminado; a cuantos han realizado elecciones equivocadas y no
logran mirar al futuro; a todos aquellos que tienen hambre de misericordia y de
perdón y creen de no merecerlo… En cualquier situación de la vida, no debo
olvidar que no dejaré jamás de ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me
ama y espera mi regreso. Incluso en las situaciones más feas de la vida, Dios
me espera, Dios quiere abrazarme, Dios me espera.
En la parábola existe
otro hijo, el mayor; también él tiene necesidad de descubrir la misericordia
del padre. Él siempre ha estado en casa, ¡pero es tan diferente del padre! Sus
palabras no tienen ternura: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido
jamás ni una sola de tus órdenes… ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto… !» (vv.
29-30), el desprecio. No dice jamás “padre”, no dice jamás “hermano”, piensa
solamente en sí mismo, se jacta de haber permanecido siempre junto al padre y
de haberlo servido; a pesar de ello, jamás ha vivido con alegría esta cercanía.
Y ahora acusa al padre de no haberle dado jamás un cabrito para hacer fiesta.
¡Pobre Padre! ¡Un hijo se había ido, y el otro jamás le había estado cerca! El
sufrimiento del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús
cuando nosotros nos alejamos o porque vamos lejos o porque estamos cerca pero
sin ser cercanos.
El hijo mayor, también
él tiene necesidad de misericordia. Los justos, estos que se creen justos,
tienen también necesidad de misericordia. Este hijo representa a nosotros
cuando nos preguntamos si vale la pena trabajar tanto si luego no recibimos
nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se permanece para
recibir una recompensa, sino porque se tiene la dignidad de hijos
co-responsables. No se trata de “baratear” con Dios, sino de estar en el
seguimiento de Jesús que se ha donado a sí mismo en la cruz – y esto – sin
medidas.
«Hijo mío, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría» (v.
31). Así dice el Padre al hijo mayor. ¡Su lógica es aquella de la misericordia!
El hijo menor pensaba de merecer un castigo a causa de sus propios pecados, el
hijo mayor esperaba una recompensa por sus servicios. Los dos hermanos no hablan
entre ellos, viven historias diferentes, pero ambos razonan según una lógica
extraña a Jesús: si haces el bien recibes un premio, si haces el mal serás
castigado; y esta no es la lógica de Jesús, no lo es. Esta lógica es invertida
por las palabras del padre: «Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu
hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
encontrado» (v. 31). ¡El padre ha recuperado al hijo perdido, y ahora puede
también restituirlo a su hermano! Sin el menor, también el hijo mayor deja de
ser un “hermano”. La alegría más grande para el padre es ver que sus hijos se
reconozcan hermanos.
Los hijos pueden
decidir si unirse a la alegría del padre o rechazarla. Deben interrogarse sobre
sus propios deseos y sobre la visión que tienen de la vida. La parábola termina
dejando el final en suspenso: no sabemos qué cosa ha decidido hacer el hijo
mayor. Y esto es un estímulo para nosotros. Este Evangelio nos enseña que todos
tenemos necesidad de entrar a la casa del Padre y participar de su alegría, en
la fiesta de la misericordia y de la fraternidad. Hermanos y hermanas,
¡abramos nuestro corazón, para ser “misericordiosos como el Padre”!
Gracias.
(Traducción del
italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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