«Padre de
los pobres y apóstol de Madrid. Tras años de paciente espera, acogiendo la
voluntad de otros en la que vio la divina, consiguió hacerse jesuita. Fue
artífice de un entramado apostólico que atrajo incontables conversiones»
Nació en Dalías, Almería,
España, el 22 de julio de 1864. Fue el primogénito de doce hermanos.
Sobrevivieron cinco. Sus padres, agricultores, llevaron a la práctica ese rasgo
de piedad tan fecundo que difundiría el padre Patrick Peyton hacia mediados del
siglo XX con el lema: «La familia que reza unida, permanece unida».
Anticipándose a este apóstol del santo rosario, la familia Rubio lo rezaba
devotamente todos los días. En ese ambiente de tierna devoción a María, el
pequeño amasaba los umbrales de una vida santa: humildad, sencillez, amor a
Cristo, abnegación, obediencia, espíritu de sacrificio, generosidad. Inclinado
a adorar al Santísimo Sacramento, si veía la iglesia cerrada pedía la llave
para encontrarse con Cristo. Estudió en los seminarios de Almería, Granada y
Madrid. En los dos primeros instado por sendos tíos sacerdotes.
Estando en Granada, su
profesor de teología fundamental, Joaquín Torres Asensio, canónigo de la
catedral, percibiendo sus cualidades humanas y espirituales se convirtió en su
sombra durante un cuarto de siglo. Persona de fuerte carácter y decisión, muy
influyente y con recursos, rigió la vida de José María en todos los aspectos.
Éste vivió con discreción y prudencia su ruptura con el prelado granadino por
desavenencias, trasladándose a Madrid en 1886 como fiel compañero suyo. Joaquín
había ganado allí una canonjía. Entonces el santo se integró en el seminario de
la capital.
Se ordenó en 1887. Los
destinos a los que partió, como vicario en Chinchón, donde fue capellán de las
clarisas dos años, párroco en Estremera, y finalmente su traslado a Madrid,
todo fue dirigido por el padre Joaquín. Lo que éste no consiguió es que
aprobara las oposiciones a canónigo, pero sí lo colocó como profesor de latín,
filosofía y teología pastoral en San Dámaso. La obediencia de José María, que
jamás le costó, estaba guiada por la consigna: «hacer lo que Dios quiere,
querer lo que Dios hace». La actividad docente le produjo agotamiento. Y su
mentor no ahorró esfuerzos para que se repusiera. Lo atendió en su casa de
Segovia, y al no mejorar viajó con él a Cerdedilla, Mondariz, termas de
Gándara, Troncoso, costas de Portugal y Lourdes. Luego lo situó como notario en
el arzobispado y capellán de las Bernardas. Quince años de servicio en estas
misiones. Mientras, formaba en las verdades de la fe a los pobres, a los
enfermos y se curtía en la confesión de la que fue auténtico maestro.
Peregrinaron a Tierra Santa
en 1904, pasaron por Roma y vieron a Pío X. En su corazón guardaba celosamente
el sentimiento de ser jesuita. Su padre no vio con buenos ojos este deseo.
Tampoco Joaquín, quien intervino evitando que el superior de la Orden lo
acogiera en Granada, mientras vivieron allí. Temía perder a una persona que
juzgaba vital para él por sus dotes naturales y virtud. Así que cuando éste
murió en 1906, José María ingresó en el noviciado de Granada. Notificó a su
familia la decisión y cedió la cuantiosa herencia que le legó el canónigo al
seminario de Teruel, ciudad de la que fue oriundo. Pasó por Sevilla en 1909
coincidiendo con Francisco de Paula Tarín y Tiburcio Arnaiz, y desempeñó
diversas misiones, entre otras la confesión y la asistencia a los enfermos.
Todas las noches oraba ante el Santísimo junto a integrantes de la Adoración
nocturna.
Estaba en Manresa cuando su
antiguo maestro de novicios José María Valera, que era el provincial y conocía
su grandeza, lo llamó a Madrid. Allí su fama de confesor se afianzó. Los
penitentes veían en sus sencillas y claras palabras, desprovistas de
afectación, la voz de un hombre de Dios que no hacía concesiones a un bien
menor y que no dudaba en exigir a todos la radicalidad evangélica. Se tomaba
todo el tiempo que fuera preciso. Les animaba a realizar los ejercicios
espirituales, a saborear las bendiciones de la oración, a realizar un examen de
conciencia y asumir las contingencias del día a día por amor a Dios. La
intensidad de su apostolado se bifurcó en diversas vías: confesión, misiones
populares, predicación, catequesis… Los populosos barrios de Cuatro Caminos,
Puente de Vallecas, la Ventilla, Entrevías, el Matadero, en particular los
jóvenes y los niños, se habían familiarizado con su presencia y acción
caritativa. Puso en marcha escuelas dominicales en Mesón de Paredes, y los
«traperos» comenzaron a sentir cerca a Cristo.
Sus superiores constataron
sus dotes organizativas y le confiaron la Guardia de honor del Sagrado Corazón
en el transcurso del Congreso Eucarístico Internacional realizado en Madrid en
1911. Consciente de lo que significa que haya sagrarios abandonados, impulsó
las Marías de los Sagrarios, aunque no fue su fundador, y participó en la
institución de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Quiso crear la Obra
de los discípulos de San Juan. Con la Hora Santa suscitó auténticas
transformaciones espirituales. Las gentes acudían en masa a escuchar sus
sermones. Con su acostumbrada forma de hablar, despojado de todo artificio,
dejaba traslucir su gran vida interior. Tuvo que luchar con el juicio de
algunos presbíteros que no veían bien sus incursiones en los suburbios de la
capital donde moraba la ruina y se aglutinaban toda clase de deshechos humanos.
Las murmuraciones y envidias pretendían clavarse en su corazón como hirientes
dardos, pero no lo lograron. Era más fuerte su combate interno.
En 1917 atravesó una crisis
de escrúpulos que le causó mucho sufrimiento. Ante las humillaciones e
incomprensiones, decía: «No sé cómo me ve Dios. Seguro que mal, me temo. Rezad
por mí. Camino lleno de confusión al ver el estado de mi alma. Mis amigos
conseguirán que Jesús tenga misericordia de mí». Siempre dijo que quería morir
un primer jueves de mes. Y Dios se lo concedió. Le habían diagnosticado una
angina de pecho, y falleció el 2 de mayo de 1929. Por su acción apostólica
imparable fue denominado «padre de los pobres», y tras su fallecimiento
«apóstol de Madrid». Juan Pablo II lo beatificó el 6 de octubre de 1985, y lo
canonizó el 4 de mayo de 2003.
(ZENIT – Madrid).-
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