(RV).- La tarde del jueves 5 de mayo, solemnidad
de la Ascensión del Señor, el Santo Padre Francisco presidió en la Basílica de
San Pedro la Vigilia de oración para todos aquellos que tienen necesidad de
consuelo. La vigilia inició con tres intensos testimonios intercalados por
lecturas bíblicas, y el encendido cada vez de una vela ante el relicario de la
Virgen de las lágrimas de Siracusa, expuesto especialmente a la veneración de
los fieles. En su alocución el Papa Francisco aseguró que el poder del amor
transforma el sufrimiento en la certeza de la victoria de Cristo, y de la
nuestra con él, y en la esperanza de que un día estaremos juntos de nuevo y
contemplaremos para siempre el rostro de la Santa Trinidad.
El
Obispo de Roma subrayó asimismo el hecho de que todos tenemos necesidad de la
misericordia, del consuelo que viene del Señor. “Todos lo necesitamos; es
nuestra pobreza, pero también nuestra grandeza: invocar el consuelo de Dios,
que con su ternura viene a secar las lágrimas de nuestros ojos”.
“Si
Dios ha llorado también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende,
reflexionó luego el Santo Padre, indicando el llanto de Jesús como el antídoto
contra la indiferencia ante el sufrimiento de nuestros hermanos. “Ese llanto
enseña a sentir como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del
sufrimiento y las dificultades de las personas que viven en las situaciones más
dolorosas. En el momento del desconcierto, de la conmoción y del llanto, brota
en el corazón de Cristo la oración al Padre”, aseguró el Papa, señalando a la
oración como la verdadera medicina para nuestro sufrimiento. (RC-RV)
Palabras
del Santo Padre
Hermanos
y hermanas:
Después
de los conmovedores testimonios que hemos oído, y a la luz de la Palabra del
Señor que ilumina nuestra situación de sufrimiento, invocamos ante todo la
presencia del Espíritu Santo para que venga sobre nosotros. Que él ilumine
nuestras mentes, para que podamos encontrar palabras adecuadas que den
consuelo; que él abra nuestros corazones para que podamos tener la certeza de
que Dios está presente y no nos abandona en las pruebas. El Señor Jesús
prometió a sus discípulos que nunca los dejaría solos: que estaría cerca de
ellos en cualquier momento de la vida mediante el envío del Espíritu Paráclito
(cf. Jn 14,26), el cual los habría ayudado, sostenido y consolado.
En los
momentos de tristeza, en el sufrimiento de la enfermedad, en la angustia de la
persecución y en el dolor por la muerte de un ser querido, todo el mundo busca
una palabra de consuelo. Sentimos una gran necesidad de que alguien esté cerca
y sienta compasión de nosotros. Experimentamos lo que significa estar
desorientados, confundidos, golpeados en lo más íntimo, como nunca nos
hubiéramos imaginado. Miramos a nuestro alrededor con ojos vacilantes, buscando
encontrar a alguien que pueda realmente entender nuestro dolor. La mente se
llena de preguntas, pero las respuestas no llegan. La razón por sí sola no es
capaz de iluminar nuestro interior, de comprender el dolor que experimentamos y
dar la respuesta que esperamos. En esos momentos es cuando más necesitamos las
razones del corazón, las únicas que pueden ayudarnos a entender el misterio que
envuelve nuestra soledad.
Vemos
cuánta tristeza hay en muchos de los rostros que encontramos. Cuántas lágrimas
se derraman a cada momento en el mundo; cada una distinta de las otras; y
juntas forman como un océano de desolación, que implora piedad, compasión,
consuelo. Las más amargas son las provocadas por la maldad humana: las lágrimas
de aquel a quien le han arrebatado violentamente a un ser querido; lágrimas de
abuelos, de madres y padres, de niños... Hay ojos que a menudo se quedan
mirando fijos la puesta del sol y que apenas consiguen ver el alba de un nuevo
día. Tenemos necesidad de la misericordia, del consuelo que viene del Señor.
Todos lo necesitamos; es nuestra pobreza, pero también nuestra grandeza:
invocar el consuelo de Dios, que con su ternura viene a secar las lágrimas de
nuestros ojos (cf. Is 25,8; Ap 7,17; 21,4).
En
este sufrimiento nuestro no estamos solos. También Jesús sabe lo que significa
llorar por la pérdida de un ser querido. Es una de las páginas más conmovedoras
del Evangelio: cuando Jesús, viendo llorar a María por la muerte de su hermano
Lázaro, ni siquiera él fue capaz de contener las lágrimas. Experimentó una
profunda conmoción y rompió a llorar (cf. Jn 11,33-35). El evangelista Juan,
con esta descripción, muestra cómo Jesús se une al dolor de sus amigos
compartiendo su desconsuelo. Las lágrimas de Jesús han desconcertado a muchos
teólogos a lo largo de los siglos, pero sobre todo han lavado a muchas almas,
han aliviado muchas heridas. Jesús también experimentó en su persona el miedo
al sufrimiento y a la muerte, la desilusión y el desconsuelo por la traición de
Judas y Pedro, el dolor por la muerte de su amigo Lázaro. Jesús «no abandona a
los que ama» (Agustín, In Joh 49,5). Si Dios ha llorado, también yo puedo
llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de Jesús es el antídoto contra
la indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos. Ese llanto enseña a sentir
como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y las
dificultades de las personas que viven en las situaciones más dolorosas. Me
provoca para que sienta la tristeza y desesperación de aquellos a los que les
han arrebatado incluso el cuerpo de sus seres queridos, y no tienen ya ni
siquiera un lugar donde encontrar consuelo. El llanto de Jesús no puede quedar
sin respuesta de parte del que cree en él. Como él consuela, también nosotros
estamos llamados a consolar.
En el
momento del desconcierto, de la conmoción y del llanto, brota en el corazón de
Cristo la oración al Padre. La oración es la verdadera medicina para nuestro
sufrimiento. También nosotros, en la oración, podemos sentir la presencia de
Dios a nuestro lado. La ternura de su mirada nos consuela, la fuerza de su
palabra nos sostiene, infundiendo esperanza. Jesús, junto a la tumba de Lázaro,
oró: « Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas
siempre» (Jn 11,41-42). Necesitamos esta certeza: el Padre nos escucha y viene
en nuestra ayuda. El amor de Dios derramado en nuestros corazones nos permite
afirmar que, cuando se ama, nada ni nadie nos apartará de las personas que
hemos amado. Lo recuerda el apóstol Pablo con palabras de gran consuelo:
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? […] Pero en
todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido
de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro,
ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm
8,35.37-39). El poder del amor transforma el sufrimiento en la certeza de la
victoria de Cristo, y de la nuestra con él, y en la esperanza de que un día
estaremos juntos de nuevo y contemplaremos para siempre el rostro de la Santa
Trinidad, fuente eterna de la vida y del amor.
Al lado
de cada cruz siempre está la Madre de Jesús. Con su manto, ella enjuga nuestras
lágrimas. Con su mano nos ayuda a levantarnos y nos acompaña en el camino de la
esperanza.
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