Texto de completo de la homilía del Papa:
«No los dejaré huérfanos» (Jn 14,18)
La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo,
tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre,
destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos
a la de hijos.
El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice:
«Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Han
recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un
espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15).
He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros
a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.
El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda
la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de
Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la
que hemos caído. También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra
condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de
la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa
supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia
de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos
incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la
vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después
de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto
hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.
A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra
vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más
profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo
Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte
de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu
Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este
misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No los dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas
palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en
el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos,
reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu
Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera
particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en
este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor
y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.
Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros
pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo»
(Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el
Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del
Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo,
no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y
esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras
diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a
esta única paternidad y fraternidad.
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