Con motivo del día de la mujer, día 8 de marzo, conviene volver a leer y saborear la carta que san Juan Pablo II nos dirigió a todas las mujeres del mundo en el año 1995
A vosotras, mujeres del mundo entero,
os doy mi más cordial saludo:
os doy mi más cordial saludo:
1. A cada una de vosotras dirijo esta
carta con objeto de compartir y manifestar gratitud, en la proximidad de la IV
Conferencia Mundial sobre la Mujer, que tendrá lugar en Pekín el próximo mes de
septiembre.
Ante todo deseo expresar mi vivo
reconocimiento a la Organización de las Naciones Unidas, que ha
promovido tan importante iniciativa. La Iglesia quiere ofrecer también su
contribución en defensa de la dignidad, papel y derechos de las mujeres, no
sólo a través de la aportación específica de la Delegación oficial de la Santa
Sede a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al corazón y a
la mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de la visita que
la Señora Gertrudis Mongella, Secretaria General de la
Conferencia, me ha hecho precisamente con vistas a este importante encuentro,
le he entregado un Mensaje en el que se recogen algunos puntos
fundamentales de la enseñanza de la Iglesia al respecto. Es un mensaje que, más
allá de la circunstancia específica que lo ha inspirado, se abre a la
perspectiva más general de la realidad y de los problemas de las mujeres
en su conjunto, poniéndose al servicio de su causa en la Iglesia y en
el mundo contemporáneo. Por lo cual he dispuesto que se enviara a todas las
Conferencias Episcopales, para asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome a lo expuesto en dicho
documento, quiero ahora dirigirme directamente a cada mujer, para
reflexionar con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la condición
femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema esencial
de la dignidad y de los derechos de las mujeres,
considerados a la luz de la Palabra de Dios.
El punto de partida de este diálogo ideal
no es otro que dar gracias. « La Iglesia —escribía en la Carta
apostólica Mulieris
dignitatem— desea dar gracias a la Santísima Trinidad por
el "misterio de la mujer" y por cada mujer, por lo que constituye la
medida eterna de su dignidad femenina, por las "maravillas de Dio",
que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella » (n.
31).
2. Dar gracias al Señor
por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se
convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a cada mujer,
por lo que representan en la vida de la humanidad.
Te doy gracias, mujer-madre, que
te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de
una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a
la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de
referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que
unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de
recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que
aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas
de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que
participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística
y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de
una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida
siempre abierta al sentido del « misterio », a la edificación de estructuras
económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que
a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado,
te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a
toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta « esponsal », que expresa
maravillosamente la comunión que Él quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias, mujer, ¡por
el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu
femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad
de las relaciones humanas.
3. Pero dar gracias no
basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que,
en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada
en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e
incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma
y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No
sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la
fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han
plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado,
especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas
incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este
sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada
fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la
liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de
perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. El,
superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con
las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De
este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el
proyecto y en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final de este segundo
milenio, resulta espontáneo preguntarse: ?qué parte de su mensaje ha sido
comprendido y llevado a término?
Ciertamente, es la hora de mirar con
la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las
responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las mujeres han
contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en
condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que
han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con
desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la
infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación
intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la
historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la
historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus
huellas documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa
vital que conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta
nosotros. Respecto a esta grande e inmensa « tradición » femenina, la humanidad
tiene una deuda incalculable. ¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más
tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia,
profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en
definitiva por la dignidad misma de su ser!
4. Y qué decir también de los obstáculos
que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción
en la vida social, política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es
penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad
debe también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer
para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente
alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos
de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo,
tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de
los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a
los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático.
Se trata de un acto de justicia, pero
también de una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en la política
del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad
de la vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y
asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor
presencia social de la mujer, porque contribuirá a manifestar las
contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia
y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de los procesos
de humanización que configuran la « civilización del amor ».
5. Mirando también uno de los aspectos más
delicados de la situación femenina en el mundo, cómo no recordar la larga y
humillante historia —a menudo « subterránea »— de abusos cometidos contra las
mujeres en el campo de la sexualidad? A las puertas del tercer milenio no
podemos permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de
condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados de
defensa, las formas de violencia sexual que con frecuencia
tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de la persona no podemos
además no denunciar la difundida cultura hedonística y comercial que promueve
la explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a chicas incluso de muy
joven edad a caer en los ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario
de su cuerpo.
Ante estas perversiones, cuánto
reconocimiento merecen en cambio las mujeres que, con amor heroico por su
criatura, llevan a término un embarazo derivado de la injusticia de relaciones
sexuales impuestas con la fuerza; y esto no sólo en el conjunto de las
atrocidades que por desgracia tienen lugar en contextos de guerra todavía tan
frecuentes en el mundo, sino también en situaciones de bienestar y de paz,
viciadas a menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan
también más fácilmente tendencias de machismo agresivo. En semejantes
condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser
una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la
complicidad del ambiente que lo rodea.
6. Mi « gratitud » a las mujeres se
convierte pues en una llamada apremiante, a fin de que por
parte de todos, y en particular por parte de los Estados y de las instituciones
internacionales, se haga lo necesario para devolver a las mujeres el pleno
respeto de su dignidad y de su papel. A este propósito expreso mi admiración
hacia las mujeres de buena voluntad que se han dedicado a defender la dignidad
de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales derechos
sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en
tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un
signo de falta de femineidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un
pecado.
Como expuse en el Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz de este año, mirando este gran proceso de
liberación de la mujer, se puede decir que « ha sido un camino difícil y
complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente
positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en
varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada
y valorada en su peculiar dignidad » (n. 4).
¡Es necesario continuar en este camino!
Sin embargo estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el
camino del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la
denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino
también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de
promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a
partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de
la mujer. A su reconocimiento, no obstante los múltiples
condicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de
Dios inscrita en el corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de
Dios la que nos permite descubrir con claridad el radical fundamento
antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el
designio de Dios sobre la humanidad.
7. Permitidme pues, queridas hermanas, que
medite de nuevo con vosotras sobre la maravillosa página bíblica que presenta
la creación del ser humano, y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en
el mundo.
El Libro del Génesis habla de la creación
de modo sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente
verdadero: « Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le
creó: varón y mujer los creó » (Gn 1, 27). La
acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se
dice que el ser humano es creado « a imagen y semejanza de Dios » (cf. Gn 1,
26), expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser
humano en el conjunto de la obra de la creación.
Se dice además que el ser humano, desde el
principio, es creado como « varón y mujer » (Gn 1, 27). La
Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre, aun encontrándose
rodeado de las innumerables criaturas del mundo visible, ve que está
solo (cf. Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo
salir de tal situación de soledad: « No es bueno que el hombre esté
solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada » (Gn 2, 18). En la
creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio
de la ayuda: ayuda —mírese bien— no unilateral, sino recíproca. La
mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la
mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La
femineidad realiza lo « humano » tanto como la masculinidad, pero con una
modulación diversa y complementaria.
Cuando el Génesis habla de « ayuda », no
se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también al
del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí
complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo
gracias a la dualidad de lo « masculino » y de lo « femenino » lo « humano » se
realiza plenamente.
8. Después de crear al ser humano varón y
mujer, Dios dice a ambos: « Llenad la tierra y sometedla » (Gn 1,
28). No les da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género
humano, sino que les entrega también la tierra como tarea,
comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El
ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la
tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el
hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad.
En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter
la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y
ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación
más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la « unidad de los
dos », o sea una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno
sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y
responsabilizante.
A esta « unidad de los dos » confía Dios
no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción
misma de la historia. Si durante el Año internacional de la
Familia, celebrado en 1994, se puso la atención sobre la mujer
como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia para una
nueva toma de conciencia de la múltiple aportación que la mujer ofrece
a la vida de todas las sociedades y naciones. Es una aportación, ante
todo, de naturaleza espiritual y cultural, pero también socio-política y
económica. ¡Es mucho verdaderamente lo que deben a la aportación de la mujer
los diversos sectores de la sociedad, los Estados, las culturas nacionales y,
en definitiva, el progreso de todo el género humano!
9. Normalmente el progreso se valora según
categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de vista no falta
la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del
progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la
dimensión ética y social, que afecta a las relaciones humanas y a los
valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a
partir de las relaciones cotidianas entre las personas, especialmente dentro de
la familia, la sociedad es en gran parte deudora precisamente al « genio
de la mujer ».
A este respecto, quiero manifestar una
particular gratitud a las mujeres comprometidas en los más diversos sectores de
la actividad educativa, fuera de la familia: asilos, escuelas,
universidades, instituciones asistenciales, parroquias, asociaciones y
movimientos. Donde se da la exigencia de un trabajo formativo se puede
constatar la inmensa disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las relaciones
humanas, especialmente en favor de los más débiles e indefensos. En este
cometido manifiestan una forma de maternidad afectiva, cultural y
espiritual, de un valor verdaderamente inestimable, por la influencia
que tiene en el desarrollo de la persona y en el futuro de la sociedad. ¿Cómo
no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas
Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos continentes, han hecho
de la educación, especialmente de los niños y de las niñas, su principal
servicio? Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que han trabajado y
siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en el ámbito de las
instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a menudo en circunstancias muy
precarias, en los Países más pobres del mundo, dando un testimonio de
disponibilidad que a veces roza el martirio?
10. Deseo pues, queridas hermanas, que se
reflexione con mucha atención sobre el tema del « genio de la
mujer », no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay de
un preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también
para darle un mayor espacio en el conjunto de la vida social así como en la
eclesial. Precisamente sobre este tema, ya tratado con ocasión del Año
Mariano, tuve oportunidad de ocuparme ampliamente en la citada Carta
apostólica Mulieris
dignitatem, publicada en 1988. Este año, además, con
ocasión del Jueves Santo, a la tradicional Carta que envío a los sacerdotes he
querido agregar idealmente la Mulieris
dignitatem, invitándoles a reflexionar sobre el
significativo papel que la mujer tiene en sus vidas como madre, como hermana y
como colaboradora en las obras apostólicas. Es ésta otra dimensión, —diversa de
la conyugal, pero asimismo importante— de aquella « ayuda » que la mujer, según
el Génesis, está llamada a ofrecer al hombre.
La Iglesia ve en María la máxima expresión
del « genio femenino » y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se ha
autodefinido « esclava del Señor » (Lc 1, 38). Por su obediencia a
la Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de
esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha
estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente
este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un
misterioso, pero auténtico « reinar ». No es por casualidad que se la invoca
como « Reina del cielo y de la tierra ». Con este título la invoca toda la
comunidad de los creyentes, la invocan como « Reina » muchos pueblos y
naciones. ¡Su « reinar » es servir! ¡Su servir es « reinar »!
De este modo debería entenderse la
autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y en la Iglesia. El « reinar
» es la revelación de la vocación fundamental del ser humano, creado a « imagen
» de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su
hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra que « Dios ha
amado por sí misma », como enseña el Concilio Vaticano II, el cual añade
significativamente que el hombre « no puede encontrarse plenamente a sí mismo
sino en la entrega sincera de sí mismo » (Gaudium et spes, 24).
En esto consiste el « reinar » materno de
María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es un don también
para los hijos e hijas de todo el género humano, suscitando profunda
confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por los difíciles caminos
de la vida al propio y definitivo destino trascendente. A esta meta
final llega cada uno a través de las etapas de la propia vocación, una
meta que orienta el compromiso en el tiempo tanto del hombre como de la mujer.
11. En este horizonte de « servicio »
—que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera «
realeza » del ser humano— es posible acoger también, sin desventajas para la
mujer, una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal
diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter
peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación
específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo —con una elección libre y
soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial— ha
confiado solamente a los varones la tarea de ser «icono » de su rostro
de « pastor » y de « esposo » de la Iglesia a través del ejercicio del
sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así
como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden
sagrado, siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del
« sacerdocio común », fundamentado en el Bautismo. En efecto,
estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de
funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios
específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de
« signos » elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los
hombres.
Por otra parte, precisamente en la línea
de esta economía de signos, incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener
en cuenta la « femineidad » vivida según el modelo sublime de María. En efecto,
en la « femineidad » de la mujer creyente, y particularmente en el de la «
consagrada », se da una especie de « profecía » inmanente (cf. Mulieris
dignitatem, 29), un simbolismo muy evocador, podría decirse
un fecundo « carácter de icono », que se realiza plenamente en María y expresa
muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con
corazón « virgen », para ser « esposa » de
Cristo y « madre » de los creyentes. En esta perspectiva de
complementariedad « icónica » de los papeles masculino y femenino se ponen
mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el
principio « mariano » y el « apostólico-petrino » (cf. ibid., 27).
Por otra parte —lo recordaba a los
sacerdotes en la citada Carta del Jueves Santo de este año— el sacerdocio ministerial,
en el plan de Cristo « no es expresión de dominio, sino
de servicio » (n. 7). Es deber urgente de la Iglesia, en su
renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios, evidenciar esto cada vez más,
tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y en la atenta promoción de
todos los medios típicamente eclesiales de participación, como a través del
respeto y valoración de los innumerables carismas personales y comunitarios que
el Espíritu de Dios suscita para la edificación de la comunidad cristiana y el
servicio a los hombres.
En este amplio ámbito de servicio, la
historia de la Iglesia en estos dos milenios, a pesar de tantos
condicionamientos, ha conocido verdaderamente el « genio de la mujer »,
habiendo visto surgir en su seno mujeres de gran talla que han dejado amplia y
beneficiosa huella de sí mismas en el tiempo. Pienso en la larga serie de
mártires, de santas, de místicas insignes. Pienso de modo especial en santa
Catalina de Siena y en santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió
el título de Doctoras de la Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a tantas
mujeres que, movidas por la fe, han emprendido iniciativas de extraordinaria
importancia social especialmente al servicio de los más pobres? En el futuro de
la Iglesia en el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente nuevas y
admirables manifestaciones del « genio femenino ».
12. Vosotras veis, pues, queridas
hermanas, cuántos motivos tiene la Iglesia para desear que, en la próxima
Conferencia, promovida por las Naciones Unidas en Pekín, se clarifique
la plena verdad sobre la mujer. Que se dé verdaderamente su debido
relieve al « genio de la mujer », teniendo en cuenta no sólo a
las mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino también
a las sencillas, que expresan su talento femenino en el
servicio de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto, es dándose a los
otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su vida;
ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre, porque lo
ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas
ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de
acercarse a él y serle de ayuda. De este modo, se realiza en
la historia de la humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente
viene a la luz, en la variedad de vocaciones, la belleza —no
solamente física, sino sobre todo espiritual— con que Dios ha dotado desde el
principio a la criatura humana y especialmente a la mujer.
Mientras confío al Señor en la oración el
buen resultado de la importante reunión de Pekín, invito a las comunidades
eclesiales a hacer del presente año una ocasión para una
sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo precisamente
por el don de un bien tan grande como es el de la femineidad: ésta,
en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la
humanidad y de la misma Iglesia.
Que María, Reina del amor, vele sobre las
mujeres y sobre su misión al servicio de la humanidad, de la paz y de la
extensión del Reino de Dios.
Con mi Bendición.
Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los
santos Pedro y Pablo, del año 1995.
No hay comentarios:
Publicar un comentario