El
pasado domingo la liturgia nos presentó a Jesús que es tentado por satanás en
el desierto, pero que sale victorioso de la tentación. A la luz de este
Evangelio, hemos tomado nuevamente conciencia de nuestra condición de
pecadores, pero también de la victoria sobre el mal donado a cuantos inician el
camino de conversión o, como Jesús, quieren hacer la voluntad del Padre. En
este segundo domingo de cuaresma, la Iglesia nos indica la meta de este
itinerario de conversión, es decir, la participación a la gloria de Cristo, en
quien resplandece el rostro del Siervo obediente, muerto y resucitado por
nosotros.
El
texto evangélico narra el evento de la Transfiguración, que se ubica en el
culmen del ministerio público de Jesús. Él se encuentra en camino hacia Jerusalén,
donde se cumplirán las profecías del “Siervo de Dios” y se consumará su
sacrificio redentor. La gente no entendía esto y frente a las perspectivas de
un Mesías que contrasta con sus expectativas terrenas, lo han abandonado.
Porque ellos pensaban que el Mesías habría sido un liberador del dominio de los
romanos, liberador de la patria. Y esta perspectiva de Jesús no le gustaba a la
gente y lo dejan. Incluso los apóstoles no entienden las palabras con las
cuales Jesús anuncia el cumplimiento de su misión en la pasión gloriosa. No
entienden. Entonces Jesús toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan
una anticipación de su gloria, aquella que tendrá después de la Resurrección,
para confirmarlos en la fe y alentarlos a seguirlo en el camino de la prueba,
en el camino de la Cruz. Y así sobre un monte alto, en profunda oración, se
transfigura delante de ellos: su rostro y toda su persona irradian una luz
resplandeciente. Los tres discípulos se asustan, mientras una nube los envuelve
y de lo alto resuena – como en el bautismo del Jordán – la voz del Padre: «Este
es mi Hijo, el amado: ¡escúchenlo!» (Mc 9,7). Y Jesús es el Hijo hecho
Servidor, enviado al mundo para realizar por medio de la Cruz el plan de
salvación. ¡Para salvarnos a todos nosotros! Su plena adhesión a la voluntad
del Padre hace que su humanidad sea transparente a la gloria de Dios, que es el
Amor.
Así
Jesús se revela como el ícono perfecto del Padre, la irradiación de su gloria.
Es el cumplimiento de la revelación; por ello junto a Él transfigurado aparecen
Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas. Esto significa que todo
termina e inicia en Jesús, en su Pasión y en su Gloria.
El
mensaje para los discípulos y para nosotros es este: “!Escuchémoslo!”. Escuchar
a Jesús. Es Él el Salvador: síganlo. Escuchar a Cristo, de hecho, significa
asumir la lógica de su misterio pascual, ponerse en camino con Él para hacer de
la propia existencia un don de amor para los demás, en dócil obediencia a la
voluntad de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de
libertad interior. En otras palabras, es necesario, estar listos a “perder la
propia vida”, donándola para que todos los hombres se salven y nos encontremos
en la felicidad eterna. El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. No
lo olvidemos: ¡el camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad! Habrá
siempre en medio una cruz, las pruebas, pero al final siempre nos lleva a la
felicidad. ¡Jesús no nos engaña! Nos ha prometido la felicidad y nos la dará,
si nosotros seguimos su camino.
Con
Pedro, Santiago y Juan subamos también nosotros al monte de la Transfiguración
y permanezcamos en contemplación del rostro de Jesús, para recibir el mensaje y
traducirlo en nuestra vida; para que también nosotros podamos ser
transfigurados por el Amor. En realidad el Amor es capaz de transfigurar todo:
¡el Amor transfigura todo! ¿Creen ustedes en esto? ¿Creen? … Me parece que no
creen tanto por aquello que escucho… ¿Creen que el Amor transfigura todo? …
Bien, ahora veo… Nos sostenga en este camino la Virgen María, a quien ahora
invocamos con la oración del Ángelus.
(Traducción del italiano, Renato Martínez –
Radio Vaticano)
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