El que la familia esté viviendo en nuestros tiempos una crisis sumamente
profunda es un hecho que está ante nuestros ojos. El matrimonio, sobre todo en
el ámbito de la cultura occidental, se está convirtiendo cada vez más en una
“elección residual”; muchos optan por no casarse y hay un aumento vertiginoso
de las convivencias y los divorcios. Cada vez es más profunda la divergencia
entre el Magisterio de la Iglesia y la vida real de los fieles. Nos
encontramos, sin duda, ante una peligrosa deriva cultural de la postmodernidad,
que amenaza la suerte futura de la humanidad. No en vano, Juan Pablo II
escribía en la Familiaris Consortio: «El futuro de la
humanidad se fragua en la familia»1. Ante
este desafío histórico, la Iglesia – a través de la III Asamblea General
Extraordinaria del Sínodo de los Obispos – quiere dar una adecuada respuesta
pastoral a la pregunta de cómo anunciar el Evangelio de la familia en nuestro
mundo que promueve e impone modelos de vida, que contradicen en modo radical
sus principios fundamentales.
Quisiera detenerme brevemente en el papel decisivo e insustituible de los
laicos católicos, hombres y mujeres, en el anuncio del Evangelio de la familia.
Hoy más que nunca, se necesitan testigos que, viviendo el Evangelio de la
familia plenamente y con alegría, muestren al mundo que se trata de un programa
de vida hermoso y fascinante, fuente de felicidad para los cónyuges y los
hijos. Precisamente se abre aquí un enorme campo de acción para la misión
profética de nuestro laicado. De hecho, en la vida de los esposos
cristianos se necesita hoy el valor de los profetas, la valentía de ir
contracorriente con respecto a la cultura dominante. Alguien dijo
acertadamente: «Se quiera o no, la Iglesia en Occidente está en vías de
convertirse en una contracultura, y su futuro ahora depende principalmente de
si es capaz, como la sal de la tierra, de mantener su sabor y no ser pisoteada
por los hombres»2.
En nuestros tiempos, a menudo sucede que la voz de la Iglesia sobre la
naturaleza misma de la familia y el matrimonio (la unión entre un hombre y una
mujer) y su indisolubilidad, el amor conyugal fiel y fecundo y la apertura a la
vida se parece a una voz que “grita en el desierto”, que a menudo es atacada,
rechazada, y no pocas veces ridiculizada por los medios. No obstante, no puede
y debe faltar, porque, como dice el Concilio Vaticano II: «El bienestar de la
persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la
prosperidad de la comunidad conyugal y familiar»3.
En realidad, se trata de defender la naturaleza más profunda del ser humano
creado por Dios hombre y mujer. El papa Benedicto XVI dijo: «Vivimos en un
tiempo en que los criterios de cómo ser hombres se han hecho inciertos […].
Frente a esto, como cristianos, debemos defender la dignidad inviolable del ser
humano […]. La fe en Dios debe concretarse en nuestro común trabajo por el
hombre…»4. Anunciar y dar testimonio del
Evangelio de la familia es un servicio de vital importancia que la Iglesia está
llamada a hacer al hombre y a la humanidad, es una fundamental obra de
misericordia. Además es una tarea particular de los fieles laicos en la
sociedad en que viven. Ellos tienen que ser esa levadura evangélica que
transforma el mundo desde dentro, esa sal de la tierra, la luz del mundo5. Recordemos las palabras de la antigua
Carta a Diogneto: «Los cristianos […] viven en la carne, pero no según la
carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo […]. Para
decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en
el cuerpo […]. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no
les es lícito desertar»6.
En el contexto del Sínodo de los Obispos sobre la familia, surgen algunas
preguntas fundamentales que, sobre todo, los matrimonios católicos tienen que
hacerse: ¿Vivo de verdad la vida de mi matrimonio y mi familia según el
proyecto de Dios? ¿Tengo el valor de apostar totalmente por el Evangelio de la
familia anunciado por el Magisterio de la Iglesia? ¿Intento dar testimonio – a
pesar de mis limitaciones y debilidades – de la belleza del matrimonio y la
familia cristiana en el ambiente en que vivo? La presión de la postmodernidad
en este ámbito es extremamente fuerte y no pocos ceden a sus dictados
destructivos. Lamentablemente, también entre la fila de los bautizados se
propagan hoy cada vez más actitudes de rechazo (explícito o implícito) y
decisiones en evidente contrasto con el Magisterio de la Iglesia. ¡Cuánto
sufrimiento para los esposos y en modo particular para los hijos debido a
matrimonios fracasados! En esta situación dramática, la Iglesia mira con
confianza a las jóvenes generaciones. En Río de Janeiro, el papa Francisco, al
dialogar con los jóvenes, les exhortó con fuerza: «Hay quien dice que hoy el
matrimonio está “pasado de moda”. ¿Está pasado de moda? [No…]. En la cultura de
lo provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante es “disfrutar”
el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones
definitivas, “para siempre”, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en
cambio, les pido que sean revolucionarios, les pido que vayan contracorriente;
sí, en esto les pido que se rebelen contra esta cultura de lo provisional, que,
en el fondo, cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, cree
que ustedes no son capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en
ustedes, jóvenes, y pido por ustedes»7.
La familia cristiana necesita que la Iglesia le ayude y la apoye. La
familia necesita un fuerte mensaje de esperanza, cuyos primeros portadores son
precisamente los jóvenes, con su capacidad de desafiar la realidad que les
rodea y de ir contracorriente, tal como decía el papa Francisco. Es verdad, tal
como informa el Intrumentum laboris, que a nivel de nuestras
Iglesias locales trabajan numerosas estructuras pastorales especializadas y
asociaciones laicales a favor de las familias, pero esto no basta. Hay una gran
urgencia por renovar y repensar en profundidad todo el itinerario pedagógico de
preparación de los jóvenes al matrimonio como también toda la pastoral
familiar, para que de verdad sea una pastoral capaz de expresar el rostro
materno de la Iglesia, el rostro acogedor que no excluye a nadie. La Iglesia
hoy está llamada a acompañar pastoralmente con generosidad, caridad y empatía a
las parejas cristianas, sobre todo a las que están en crisis o viven situaciones
irregulares (las divorciadas y aquéllas que se han vuelto a casar). Con
renovado valor y competencia, la Iglesia tiene que enfrentar estas
problemáticas nuevas y a menudo inéditas del matrimonio y la familia (pienso
por ejemplo en las cuestiones ligadas a la bioética…). La Iglesia, pastores y
laicos, tiene que emprender por ello un camino de una verdadera «conversión
pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están»8.
El Evangelio de la familia pone ante los esposos cristianos metas
altas y exigentes, que van claramente contracorriente con respecto a la cultura
dominante. A menudo éste es presentado en nuestra pastoral en modo diluido y
edulcorado, o es incluso censurado en aquellos aspectos particularmente
exigentes (por ejemplo la doctrina de la Humanae Vitae de
Pablo VI), con la finalidad de hacerlo más atractivo para la mentalidad común.
Pero, de este modo uno se olvida de que su belleza y fuerza atractiva están
precisamente en esta “novedad” que nos sorprende y desafía con propuestas
radicales.
El camino que Cristo nos propone como cristianos es “angosto” y la “puerta
estrecha”9, pero la Gracia del Señor
viene en nuestra ayuda. Ante los esposos cristianos, Cristo abre un horizonte
fascinante de santidad y hace que descubramos el matrimonio y la familia como
un camino privilegiado de santificación. Quizás nosotros, pastores y laicos, en
nuestra pastoral del matrimonio y la familia nos fiamos demasiado poco del
primado de la Gracia en la vida cristiana. A menudo, pensando en la
“viabilidad” de los principios evangélicos, nos referimos exclusivamente a los
criterios mundanos, descartando ciertas exigencias difíciles y delicadas. A
este respecto, podemos recordar el hermoso diálogo entre el cardenal Federigo y
Don Abbondio en la obra “Los novios” de Alessandro Manzoni: «¡Desgraciadamente!
– dijo Federigo, tal es nuestra mísera y terrible condición. Debemos exigir
rigurosamente de los demás lo que sólo Dios sabe si estaríamos dispuestos a
dar: debemos juzgar, corregir, reprender; ¡y sabe Dios lo que haríamos en el
mismo caso, lo que hemos hecho en casos parecidos! Pero, ¡ay si yo tomase mi
debilidad como medida del deber ajeno, como norma de mi enseñanza!». E
inmediatamente después, el cardenal Federigo añade una cosa importante: «Y sin
embargo no hay duda de que, junto con las doctrinas, yo debo dar ejemplo a los
demás, no asemejarme al doctor de la ley, que carga a los otros con pesos que
no pueden soportar, y que él no tocaría con un dedo»10.
Es una hermosa lección sobre la que vale la pena reflexionar.
En el debate sobre el estado del matrimonio y la familia actualmente
prevalecen tonos oscuros y más bien dramáticos. Asistimos a una peligrosa
proliferación de “falsos profetas”, que quieren convencernos de que la deriva
de la postmodernidad sea la última palabra de la historia y, en consecuencia,
irreversible, y que también nosotros los cristianos tenemos que obedecer a sus
potentes dictados en el anuncio del Evangelio de la familia. Pero en esta
difícil situación no podemos olvidar que el Señor de la historia es Cristo
mismo, que es Él quien nos precede fielmente. Seguros de esta certeza, el papa
Francisco quiere impulsar en la Iglesia una nueva época evangelizadora, marcada
por una alegría que brota no de cálculos humanos, sino de la esperanza
teológica. Entre los signos de tal esperanza hay que mencionar los numerosos y
multiformes carismas que el Espíritu Santo está regalando a la Iglesia de
nuestros días y de los que nacen tantos movimientos eclesiales y nuevas
comunidades. Son lugares que generan itinerarios de formación de extrema
eficacia en la fe de los laicos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos. Se trata
de itinerarios de iniciación cristiana que despiertan en los laicos un ímpetu y
valor misioneros impresionantes. Cuántos hombres y mujeres de nuestro tiempo,
gracias a esta nueva época asociativa de fieles laicos, han descubierto la
fascinante belleza del matrimonio y la familia, viviéndola como una verdadera
vocación y un camino concreto de santidad; cuántos se han abierto generosamente
a la vida (¡familias numerosas!); cuántos han redescubierto el valor de la
castidad en la vida matrimonial; cuántos matrimonios se han salvado cuando
estaban atravesando un período de crisis y estaban al borde de la separación;
cuánto empuje misionero han generado familias enteras, listas para partir y
anunciar la Buena Nueva en países de misión (¡ad gentes!). Mientras que
ante el Evangelio de la familia tantos dicen, como aquellos discípulos en la
sinagoga de Cafarnaún, «este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle
caso?» (Jn 6,60), y se van decepcionados, los laicos formados en el
ámbito de estas nuevas realidades eclesiales tienen el valor de decir junto a
Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Es más, estos laicos dicen al mundo en un modo convincente que el Evangelio de
la familia no es una utopía, sino un proyecto de vida por el que vale la pena
apostar. La nueva época asociativa de los fieles es por eso un importante signo
de esperanza para la Iglesia, que en esta hora de nuestra historia está
enfrentando el desafío de la grave crisis del matrimonio y la familia. Es
verdad que los laicos comprometidos en las diferentes realidades asociativas
son una minoría, pero – como decía el papa emérito Benedicto XVI – son una
“minoría creativa”, es decir determinante para el futuro del mundo. Por ello,
tales realidades merecen recibir mucho ánimo y apoyo.
Concluyo con las palabras de san Juan Pablo II, que el papa Francisco
definió el “Papa de la familia”: «El Evangelio no es la promesa de éxitos
fáciles. No promete a nadie una vida cómoda […]. En el Evangelio está contenida
una fundamental paradoja: para encontrar la vida, hay que perder la vida; para
nacer, hay que morir; para salvarse, hay que cargar con la Cruz. Ésta es la
verdad esencial del Evangelio, que siempre y en todas partes chocará contra la
protesta del hombre. Siempre y en todas partes el Evangelio será un desafío
para la debilidad humana. En ese desafío está toda la fuerza. Y el hombre,
quizá, espera en su subconsciente un desafío semejante; hay en él la necesidad
de superarse a sí mismo. Sólo superándose a sí mismo el hombre es plenamente
hombre»11. El Evangelio de la familia se
puede comprender sólo desde esta verdad fundamental…
1 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, núm.
86.
3 Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo
contemporáneo, Gaudium et Spes, núm. 47.
4 Benedicto XVI, Celebración ecuménica en la Iglesia del antiguo convento
de los agustinos de Erfurt, 23 de septiembre de 2011.
7 Francisco, Discurso durante el encuentro con los voluntarios de la XXVIII
Jornada Mundial de la Juventud, 28 de julio de 2013.
11 Juan Pablo II, Cruzando
el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, pág. 117.
No hay comentarios:
Publicar un comentario