En
el centro de esta celebración, que se presenta tan festiva, está la palabra que
hemos escuchado en el himno de la Carta a los Filipenses: “Se humilló a sí
mismo” (2, 8). La humillación de Jesús.
Esta
palabra nos desvela el estilo de Dios y, en consecuencia, el
que debe ser del cristiano: la humildad. Un estilo que nunca dejará
de sorprendernos y ponernos en crisis: nunca nos acostumbraremos a un Dios
humilde.
Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para
caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades. Esto se aprecia bien
leyendo la historia del Éxodo: ¡Qué humillación para el Señor oír todas
aquellas murmuraciones, aquellas quejas! Estaban dirigidas contra Moisés, pero,
en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la
esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la
libertad.
En
esta semana, la Semana Santa, que nos conduce a la Pascua,
seguiremos este camino de la humillación de Jesús. Y sólo así será “santa”
también para nosotros.
Veremos
el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él.
Asistiremos a la traición de Judas, uno de los Doce, que lo venderá por treinta
monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por
sus discípulos; llevado ante el Sanedrín, condenado a muerte, azotado y
ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la “roca” de los discípulos, lo negará tres
veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes,
pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los
soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de
espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz,
sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición
de Rey e Hijo de Dios.
Esta
es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay
otro. Y no hay humildad sin humillación.
Al
recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la “condición de
siervo” (Flp 2, 7). En efecto, “humildad quiere decir también
servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, “despojándose”,
como dice la Escritura (v. 7). Esta – este vaciarse – es la humillación más
grande.
Hay
otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La
mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito...
Es la otra vía. El maligno se la propuso también a Jesús
durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo.
Y, con él, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer
esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes
ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.
En
esto, nos ayuda y nos conforta el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, en
silencio y sin hacerse ver, renuncian cada día a sí mismos para servir a los
demás: un familiar enfermo, un anciano solo,
una persona con discapacidad, un sin techo...
Pensemos
también en la humillación de los que, por mantenerse fieles al Evangelio, son
discriminados y sufren las consecuencias en su propia carne. Y pensemos en
nuestros hermanos y hermanas perseguidos por ser cristianos, los mártires de
hoy – hay tantos – no reniegan de Jesús y soportan con dignidad
insultos y ultrajes. Lo siguen por su camino. Podemos hablar en verdad de “una
nube de testigos”: los mártires de hoy (cf. Hb 12, 1).
Durante
esta Semana Santa, pongámonos también
nosotros en este camino de la humildad, con tanto amor a Él, a nuestro Señor
y Salvador. El amor nos guiará y nos dará fuerza. Y, donde está él,
estaremos también nosotros (cf. Jn 12, 26).
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