(Zenit.org) Mons. Enrique Díaz Diaz |
Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18:
“Toma
a tu hijo único… y ofrécemelo en sacrificio”
Salmo 115: “Siempre
confiaré en el Señor”Romanos 8, 31-34:
“Dios nos entregó a su
propio Hijo”.San Marcos 9, 2-10: “Éste es mi Hijo amado”
Tremenda la prueba e incompresible la
oscuridad en la que camina Abraham buscando cumplir la voluntad de Dios: “Toma
a tu hijo único… y ofrécemelo en sacrificio”. Oscuridad y noche para
los cristianos que viven el conflicto, acusados y condenados en los primeros
pasos de la Iglesia como nos lo narra San Pablo. Doloroso e incomprensible el
camino de la cruz que Cristo propone a sus discípulos. Oscuras e
incomprensibles las situaciones de injusticia y de violencia que azotan a la
humanidad: guerras, crímenes, corrupción, iniquidad y hambre. ¡Cuánta oscuridad
en la vida del creyente! Parece una noche interminable. Quisiéramos saltarnos
el tiempo de la oscuridad y el dolor, y que pronto llegara la luz a nuestras
vidas. Encontrarnos con el feliz final que salva la vida a Isaac y hace brincar
de alegría a Abraham en la firmeza de su fe. Tener la plena seguridad de: “Si
Dios está con nosotros, ¿quién estará en contra nuestra?”. O llenarnos de
luz contemplando al Resucitado en el monte de la transfiguración. Pero no es
tan simple, se necesita recorrer el camino de la noche para encontrar la luz,
se necesita vivir la cruz para encontrar la resurrección.
Aunque los estudiosos aseguran que el
episodio del sacrificio de Abraham es una explicación del camino que siguieron
los pueblos nómadas para pasar del sacrificio humano a una comprensión más
profunda del verdadero culto, siempre he admirado la fe de Abraham que veía
desmoronarse todas sus esperanzas sacrificando a su propio hijo. Incomprensible
exigencia y fe ciega en un Dios tremendo. Muchas veces he reclamado al Señor
“su dureza de corazón y sus exigencias intransigentes” cuando se trata de
seguir su camino. ¿Cómo puede ser Dios tan insensible para exigir el sacrificio
del Hijo? Y hoy el Señor me responde en las palabras de San Pablo: “El
que no nos escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo
no va a estar dispuesto a dárnoslo todo junto con su Hijo?”. Más grande que
“la fe ciega” de Abraham, mucho más grande que mis supuestos sacrificios y
entregas, se nos presenta el amor incomprensible de un Dios que nos ama tanto
hasta darnos a su propio Hijo. ¡No hay punto de comparación! Si pudiéramos
experimentar vivamente ese amor, nuestros caminos tendrían más luz.
En este domingo, junto con los textos de
Abraham y la excelente explicación de San Pablo a los Romanos, se nos ofrece la
Transfiguración del Señor para iluminar no sólo nuestra cuaresma sino toda
nuestra vida. Colocada en el centro del Evangelio de San Marcos, la
transfiguración de Jesús se presenta como una de las escenas más importantes
del Nuevo Testamento. Es como mirar la meta hacia donde se dirigen los pasos
para no escatimar las dificultades del camino. San Marcos nos ayuda a
descubrir, a través del descubrimiento de los discípulos, la identidad de Jesús
y el sentido del propio camino. En este camino de descubrimiento no puede
faltar la gran clave de interpretación para comprender el misterio de Jesús: su
pasión y entrega amorosa como camino de la Resurrección que le otorga el Padre.
Tras las crisis y las dudas que pueden asaltar a los discípulos al contemplar a
un Mesías no triunfal sino triturado y despreciado, es el mismo Padre quien
habla para confirmar a Jesús en el camino que ha elegido. Es como una nueva
revelación parecida a la del Bautismo pero ahora dirigida también a los
discípulos. No basta conocer y saber que Jesús es el Mesías, el contemplarlo se
convierte en una norma de vida: “Ese es mi Hijo amado; escúchenlo”. Jesús
así, transformado en Palabra del Padre, nos revela la grandeza de un amor que
no conoce límites en su entrega. ¡Necesitamos escuchar esta Palabra! No ha
escatimado entregar a su propio Hijo por amor a la humanidad. ¡Tanto nos ama el
Padre! Es la luz que resplandece en el camino de la noche.
Así adquiere sentido el camino de
oscuridad que nos podría parecer nuestra travesía terrenal: está suscitado,
encaminado e iluminado por el amor infinito del Padre. Esta teofanía nos
explica también el camino de la cuaresma: es el tiempo de recogimiento y
silencio, de dolor y fortalecimiento, pero no para quedarse ocultos y
sobreprotegidos desdeñando el compromiso diario que nos lleve a transformar la
realidad. No podemos quedarnos contemplando al Hijo transfigurado, necesitamos
encontrarlo en cada uno de los hermanos crucificados de nuestro tiempo. Después
de contemplar a Jesús hay que descender al compromiso de cada día. El cristiano
se tiene que abrir y romper las protecciones para salir a enfrentarse a un
mundo de injusticias y sinsentido donde se lucha en medio de las tinieblas pero
con la fe puesta en el amor del Padre que nos ilumina. El discípulo tiene el
compromiso de romper sus capullos y no vivir entre algodones sino inmiscuirse
en la vida diaria para transformarla, probar el amargo sabor de la
incomprensión pero nunca perder el sentido de su actividad. Hay que arriesgarse
para ver la luz, pero no volar sin sentido, a tontas y a locas, sino recordar
cuál es el destino final que da orientación a nuestra vida: la muerte y
resurrección de Jesús. Así enfrentaremos las actividades diarias y les daremos
su justo valor.
Como lo ha reconocido el Papa Francisco
cualquiera de nosotros puede verse sumido en un abismo de dudas y desalientos
al contemplar tanto el proyecto personal, como la vida de la Iglesia o el
desarrollo de la sociedad. Son tiempos de falta de ideales, de tensiones y
guerras, de injusticias y corrupción, que pueden llevarnos a una desilusión y
abatimiento. Nos hemos equivocado en esperar resultados fáciles e inmediatos
sin tener presente la sabiduría y la paciencia de las contradicciones de la
cruz. Pero el pesimismo y la derrota son tentaciones que nos paralizan y no
podemos dejarnos atrapar en sus redes. Hoy el Señor Jesús nos llama a nosotros
para que lo contemplemos y nos llenemos de esperanza, no en el triunfo fácil,
no en la conquista victoriosa, sino en su mismo camino y enseñanza. Hay que
darse todo para llegar a su victoria. Él es la Palabra amorosa del Padre que
sostiene nuestro camino.
¿Cuál es mi actitud en los momentos de
crisis y dificultad? ¿Recuerdo el amor del Padre que me envuelve y acaricia?
¿Cómo es mi compromiso con los hermanos después de haber contemplado a Cristo
vivo y resucitado?
Padre Bueno, que nos mandas escuchar a tu
amado Hijo, fortalece nuestra fe y purifica nuestros ojos, para que
alegrándonos en la contemplación de tu gloria, nos comprometamos en la
transformación de nuestro mundo. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario