Texto
completo de la catequesis del Papa
Queridos
hermanos y hermanas ¡buenos días!
La
catequesis de hoy y la del miércoles próximo están dedicadas a los ancianos
que, en el ámbito de la familia, son los abuelos, tíos abuelos. Hoy
reflexionamos sobre la problemática condición actual de los ancianos y la
próxima vez, es decir el próximo miércoles, más en positivo, sobre la vocación
contenida en esta edad de la vida.
Gracias
a los progresos de la medicina la vida se ha prolongado: ¡pero la sociedad no
se ha “prolongado” a la vida! El número de los ancianos se ha multiplicado,
pero nuestras sociedades no se han organizado suficientemente para hacerles
lugar a ellos, con justo respeto y concreta consideración por su fragilidad y
su dignidad. Mientras somos jóvenes, tenemos la tendencia a ignorar la vejez,
como si fuera una enfermedad, una enfermedad que hay que tener lejos; luego
cuando nos volvemos ancianos, especialmente si somos pobres, estamos enfermos,
estamos solos, experimentamos las lagunas de una sociedad programada sobre la
eficacia, que en consecuencia, ignora a los ancianos. Y los ancianos son una
riqueza, no se pueden ignorar.
Benedicto
XVI, visitando una casa para ancianos, usó palabras claras y proféticas, decía
así: “La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga
también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en
la vida en común” (12 de noviembre 2012). Es verdad, la atención a los ancianos
hace la diferencia de una civilización. ¿En una civilización hay atención al
anciano? ¿Hay lugar para el anciano? Esta civilización seguirá adelante porque
sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos. Una civilización en
donde no hay lugar para los ancianos, en la que son descartados porque crean
problemas... es una sociedad que lleva consigo el virus de la muerte.
En
occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del
envejecimiento: los hijos disminuyen, los viejos aumentan. Este desequilibrio
nos interpela, es más, es un gran desafío para la sociedad contemporánea. Sin
embargo una cierta cultura del provecho insiste en hacer ver a los viejos como
un peso, una “lastre”. No sólo no producen sino que son una carga. En fin,
¿cuál es el resultado de pensar así? Hay que descartarlos. ¡Es feo ver a los
ancianos descartados, es una cosa fea, es pecado! ¡No nos atrevemos a decirlo
abiertamente, pero se hace! Hay algo vil en este acostumbrarse a la cultura del
descarte. Pero nosotros estamos acostumbrados a descartar a la gente.
Queremos
remover nuestro acrecentado miedo a la debilidad y a la vulnerabilidad; pero de
este modo aumentamos en los ancianos la angustia de ser mal soportados y
abandonados.
Ya
en mi ministerio en Buenos Aires toqué con la mano esta realidad con sus
problemas: «Los ancianos son abandonados, y no sólo en la precariedad material.
Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones que
reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben superar para
sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar ni ser
referentes según el modelo consumista de “sólo la juventud es aprovechable y
puede gozar”. Esos ancianos que deberían ser, para la sociedad toda, la reserva
sapiencial de nuestro pueblo. ¡Los ancianos son la reserva sapiencial de
nuestro pueblo! ¡Con qué facilidad, cuando no hay amor, se adormece la conciencia!»
(Sólo el amor nos puede salvar, Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y esto
sucede. Recuerdo cuando visitaba las casas de ancianos, hablaba con cada uno de
ellos y muchas veces escuché esto: “Ah, ¿cómo está usted? ¿Y sus hijos? -
Bien, bien - ¿Cuántos tiene? - Muchos.- ¿Y vienen a visitarla? - Sí, sí,
siempre. Vienen, vienen.- ¿Y cuándo fue la última vez que vinieron?” Y así la
anciana, recuerdo especialmente una que dijo: “Para Navidad”. ¡Y estábamos en
agosto! Ocho meses sin ser visitada por sus hijos, ¡ocho meses abandonada! Esto
se llama pecado mortal, ¿se entiende?
Una
vez, siendo niño, la abuela nos contó una historia de un abuelo anciano que
cuando comía se ensuciaba porque no podía llevarse bien la cuchara a la boca,
con la sopa. Y el hijo, es decir, el papá de la familia, tomó la decisión de
pasarlo de la mesa común a una pequeña mesita de la cocina, donde no se veía,
para que comiera solo. Pocos días después, llegó a casa y encontró a su hijo
más pequeño que jugaba con la madera, el martillo y clavos, y hacía algo ahí.
Entonces le pregunta: "Pero, ¿qué cosa haces?– Hago una mesa, papá.- ¿Una
mesa para qué? - Para cuando tú te vuelvas anciano, así puedes comer ahí”. ¡Los
niños tienen más conciencia que nosotros!
En
la tradición de la Iglesia hay un bagaje de sabiduría que siempre ha sostenido
una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento
afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Tal tradición está
arraigada en la Sagrada Escritura, como lo demuestran, por ejemplo, estas
expresiones del libro del Eclesiástico: «No te apartes de la conversación de
los ancianos, porque ellos mismos aprendieron de sus padres: de ellos
aprenderás a ser inteligente y a dar una respuesta en el momento justo» (Ecl
8,9).
La
Iglesia no puede y no quiere adecuarse a una mentalidad de intolerancia, y
menos aún de indiferencia y desprecio a los mayores. Debemos despertar el
sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de acogida, que haga sentir al
anciano parte viva de su comunidad.
Los
ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que nos han precedido en
nuestras mismas calles, en nuestra misma casa, en nuestra batalla cotidiana por
una vida digna. Son hombres y mujeres de quienes hemos recibido mucho. El
anciano no es un extraterrestre. El anciano somos nosotros: dentro de poco,
dentro de mucho, inevitablemente de todos modos, aunque no lo pensemos. Y si
nosotros no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a
nosotros.
Frágiles,
somos un poco todos los viejos. Algunos, sin embargo, son particularmente
débiles, muchos están solos, y marcados por la enfermedad. Algunos dependen de
cuidados indispensables y de la atención de los demás. ¿Haremos por ello un
paso atrás? ¿Los abandonaremos a su destino? Una sociedad sin proximidad, en
donde la gratuidad y el afecto sin compensación - incluso entre extraños - van
desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de
Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la cual
la proximidad y gratuidad dejaran de ser consideradas indispensables, perdería
con ellas su alma. Donde no hay honor para los ancianos, no hay futuro para los
jóvenes.
(Traducción
de italiano: María Cecilia Mutual, Griselda Mutual - RV)
Resumen de la catequesis del Papa Francisco
para los fieles de nuestro idioma:
Queridos
hermanos y hermanas:
La
catequesis de hoy está dedicada a la situación de los ancianos en la sociedad
actual.
Gracias
a los avances de la medicina, la vida del hombre se ha prolongado, pero nuestras
sociedades, a menudo basadas en el criterio de la eficacia, no han alargado el
corazón a esta realidad.
La
cultura del descarte considera a los mayores un lastre, un peso, pues no sólo
no producen, sino que además constituyen una carga y, aunque no se diga
abiertamente, a los ancianos se los desecha. Y muchas personas mayores viven
con angustia esta situación de desvalimiento y abandono.
Una
sociedad sin proximidad, donde la gratuidad y el afecto sin contrapartidas van
desapareciendo, es una sociedad perversa.
Fiel
a la Palabra de Dios, la tradición de la Iglesia siempre ha valorado a los
ancianos y ha dedicado un cuidado especial a esa etapa final de la vida. Por
eso mismo, no puede tolerar una mentalidad distante, indiferente y, menos aún,
de desprecio a los mayores, y pretende despertar el sentido colectivo de
gratitud y acogida, para que los ancianos lleguen a ser parte viva de la
sociedad.
Los
jóvenes de hoy serán los ancianos de mañana. También ellos lucharon por una
vida digna, recorriendo nuestras mismas calles y viviendo en nuestras casas.
Tengamos bien presente que donde los ancianos no son respetados, los jóvenes no
tienen futuro.
Saludo
a los peregrinos de lengua española venidos de España, México, Venezuela,
Argentina y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos, recordemos hoy a
los ancianos especialmente a los que están más necesitados, que viven solos,
que están enfermos, dependientes de los demás. Que puedan sentir la ternura del
Padre a través de la amabilidad y delicadeza de todos. Muchas gracias.
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