El
ser humano, para ser feliz, ha de entregarse, amar. El hombre es el único
animal que necesita una familia, y es así porque en su naturaleza está el
aceptar libremente a alguien y darse sin reservas. Sólo de esa forma encontrará
la plenitud.
Que un grupo de altos empresarios se
interese por el amor conyugal es algo fuera de lo común. Hace algunos meses
impartí una conferencia a uno muy selecto, tan selecto como internacional y
atípico. Lo único que los unía era su interés por la empresa, lo extraño es que
me solicitaron que les hablara del amor conyugal.
Al terminar la exposición, un mexicano
inició algo a caballo entre una pregunta y una reflexión pública: «Si no he
entendido mal, la calidad del amor entre los esposos no se juega sólo dentro
del matrimonio. Quien quiera amar de veras tiene que esforzarse por mejorar en
toda su vida».
Un sexto sentido me llevó a contener las
ganas de responderle y a permanecer en silencio. Y, en efecto, prosiguió: «Sólo
si voy siendo mejor persona podré querer más a mi mujer, pues tendré mucho más
que darle cada vez que me entregue a ella». Resistí de nuevo la tentación de
intervenir... y añadió: «Presiento además que si no encamino ese perfeccionarme
a la entrega, en el fondo lo estoy despilfarrando. Y me parece que eso
constituye un claro deber: cuanto mejor voy siendo, más obligado estoy a darme
a mi mujer y a mis hijos». El silencio se tornó más denso, acaso porque ni por
él mismo ni por los que le estaban oyendo —todos volcados en cuerpo y alma en
los negocios—, se atrevía a sacar la conclusión inevitable. Pero lo hizo: «Lo
cual quiere decir que mi verdadera y más radical realización no la encuentro en
la empresa, sino en mi familia».
Inversión
cardinal
Audaz, además de agudo. Sabía de qué
hablaba y lo que se estaba jugando: se refería a la necesidad de instaurar una
modificación profunda en la forma de entender y vivir las relaciones entre
familia y persona (y, como consecuencia, muchas otras, como las propiamente
laborales).
Durante bastante tiempo, aunque no de
manera exclusiva, la necesidad de la familia se ha explicado enfatizando la
múltiple y clara precariedad del hombre. Por ejemplo, respecto a la mera
supervivencia venía a decirse que, mientras la dotación instintiva permite a
los animales manejarse desde muy pronto por sí mismos, el niño abandonado a sus
propios recursos perecería inevitablemente. O se aducían razones psicológicas,
como la ineludible conveniencia de superar la soledad, de distribuir las
funciones en casa, el trabajo o los ámbitos del saber para lograr una mayor
eficacia.
Todo esto es cierto,
pero no alcanza el núcleo de la cuestión. Si desde antiguo se considera la
persona como lo más perfecto que existe en la naturaleza (perfectissimum in
tota natura); si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar su
dignidad y su grandeza... ¿no resulta extraño que los animales no necesiten
familia, mientras que al hombre le sea imprescindible sólo o principalmente en
función de su «inferioridad» respecto a ellos?
El cambio radical que pretendo subrayar
con estas líneas es que toda persona requiere de la familia justamente en
virtud de su eminencia o valía: de lo que en términos metafísicos podría
llamarse su excedencia en el ser.
Más allá de vivir
Por eso la persona está llamada a darse;
por eso puede definirse como principio (y término) de amor... siendo la entrega
el acto en que ese amor culmina.
Las plantas y los animales, por su misma
escasez de realidad, actúan de forma casi exclusiva para asegurarse la propia
pervivencia y la de su especie; gozan de poco ser, cabría decir, tienen que
dirigir toda su actividad a conservarlo y protegerlo: se cierran en sí mismos o
en su especie.
A la persona, por el contrario, por la
nobleza que su condición implica, «le sobra ser». De ahí que su operación más
propia, precisamente en cuanto persona, consista en darse, en amar. (Y de ahí
que sólo cuando ama en serio y se entrega sin tasa —«la medida del amor es amar
sin medida»—, alcanza la felicidad).
Un regalo a la altura
Para que alguien pueda darse es menester
otra realidad capaz y dispuesta a recibirlo o, mejor, a aceptarlo libremente. Y
«eso» sólo puede ser otro alguien, otra persona. En esto tenía razón mi
contertulio mexicano. Y también al unir esa exigencia de entrega con la
familia.
A menudo explico que, a pesar de la
conciencia que solemos tener de la propia pequeñez y de la ruindad de algunos
de nuestros pensamientos y acciones, es tanta la grandeza de nuestra condición
de personas que nada resulta digno de sernos regalado... excepto otra persona.
Cualquier otra realidad, incluso el trabajo o la obra de arte más excelsa, se
demuestra escasa para acoger la sublimidad ligada a la condición personal: ni
puede ser «vehículo» de mi persona, ni está a la altura de aquella a la que
pretendo entregarme.
De ahí que, con total independencia de su
valor material, el regalo sólo cumple su cometido en la medida en que yo me
comprometo —me «integro»— a él. («¿Regalo, don, entrega? / Símbolo puro, signo
/ de que me quiero dar», escribió magistralmente Pedro Salinas).
Pero decía que, además
de ser capaz, la otra persona tiene que estar dispuesta a acogerme de manera
incondicional: de lo contrario, mi entrega quedaría en mera ilusión, en una
especie de aborto. Si nadie me acepta, por más que me empeñe, resulta imposible
entregarme (actio est in passo, podría afirmarse tras las huellas de
Aristóteles: la acción de la entrega «está» —se cumple o actualiza— en la
medida en que el otro me acepta gustoso).
El hogar marca
El ámbito natural donde se acoge al ser
humano sin reservas, por el mero hecho de ser persona, es la familia. En
cualquier otra institución —en una empresa, por ejemplo— resulta legítimo, y a
menudo necesario, que se tengan en cuenta determinadas cualidades o aptitudes,
sin que al rechazarme por carecer de ellas se lesione en modo alguno mi
dignidad (el igualitarismo que hoy intenta imponerse para «evitar la
discriminación» sería aquí lo radicalmente injusto).
Por el contrario, una familia genuina
acepta a cada uno de sus miembros teniendo en cuenta, sí, su condición de
persona, como el resto de las instituciones (de ahí el famoso precepto kantiano
de «tratar siempre a la humanidad»); y además, su condición de persona. Y
basta. Al acogerlos, les permite entregarse y cumplirse como personas.
Por eso cabe afirmar que sin familia no
puede haber persona o, al menos, persona cumplida llevada a plenitud. Y ello,
según acabo de sugerir, no primariamente a causa de carencia alguna, sino al
contrario, en virtud de la propia excedencia, que «nos obliga» a entregarnos? o
quedar frustrados, por no llevar a término lo que demanda nuestra naturaleza,
nuestro ser.
Esta inversión de perspectivas (que no
niega la verdad del punto de vista complementario), tiene abundantes repercusiones.
Por ejemplo, en el ámbito doméstico,
explica que la familia no sea una institución «inventada» para los débiles y
desvalidos (niños, enfermos, ancianos); sino al contrario, cuanto más
perfección alcanza un ser humano, cuanto más maduro es el padre o la madre, más
precisa de su familia, justamente para crecer como persona, dándose y siendo
aceptado: amando, con la guardia baja, sin necesidad de «demostrar» nada para
ser querido.
Buena teoría...
Vida buena
Por otra parte, esta forma de comprender a
la persona repercute en el modo de legislar, en la política, en el trabajo...
Sólo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser humano podrán
establecerse las condiciones para que se desarrolle adecuadamente y sea feliz.
A menudo se oye que el problema
del hombre de hoy es el orgullo de querer ser como Dios. No lo niego. Pero
estimo que es más honda la afirmación opuesta: el gran handicap del
hombre contemporáneo es la falta de conciencia de su propia valía, que le lleva
a tratarse y tratar a los otros de una manera bufa y absurdamente infrahumana.
Schelling afirmaba que «el hombre se torna
más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza». Y
añadía: «Proveed al hombre de la conciencia de lo que efectivamente es y
aprenderá enseguida a ser lo que debe; respetadlo teóricamente y el respeto
práctico será una consecuencia inmediata». Para concluir: «el hombre debe ser
bueno teóricamente para devenirlo también en la práctica».
¿Exageración de un joven escritor? Estimo
que no, si el conocer lo entendemos adecuadamente, de modo que algo no llega a
saberse (simplemente a saberse) hasta que uno lo hace vida de la propia vida.
En lo estrictamente humano, como quería de
nuevo Aristóteles, la teoría —encaminada al amor— ostenta una prioridad
absoluta.
«Mini-personas»
Ahora bien, el modelo que rige buena parte
de las constituciones de los países «desarrollados» de nuestro entorno resulta
a menudo, de una suerte de mini-hombre, de persona reducida, casi contrahecha.
Quiero decir que, con más frecuencia de la
deseada, al hombre de hoy se le niegan —teórica y vitalmente: en la legislación
y en la estructura social— las características que definen la grandeza de su
humanidad; por ejemplo, la capacidad de conocer, de manera siempre imperfecta,
pero real.
Desde tal punto de vista, una
estructuración política auténtica tendría como base, junto con el
reconocimiento de la limitación del entendimiento humano, y mucho más fuerte
que él, la convicción de que la realidad es cognoscible. Por eso estaría basada
en el diálogo auténtico, genuino, de unos ciudadanos persuadidos de que con la
suma de las aportaciones de muchos podrán llegar a descubrir lo que cada
realidad efectivamente es y, por tanto, el comportamiento que reclama.
Por el contrario, tal parece que muchos
regímenes políticos actuales se basan en un relativismo escéptico, en la casi
contradictoria convicción de que la realidad no puede conocerse y, como
consecuencia, en la apelación al simple número y, con él, en el más tiránico y
sutil de los totalitarismos.
¿Otros ejemplos de lo que acabo de
calificar como modelo «cuasi constitucional» de mini-persona?
Apenas se concibe que el hombre actual
pueda amar a fondo, con un compromiso de por vida, jugándose a cara o cruz, a
una sola carta, como Marañón expusiera, el porvenir del propio corazón (de ahí
el avance de la admisión legal del divorcio, que impide casarse de por vida); o
que sea capaz de dar sentido al dolor, no por masoquismo, sino porque el
sufrimiento es parte integrante de la vida del hombre, y, cuando se rechaza
visceral y obsesivamente, junto con él se suprime la propia vida humana, cuyo
núcleo más noble lo constituye la capacidad de amar... (en el estado actual, el
sufrimiento es parte ineludible del amor: negado a ultranza el «derecho» a
padecer, se invalida simultáneamente la posibilidad de amar de veras).
En definitiva, si nos atenemos al modelo
subyacente en bastantes de las constituciones occidentales, el hombre de hoy ve
entorpecido el uso de sus dos atributos más constitutivos y ensalzadores: a)
conocer la verdad; y b) amar y hacer el bien... con cuanto uno y otro, y la
conjunción de ambos, llevan aparejado.
Darle la vuelta al mundo
Lo que acabo de apuntar refuerza tres de
mis más arraigadas convicciones.
a.
Una fe absoluta en el ser humano, en su
capacidad de rectificar el rumbo y superarse a sí mismo. No debe confundirse el
diagnóstico con la terapia. El diagnóstico no es nunca optimista o pesimista,
ni debería ser interesante o despreciable o lucrativo o desdeñable, sino sólo
verdadero o falso. ¡Qué daños traería consigo el «optimismo» que lleva a
diagnosticar y tratar como simple cefalea un tumor cerebral maligno!
b.
El hombre actual necesita advertir su
propia excelsitud para actuar de acuerdo con ella y alcanzar la propia
perfección y la dicha consiguiente.
c.
Que el «lugar natural» para «aprender a
ser persona», el único verdaderamente imprescindible y suficiente, es la
familia. No sólo el niño, también el adolescente que aparenta negarlo, el joven
ante el que se abre un abanico de posibilidades deslumbrante, el adulto en
plenitud de facultades, el anciano que parece declinar?, todos ellos forjan y
rehacen su índole personal, día tras día, en el seno del propio hogar.
Y, así templados y reconstituidos, son
capaces de darle la vuelta al mundo, de humanizarlo.
Por eso la familia.
Tomás Melendo: ConoZe. com
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