Predicación del Viernes Santo 2015
en la Basílica de San Pedro. P. Raniero Cantalamessa
Acabamos
de escuchar la historia del proceso de Jesús frente a Pilato. Hay un momento
sobre el que debemos detenernos…
“Pilato
mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se
la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose,
le decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’, y lo abofeteaban. Jesús salió,
llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: ¡Ecce homo!
¡Aquí tienen al hombre! (Jn 19, 1-5).
Entre
los numerosos cuadros que tienen por tema el Ecce Homo, hay uno que siempre me
ha impresionado. Es del pintor flamenco del siglo XVI, Jan Mostaert, y se
encuentra en la National Gallery de Londres. Trato de describirlo. Servirá para
una mejor impresión en la mente del episodio, ya que el pintor describe
fielmente con los colores los datos del relato evangélico, sobre todo el de
Marco (Mc 15,16-20).
Jesús
tiene en la cabeza una corona de espinas. Un manojo de arbustos espinosos que
se encontraba en el patio, preparado quizá para encender el fuego, dio a los
soldados la idea de esta cruel parodia de su realeza. De la cabeza de Jesús
descienden gotas de sangre. Tiene la boca medio abierta, como cuando cuesta
respirar. Sobre los hombres ya tiene puesto el manto pesado y desgastado, más
parecido al estaño que a una tela. ¡Y son hombros atravesados recientemente por
los golpes de la flagelación! Tiene las muñecas unidas por una cuerda gruesa;
en una mano le han puesto una caña en forma de cetro y en la otra un paquete de
varas, burlándose de los símbolos de su realeza. Jesús ya no puede ni mover un
dedo, es el hombre reducido a la impotencia más total, el prototipo de todos
los esposados de la historia.
Meditando
sobre la Pasión, el filósofo Blaise Pascal escribió un día estas palabras:
“Cristo agoniza hasta el final del mundo: no hay que dormir durante este
tiempo”[1]. Hay un sentido en el que estas palabras se aplican a la persona
misma de Jesús, es decir a la cabeza del cuerpo místico, no solo a sus
miembros. No, a pesar de que ahora está resucitado y vivo, sino precisamente
porque está resucitado y vivo. Pero dejemos a parte este significado demasiado
misteriosos para nosotros y hablemos del sentido más seguro de estas palabras.
Jesús agoniza hasta el final del mundo en cada hombre y mujer sometido a sus
mismos tormentos. “¡Lo han hecho a mí!” (Mt, 25, 40): esta palabra suya, no la
ha dicho solo por los que creen en Él; la ha dicho por cada hombre y mujer hambriento,
desnudo, maltratado, encarcelado.
Por
una vez no pensamos en las llagas sociales, colectivas: el hambre, la pobreza,
la injusticia, la explotación de los débiles. De estas se habla a menudo –
aunque si nunca suficiente – pero existe el riesgo de que se conviertan en
abstracto. Categorías, no personas. Pensamos más bien en el sufrimiento de los
individuos, en las personas con un nombre y una identidad precisa; además de
las torturas decididas a sangre fría y realizadas voluntariamente, en este
mismo momento, por seres humanos a otros seres humanos, incluso a niños.
¡Cuántos
“Ecce homo” en el mundo! ¡Dios mío, cuántos “Ecce homo”! Cuántos prisioneros
que se encuentran en las mismas condiciones de Jesús en el pretorio de Pilato:
solos, esposados, torturados, a merced de militares ásperos y llenos de odios,
que se abandonan a todo tipo de crueldad física y psicológica, divirtiéndose al
ver sufrir. “¡No hay que dormir, no hay que dejarles solos!”
La
exclamación “¡Ecce homo!” no se aplica solo a las víctimas, sino también a los
verdugos. Quiere decir: ¡de esto es capaz el hombre! Con temor y temblor,
decimos también: ¡de esto somos capaces los hombres! Qué lejos estamos de la
marcha inagotable del homo sapiens, el hombre que, según algunos, debía nacer
de la muerte de Dios y tomar su lugar.
Ciertamente,
los cristianos no son las únicas víctimas de la violencia homicida que hay en
el mundo, pero no se puede ignorar que en muchos países ellos son las víctimas
designadas y más frecuentes. La noticia de hoy es que 147 cristianos han sido
masacrados por la furia jihadista de los extremistas somalíes en un campus
universitario de Kenia. Jesús dijo un día a sus discípulos: «Llegará la hora en
que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios» (Jn 16,
2). Quizá nunca estas palabras han encontrado, en la historia, un cumplimiento
tan puntual como hoy.
Un
obispo del siglo III, Dionisio de Alejandría, nos dejó el testimonio de una
Pascua celebrada por los cristianos durante la feroz persecución del emperador
romano Decio: “Nos exiliaron y, solos entre todos, fuimos perseguidos y
asesinados. Pero también entonces celebramos la Pascua. Todo lugar donde se
sufría se convertía para nosotros en un lugar para celebrar la fiesta: ya fuera
un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión. Los mártires
perfectos celebraron la fiestas pascuales más espléndidas, al ser admitidos a
la fiesta celestial”[1]. Será así para muchos cristianos también la Pascua de
este año, el 2015 después de Cristo.
Ha
habido alguno que ha tenido la valentía de denunciar, en la prensa laica, la
inquietante indiferencia de las instituciones mundiales y de la opinión pública
frente a todo esto, recordando a qué ha llevado tal indiferencia en el
pasado[1]. Corremos el riesgo de ser todos, instituciones y personas del mundo
occidental, el Pilato que se lava las manos.
A
nosotros, sin embargo, en este día no se nos consiente hacer ninguna denuncia.
Traicionaríamos el misterio que estamos celebrando. Jesús murió gritando:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Esta oración no
es simplemente murmurada en voz baja; se grita para que se oiga bien. Es más,
no es ni siquiera una oración, es una petición perentoria, hecha con la
autoridad que le viene del ser el Hijo: “¡Padre, perdónalos!” Y ya que Él mismo
ha dicho que el Padre escuchaba cada una de sus oraciones (Jn 11, 42), debemos
creer que ha escuchado también esta última oración de la cruz, y que por tanto
los que crucificaron a Cristo han sido perdonados por Dios (por supuesto, no
sin antes haber tenido, de alguna manera, un arrepentimiento) y están con Él en
el paraíso, testimoniando por la eternidad hasta donde ha sido capaz de llegar
el amor de Dios.
La
ignorancia se verificaba, de por sí, exclusivamente en los soldados. Pero la
oración de Jesús no se limita a ellos. La grandeza divina de su perdón consiste
en que es ofrecida también a sus más encarnizados enemigos. Justamente en favor
de ellos aduce la disculpa de la ignorancia. Aunque hayan obrado con astucia y
malicia, en realidad no sabían lo que hacían, ¡no pensaban que estaban poniendo
en la cruz a un hombre que era realmente el Mesías e Hijo de Dios! En lugar de
acusar a sus adversarios o de perdonar confiando al Padre Celeste la tarea de
vengarlo, él los defiende.
Su
ejemplo propone a los discípulos una generosidad infinita. Perdonar con su
misma grandeza de ánimo no puede comportar simplemente una actitud negativa,
con la que se renuncia a querer el mal para quien hace el mal; tiene que
entenderse en cambio como una voluntad positiva de hacerles el bien, como
mínimo con una oración hacia Dios, en favor de ellos. «Rueguen por sus
perseguidores» (Mt 5, 44). Este perdón no puede encontrar ni siquiera una
consolación en la esperanza de un castigo divino. Tiene que estar inspirado por
una caridad que perdona al prójimo, sin cerrar entretanto los ojos delante a la
verdad, más bien intentando detener a los malvados de manera que no hagan más
mal a los otros y a sí mismos.
Nos
viene ganas de decir: “¡Señor, nos pides lo imposible!”. Nos respondería: “Lo
sé, pero yo he muerto para poder dar lo que les pido. No les he dado sólo el
mandamiento de perdonar y tampoco sólo un ejemplo heroico de perdón; con mi
muerte les he procurado la gracia que los vuelve capaces de perdonar. Yo no he
dejado al mundo sólo una enseñanza sobre la misericordia, como han hecho muchos
otros. Yo soy también Dios y desde mi muerte he hecho partir para ustedes ríos
de misericordia. De ellos pueden llenarse las manos en el año jubilar de la
misericordia que está a punto de abrirse”.
¿Entonces
- dirá alguno - seguir a Cristo es un volverse pasivo hacia la derrota y la
muerte? ¡Al contrario! “Tengan coraje”, les dijo a sus apóstoles antes de ir
hacia la Pasión: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Cristo ha vencido al
mundo, venciendo el mal del mundo. La victoria definitiva del bien sobre el
mal, que se manifestará al final de los tiempos, ya vino, de derecho y de
hecho, sobre la cruz de Cristo. Ahora – decía - ha llegado el juicio de este
mundo. (Jn 12, 31). Desde aquél día el mal pierde; y más pierde cuanto más
parece triunfar. Está ya juzgado y condenado en última instancia, con una
sentencia inapelable.
Jesús
le ha ganado a la violencia no oponiendo a esa una violencia más grande, pero
sufriéndola y poniendo al desnudo toda su injusticia y su inutilidad. Ha
inaugurado un nuevo género de victoria que san Agustín ha encerrado en tres
palabras: “Victor quia victima – Vencedor porque víctima”[1]. Fue “viéndolo
morir así”, que el centurión romano exclamó: “¡Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios!” (Mc 15,39). Los otros se preguntaban qué significaba el fuerte
grito que Jesús emitió muriendo (Mc 15,37). Él que era experto en combatientes
y combates, reconoció en seguida que era un grito de victoria.
El problema
de la violencia nos acecha, nos escandaliza, hoy que esta ha inventado formas
nuevas y horribles de crueldad y de barbarie. Nosotros los cristianos
reaccionamos horrorizados a la idea que se pueda matar en nombre de Dios.
Alguno entretanto objeta: ¿pero la Biblia no está ella misma llena de
violencia? ¿Dios no es llamado “el Señor de los ejércitos?” ¿No le es atribuida
la orden de enviar al exterminio ciudades enteras? ¿No es él quien ordena en la
Ley mosaica numerosos casos de pena de muerte?
Si
se hubiera dirigido a Jesús durante su vida, la misma objeción, él habría
respondido lo que respondió sobre el divorcio: «Moisés les permitió divorciarse
de su mujer, debido a la dureza del corazón de ustedes, pero al principio no
era sí». (Mt 19, 8). También a propósito de la violencia “al principio no era
así”. El primer capítulo del Génesis nos presenta un mundo en el que no es ni
siquiera pensable la violencia, ni entre los humanos, ni entre los hombres y
los animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel, o sea ni para castigar
a un asesino, es lícito asesinar (Jn 4, 15).
El
genuino pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento “No matar”, más
que por las excepciones hechas a esto en la Ley, que son concesiones a la
“dureza del corazón” y a las costumbres de los hombres. La violencia, después
del pecado hace parte lamentablemente de la vida y el Antiguo Testamento, que
refleja la vida y que tiene que servir a la vida, busca al menos con su
legislación y con la pena de muerte, canalizar y contener a la violencia para
que no degenere en arbitrio personal y no se destruyan mutuamente.
«Ustedes han oído que se dijo: "Ojo por ojo y diente por diente". Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra... Ustedes han oído que se dijo: Ustedes han oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y odiarás a tu enemigo». (Mt 5, 38-39; 43-44).
El
verdadero “Discurso de la montaña” que ha cambiado el mundo no es entretanto el
que Jesús pronunció un día en una colina de Galilea, sino aquel que proclama
ahora, silenciosamente desde la cruz. En el Calvario él pronuncia un definitivo
“¡no!” a la violencia, oponiendo a ella no simplemente la no-violencia, sino
aún más el perdón, la mansedumbre y el amor. Si habrá aún violencia esta no
podrá, ni siquiera remotamente, invocar a Dios y valerse de su autoridad. Hacerlo
significa hacer retroceder la idea de Dios a situaciones primitivas y groseras,
superadas por la conciencia religiosa y civil de la humanidad.
Los
verdaderos mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados, sino con las
manos unidas. Hemos visto tantos ejemplos. Es Dios quien a los 21 cristianos
coptos asesinados por el ISIS en Libia el 22 de febrero pasado, les ha dado la
fuerza de morir bajo los golpes, murmurando el nombre de Jesús. Y también
nosotros recemos:
“Señor
Jesucristo te pedimos por nuestros hermanos en la fe perseguidos, y por todos
los Ecce homo que hay en este momento en la faz de la tierra, cristianos y no
cristianos. María, a los pies de la cruz tú te has unido al Hijo y has
murmurado detrás de él: “¡Padre perdónalos!”: ayúdanos a vencer el mal con el
bien, no solo en el escenario grande del mundo, sino también en la vida
cotidiana, dentro de las mismas paredes de nuestra casa. Tú que “sufriendo con
el Hijo tuyo que moría en la cruz, has cooperado de una manera toda especial a la
obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente
caridad”[1], inspira a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo
pensamientos de paz, de misericordia y de perdón. Que así sea”.
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