"Comunicar
la familia: ambiente privilegiado del encuentro en la gratuidad del amor"
es el tema que ha elegido el Papa Francisco
En el
día de las comunicaciones sociales publicamos, nuevamente, el mensaje del Papa
Francisco del 23 de enero de 2015
"El
tema de la familia está en el centro de una profunda reflexión eclesial y de un
proceso sinodal que prevé dos sínodos, uno extraordinario –apenas celebrado– y
otro ordinario, convocado para el próximo mes de octubre. En este contexto, he
considerado oportuno que el tema de la próxima Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales tuviera como punto de referencia la familia. En efecto,
la familia es el primer lugar donde aprendemos a comunicar. Volver a este
momento originario nos puede ayudar, tanto a comunicar de modo más auténtico y
humano, como a observar la familia desde un nuevo punto de vista.
Podemos
dejarnos inspirar por el episodio evangélico de la visita de María a Isabel
(cf. Lc 1,39-56). «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, la criatura saltó
en su vientre, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a voz en grito:
“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”» (vv. 41-42).
Este
episodio nos muestra ante todo la comunicación como un diálogo que se entrelaza
con el lenguaje del cuerpo. En efecto, la primera respuesta al saludo de María
la da el niño saltando gozosamente en el vientre de Isabel. Exultar por la
alegría del encuentro es, en cierto sentido, el arquetipo y el símbolo de
cualquier otra comunicación que aprendemos incluso antes de venir al mundo. El
seno materno que nos acoge es la primera «escuela» de comunicación, hecha de
escucha y de contacto corpóreo, donde comenzamos a familiarizarnos con el mundo
externo en un ambiente protegido y con el sonido tranquilizador del palpitar
del corazón de la mamá.
Este
encuentro entre dos seres a la vez tan íntimos, aunque todavía tan extraños uno
de otro, es un encuentro lleno de promesas, es nuestra primera experiencia de
comunicación. Y es una experiencia que nos acomuna a todos, porque todos
nosotros hemos nacido de una madre.
Después
de llegar al mundo, permanecemos en un «seno», que es la familia. Un seno hecho
de personas diversas en relación; la familia es el «lugar donde se aprende a
convivir en la diferencia» (Exort. ap. Evangelii gaudium, 66): diferencias de
géneros y de generaciones, que comunican antes que nada porque se acogen
mutuamente, porque entre ellos existe un vínculo. Y cuanto más amplio es el
abanico de estas relaciones y más diversas son las edades, más rico es nuestro
ambiente de vida. Es el vínculo el que fundamenta la palabra, que a su vez
fortalece el vínculo. Nosotros no inventamos las palabras: las podemos usar
porque las hemos recibido.
En la
familia se aprende a hablar la lengua materna, es decir, la lengua de nuestros
antepasados (cf. 2 M 7,25.27). En la familia se percibe que otros nos han
precedido, y nos han puesto en condiciones de existir y de poder, también
nosotros, generar vida y hacer algo bueno y hermoso. Podemos dar porque hemos
recibido, y este círculo virtuoso está en el corazón de la capacidad de la
familia de comunicarse y de comunicar; y, más en general, es el paradigma de
toda comunicación.
La
experiencia del vínculo que nos «precede» hace que la familia sea también el
contexto en el que se transmite esa forma fundamental de comunicación que es la
oración. Cuando la mamá y el papá acuestan para dormir a sus niños recién
nacidos, a menudo los confían a Dios para que vele por ellos; y cuando los
niños son un poco más mayores, recitan junto a ellos oraciones simples,
recordando con afecto a otras personas: a los abuelos y otros familiares, a los
enfermos y los que sufren, a todos aquellos que más necesitan de la ayuda de
Dios. Así, la mayor parte de nosotros ha aprendido en la familia la dimensión
religiosa de la comunicación, que en el cristianismo está impregnada de amor,
el amor de Dios que se nos da y que nosotros ofrecemos a los demás.
Lo que
nos hace entender en la familia lo que es verdaderamente la comunicación como
descubrimiento y construcción de proximidad es la capacidad de abrazarse,
sostenerse, acompañarse, descifrar las miradas y los silencios, reír y llorar
juntos, entre personas que no se han elegido y que, sin embargo, son tan
importantes las unas para las otras. Reducir las distancias, saliendo los unos
al encuentro de los otros y acogiéndose, es motivo de gratitud y alegría: del
saludo de María y del salto del niño brota la bendición de Isabel, a la que
sigue el bellísimo canto del Magnificat, en el que María alaba el plan de amor
de Dios sobre ella y su pueblo.
De un
«sí» pronunciado con fe, surgen consecuencias que van mucho más allá de
nosotros mismos y se expanden por el mundo. «Visitar» comporta abrir las
puertas, no encerrarse en uno mismo, salir, ir hacia el otro. También la
familia está viva si respira abriéndose más allá de sí misma, y las familias
que hacen esto pueden comunicar su mensaje de vida y de comunión, pueden dar
consuelo y esperanza a las familias más heridas, y hacer crecer la Iglesia
misma, que es familia de familias.
La
familia es, más que ningún otro, el lugar en el que, viviendo juntos la
cotidianidad, se experimentan los límites propios y ajenos, los pequeños y
grandes problemas de la convivencia, del ponerse de acuerdo. No existe la
familia perfecta, pero no hay que tener miedo a la imperfección, a la
fragilidad, ni siquiera a los conflictos; hay que aprender a afrontarlos de
manera constructiva. Por eso, la familia en la que, con los propios límites y
pecados, todos se quieren, se convierte en una escuela de perdón.
El
perdón es una dinámica de comunicación: una comunicación que se desgasta, se
rompe y que, mediante el arrepentimiento expresado y acogido, se puede reanudar
y acrecentar. Un niño que aprende en la familia a escuchar a los demás, a
hablar de modo respetuoso, expresando su propio punto de vista sin negar el de
los demás, será un constructor de diálogo y reconciliación en la sociedad.
A
propósito de límites y comunicación, tienen mucho que enseñarnos las familias
con hijos afectados por una o más discapacidades.
El
déficit en el movimiento, los sentidos o el intelecto supone siempre una
tentación de encerrarse; pero puede convertirse, gracias al amor de los padres,
de los hermanos y de otras personas amigas, en un estímulo para abrirse,
compartir, comunicar de modo inclusivo; y puede ayudar a la escuela, la
parroquia, las asociaciones, a que sean más acogedoras con todos, a que no
excluyan a nadie.
Además,
en un mundo donde tan a menudo se maldice, se habla mal, se siembra cizaña, se
contamina nuestro ambiente humano con las habladurías, la familia puede ser una
escuela de comunicación como bendición. Y esto también allí donde parece que
prevalece inevitablemente el odio y la violencia, cuando las familias están
separadas entre ellas por muros de piedra o por los muros no menos
impenetrables del prejuicio y del resentimiento, cuando parece que hay buenas
razones para decir «ahora basta»; el único modo para romper la espiral del mal,
para testimoniar que el bien es siempre posible, para educar a los hijos en la
fraternidad, es en realidad bendecir en lugar de maldecir, visitar en vez de
rechazar, acoger en lugar de combatir.
Hoy,
los medios de comunicación más modernos, que son irrenunciables sobre todo para
los más jóvenes, pueden tanto obstaculizar como ayudar a la comunicación en la
familia y entre familias. La pueden obstaculizar si se convierten en un modo de
sustraerse a la escucha, de aislarse de la presencia de los otros, de saturar
cualquier momento de silencio y de espera, olvidando que «el silencio es parte
integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de
contenido» (Benedicto XVI, Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales, 24 enero 2012).
La
pueden favorecer si ayudan a contar y compartir, a permanecer en contacto con
quienes están lejos, a agradecer y a pedir perdón, a hacer posible una y otra
vez el encuentro. Redescubriendo cotidianamente este centro vital que es el
encuentro, este «inicio vivo», sabremos orientar nuestra relación con las
tecnologías, en lugar de ser guiados por ellas. También en este campo, los
padres son los primeros educadores. Pero no hay que dejarlos solos; la comunidad
cristiana está llamada a ayudarles para vivir en el mundo de la comunicación
según los criterios de la dignidad de la persona humana y del bien común.
El
desafío que hoy se nos propone es, por tanto, volver a aprender a narrar, no
simplemente a producir y consumir información. Esta es la dirección hacia la
que nos empujan los potentes y valiosos medios de la comunicación
contemporánea. La información es importante pero no basta, porque a menudo
simplifica, contrapone las diferencias y las visiones distintas, invitando a
ponerse de una u otra parte, en lugar de favorecer una visión de conjunto.
La
familia, en conclusión, no es un campo en el que se comunican opiniones, o un
terreno en el que se combaten batallas ideológicas, sino un ambiente en el que
se aprende a comunicar en la proximidad y un sujeto que comunica, una
«comunidad comunicante». Una comunidad que sabe acompañar, festejar y
fructificar. En este sentido, es posible restablecer una mirada capaz de
reconocer que la familia sigue siendo un gran recurso, y no sólo un problema o
una institución en crisis.
Los
medios de comunicación tienden en ocasiones a presentar la familia como si
fuera un modelo abstracto que hay que defender o atacar, en lugar de una
realidad concreta que se ha de vivir; o como si fuera una ideología de uno
contra la de algún otro, en lugar del espacio donde todos aprendemos lo que
significa comunicar en el amor recibido y entregado. Narrar significa más bien
comprender que nuestras vidas están entrelazadas en una trama unitaria, que las
voces son múltiples y que cada una es insustituible.
La
familia más hermosa, protagonista y no problema, es la que sabe comunicar,
partiendo del testimonio, la belleza y la riqueza de la relación entre hombre y
mujer, y entre padres e hijos. No luchamos para defender el pasado, sino
que trabajamos con paciencia y confianza, en todos los ambientes en que vivimos
cotidianamente, para construir el futuro.
(Texto
distribuido por la Sala de Prensa del Vaticano © Copyright - Libreria
Editrice Vaticana)
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