Texto de la catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas,
Quiero darles la bienvenida porque he visto entre ustedes tantas
familias, ¡Buenos días a todas las familias! Continuamos a reflexionar sobre la
familia.
Hoy nos detendremos para reflexionar en una característica
esencial de la familia, es decir, su naturaleza vocacional a educar los hijos
para que crezcan en la responsabilidad de sí mismos y de los otros. Aquello que
hemos escuchado del apóstol Pablo, al inicio, es muy bello: «Ustedes, hijos,
obedezcan a los padres en todo; porque esto agrada al Señor. Ustedes, padres,
no exasperen a sus hijos, para que no se desalienten» (Col, 3, 20-21). Esta es
una regla sabia: el hijo que es educado a escuchar a los padres y a obedecer a
los padres, quienes no deben de mandar en un feo modo, para no desanimar a los
hijos. Los hijos, de hecho, deben crecer sin desanimarse, paso a paso. Si
ustedes padres dicen a los hijos: ‘Subimos sobre esa escalera’ y los toman de la
mano y paso a paso les ayudan a subir, las cosas irán bien. Pero si ustedes
dice: “Ve allá” - “Pero no puedo” – “Ve”, esto se llama exasperar a los hijos,
pedir a los hijos las cosas que no son capaces de hacer.
Por esto, la relación entre los padres y los hijos debe ser de una
sabiduría, de un equilibrio, muy grande. Hijos obedezcan a sus padres, eso le
gusta a Dios. Y ustedes padres, no exasperen a los hijos, pidiéndoles cosas que
no pueden hacer. Y esto es necesario hacer para que los hijos crezcan en la
responsabilidad de sí mismos y de los demás.
Parecería una constatación obvia, sin embargo, en nuestros tiempos
no faltan las dificultades. Es difícil para los padres educar a sus hijos a
quienes ven sólo por la noche, cuando vuelven a casa cansados del trabajo.
¡Aquellos que tienen la suerte de tener trabajo! Y aún más difícil para los
padres separados, a quienes les pesa esta condición: pobres, han tenido
dificultades, se han separado y tantas veces el hijo es usado como rehén y el
papá le habla mal de la mamá y la mamá le habla mal del papá, y se hace tanto
mal. Pero yo digo a los padres separados: ¡nunca, nunca, nunca usar al hijo
como rehén! Se han separado por tantas dificultades y motivos, la vida les ha
dado esta prueba, pero que los hijos no sean quienes carguen el peso de esta
separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge, que crezcan
escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no están juntos, y que el
papá hable bien de la mamá. Para los padres separados esto es muy importante y
muy difícil, pero pueden hacerlo.
Pero, sobre todo, la pregunta ¿Cómo educar? ¿Qué tradición tenemos
hoy para transmitir a nuestros hijos? Intelectuales ‘críticos’ de todo tipo han
callado a los padres en mil modos, para defender las jóvenes generaciones de
daños – varios o presuntos – de la educación familiar. La familia ha sido
acusada, entre otros, de autoritarismo, de favoritismo, de conformismo, de
represión afectiva que genera conflictos.
De hecho, se ha abierto una grieta entre la familia y la sociedad,
entre la familia y la escuela, el pacto educativo hoy se ha roto, y así la
alianza educativa de la sociedad con la familia ha entrado en crisis porque se
ha minado la confianza recíproca. Los síntomas son muchos. Por ejemplo, en la
escuela se han comprometido las relaciones entre los padres y los profesores. A
veces hay tensiones y desconfianza recíproca; y las consecuencias naturalmente
recaen sobre los hijos.
Por otro lado, se han multiplicado los llamados ‘expertos’, que
han ocupado el papel de los padres también en los aspectos más íntimos de la
educación. Sobre la vida afectiva, sobre la personalidad y el desarrollo, sobre
los derechos y sus deberes, los ‘expertos’ saben todo: objetivos, motivaciones,
técnicas.
Y los padres sólo deben escuchar, aprender a adecuarse. A menudo,
privados de su papel, se vuelven excesivamente aprensivos y posesivos con
respecto a sus hijos, hasta llegar a no corregirlos nunca: “Tú no puedes
corregir al hijo”. Tienden a confiarles siempre más a los ‘expertos’, también
para los aspectos más delicados y personales de su vida, colocándolos en un
rincón solos; y así los padres hoy corren el riesgo de autoexcluirse de la vida
de sus hijos. ¡Y esto es gravísimo! Hoy hay casos de este tipo. No digo que
suceda siempre, pero existen. La maestra en la escuela regaña al niño y hace
una nota a los padres.
Yo recuerdo una anécdota personal. Una vez, cuando estaba en
cuarto grado de la escuela primaria he dicho una mala palabra a la maestra y la
maestra, una buena mujer, ha llamado a mi mamá. Ella ha ido el día siguiente,
han hablado entre ellas y después me han llamado. Mi mamá delante a la
profesora me ha explicado que aquello que yo había hecho era algo malo, que no
debía hacerlo; pero mi mamá lo ha hecho con tanta dulzura y me ha pedido
pedirle perdón a la maestra. Yo lo he hecho y después me he quedado contento
porque he dicho: ‘ha terminado bien la historia’. ¡Pero eso era el primer
capítulo! Cuando regresé a casa, comenzó el segundo capítulo… Imagínense
ustedes, hoy, si la maestra hace algo de este tipo, al día siguiente se
encuentra a los dos padres o a uno de los dos a regañarla, porque los
‘expertos’ dicen que los niños no se deben regañar así. ¡Han cambiado las cosas!
Por este motivo, los padres no deben autoexcluirse de la educación de los hijos.
Es evidente que este enfoque no es bueno: no es armónico, no es
dialógico, y en lugar de favorecer la colaboración entre la familia y los otros
agentes educativos, las escuelas, los gimnasios…. los contrapone.
¿Cómo hemos llegado a este punto? No hay duda que los padres, o
mejor, ciertos modelos educativos del pasado tenían algunos límites, no hay
duda. Pero es también verdad que hay errores que sólo los padres están
autorizados a hacer, porque pueden compensarlos de un modo que es imposible a
ningún otro.
Por otra parte, lo sabemos bien, la vida se ha convertido en avara
de tiempo para hablar, reflexionar, confrontarse. Muchos padres son
‘secuestrados’ por el trabajo – papá y mamá deben trabajar- y por otras
preocupaciones, avergonzados de las nuevas exigencias de los hijos y de la
complejidad de la vida actual, - que es así, debemos aceptarla como es - y se
encuentran como paralizados por el temor a equivocarse.
El problema, sin embargo, no es sólo hablar. De hecho, un diálogo
superficial no conduce a un verdadero encuentro de la mente y del corazón.
Preguntémonos más bien: ¿Buscamos entender ‘dónde’ los hijos
verdaderamente están en su camino? ¿Dónde está realmente su alma? ¿Lo sabemos?
Y sobre todo: ¿Lo queremos saber? ¿Estamos convencidos de eso, en
realidad, no esperan algo más?
Las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer apoyo a la
misión educativa de las familias, y lo hacen sobre todo con la luz de la
Palabra de Dios. El apóstol Pablo recuerda la reciprocidad de los deberes entre
los padres y los hijos: «Ustedes, hijos, obedezcan a los padres en todo; porque
esto agrada al Señor. Ustedes, padres, no exasperen a sus hijos, para que no se
desalienten» (Col, 3, 20-21). En la base de todo está el amor, aquel que Dios
nos dona, que «no falta al respeto, no busca su propio interés, no se enoja, no
toma en cuenta el mal recibido… todo perdona, todo cree, todo espera, todo
soporta» (1 Cor 13, 5-6).
También en las mejores familias es necesario soportarse y ¡Se
necesita tanta paciencia para soportarse! Pero es así la vida. La vida no se
hace en laboratorio, se hace en la realidad. El mismo Jesús ha pasado a través
de la educación familiar.
En este caso, la gracia del amor de Cristo lleva a cumplir lo que
está inscrito en la naturaleza humana. ¡Cuántos ejemplos estupendos tenemos de
padres cristianos llenos de sabiduría humana! Ellos muestran que la buena
educación familiar es la columna vertebral del humanismo. Su irradiación social
es el recurso que permite compensar las lagunas, las heridas, los vacíos de
paternidad y maternidad que tocan los hijos menos afortunados. Esta irradiación
puede hacer auténticos milagros. ¡Y en la Iglesia suceden cada día estos
milagros!
Deseo que el Señor done a las familias cristianas la fe, la
libertad y la valentía necesarias para su misión. Si la educación familiar
reencuentra el orgullo de su protagonismo, muchas cosas mejorarán, para los
padres inciertos y para los hijos decepcionados.
Es el momento en que los padres y las madres regresen de su
exilio, - porque se han auto-exiliado de la educación de los hijos -, y
re-asuman plenamente su papel educativo. Esperemos que el Señor conceda a los
padres esta gracia: de no auto-exiliarse en la educación de los hijos. Y esto
solamente puede hacerlo el amor, la ternura y la paciencia.
(Traducción del italiano de Mercedes De La
Torre - RV)
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