Texto de la meditación del Papa Francisco antes de rezar el Regina
Coeli de la Solemnidad del Pentecostés:
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La fiesta de Pentecostés nos hace revivir los inicios de la
Iglesia. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra que, cincuenta días
después de la Pascua, en la casa donde se encontraban los discípulos de Jesús,
“vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento (…) y todos
quedaron llenos del Espíritu Santo” (2,1-2). De esta efusión los discípulos son
transformados completamente: el miedo se cambia en coraje, la cerrazón cede el
lugar al anuncio y toda duda es aplastada por la fe llena de amor. Es el
“bautismo” de la Iglesia, que así comenzaba su camino en la historia, guiada
por la fuerza del Espíritu Santo.
Aquel evento, que cambia el corazón y la vida de los
Apóstoles y de los demás discípulos, se repercute inmediatamente fuera del
Cenáculo. En efecto, aquella puerta mantenida cerrada durante cincuenta días,
finalmente es abierta de par en par, y la primera Comunidad cristiana, ya no
replegada sobre sí misma, comienza a hablar a las muchedumbres de diversa procedencia
de las grandes cosas que Dios ha hecho (cfr. v. 11), es decir, de la
Resurrección de Jesús, que había sido crucificado. Y cada uno de los presentes
escucha hablar a los discípulos en su propia lengua. El don del Espíritu
restablece la armonía de las lenguas que se había perdido en Babel y prefigura
la dimensión universal de la misión de los Apóstoles. La Iglesia no nace
aislada, nace universal, una, católica, con una identidad precisa pero
abierta a todos, no cerrada, una identidad que abraza al mundo entero, sin
excluir a nadie. A nadie la Iglesia cierra la puerta en la cara, ¡a nadie! Ni
siquiera al más pecador, ¡a nadie! Y esto por la fuerza, por la gracia del
Espíritu Santo. La madre Iglesia abre, abre de par en par sus puertas a todos
porque es madre.
El Espíritu Santo, derramado en Pentecostés en el corazón
de los discípulos, es el inicio de una nueva estación: la estación del
testimonio y de la fraternidad. Es una estación que viene de lo alto, de Dios,
como las lenguas de fuego que se posaban sobre la cabeza de cada discípulo. Era
la llama del amor que quema toda aspereza; era la lengua del Evangelio que
atraviesa los confines puestos por los hombres y toca los corazones de la
muchedumbre, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad. Como aquel día de
Pentecostés, el Espíritu Santo es derramado continuamente también hoy sobre la
Iglesia y sobre cada uno de nosotros para que salgamos de nuestras
mediocridades y de nuestras cerrazones y comuniquemos al mundo entero el amor
misericordioso del Señor. Comunicar el amor misericordioso del Señor:
¡Esta es nuestra misión!
También a nosotros se nos da como don la “lengua” del
Evangelio y el “fuego” del Espíritu Santo, para que mientras anunciamos a
Jesús resucitado, vivo y presente entre nosotros, enardezcamos nuestro corazón
y también el corazón de los pueblos acercándolos a Él, camino, verdad y vida.
Nos encomendamos a la materna intercesión de María
Santísima, que estaba presente como Madre en medio de sus discípulos en el
Cenáculo: es la madre de la Iglesia, la madre de Jesús que se ha convertido en
madre de la Iglesia. Nos encomendamos a Ella a fin de que el Espíritu descienda
abundantemente sobre la Iglesia de nuestro tiempo, colme los corazones de todos
los fieles y encienda en ellos el fuego de su amor.
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