Señor Presidente, Señoras y Señores
Vicepresidentes,
Señoras
y Señores Eurodiputados,
Trabajadores
en los distintos ámbitos de este hemiciclo,
Queridos
amigos
Les
agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución
fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen
de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de
ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan. Agradezco
particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las cordiales
palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los miembros de la
Asamblea.
Mi
visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan Pablo
II. Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el mundo. No
existen los bloques contrapuestos que antes dividían el Continente en dos, y se
está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose soberanamente
instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado
la geografía y aún más la historia».
Junto
a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido
movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre
menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece
ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, que
tiende a sentirse menos protagonista en un contexto que la contempla a menudo
con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha. Al dirigirme hoy a
ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos los ciudadanos
europeos un mensaje de esperanza y de aliento.Un mensaje de esperanza basado en
la confianza de que las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras
de unidad, para vencer todos los miedos que Europa – junto a todo el mundo –
está atravesando. Esperanza en el Señor, que transforma el mal en bien y la
muerte en vida.
Un
mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores
de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de
trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión
entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso proyecto
político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o
sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente.
Quisiera
subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras:
«dignidad» y «trascendente». La «dignidad» es la palabra clave que ha
caracterizado el proceso de recuperación en la segunda postguerra. Nuestra
historia reciente se distingue por la indudable centralidad de la promoción de
la dignidad humana contra las múltiples violencias y discriminaciones, que no
han faltado, tampoco en Europa, a lo largo de los siglos. La percepción de la
importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un
largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios, que ha
contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e
irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra su fundamento no sólo en los
eventos históricos, sino, sobre todo, en el pensamiento europeo, caracterizado
por un rico encuentro, cuyas múltiples y lejanas fuentes provienen de Grecia y
Roma, de los ambientes celtas, germánicos y eslavos, y del cristianismo que los
marcó profundamente, dando lugar al concepto de «persona». Hoy, la
promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso
de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto
en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un
compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las
que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede
programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden
ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente,
¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el
propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué
dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la
fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede
tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación?
¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo
necesario para vivir o, todavía peor, el trabajo que le otorga dignidad? Promover
la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables,
de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en
beneficio de intereses económicos.
Es
necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de
una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los
mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre
más amplia de los derechos individuales, que esconde una concepción de persona
humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una
«mónada» , cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su alrededor.
Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente
esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo
sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el
cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común
de la sociedad misma.
Considero
por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos
que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la
del bien común, con ese «todos nosotros» formado por individuos, familias y
grupos intermedios que se unen en comunidad social. En efecto, si el derecho de
cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por
concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de
conflictos y de violencias. Así, hablar de la dignidad trascendente del
hombre, significa apelarse a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir
el bien del mal, a esa «brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha
impreso en el universo creado; significa sobre todo mirar al hombre no como un
absoluto, sino como un ser relacional. Una de las enfermedades que veo más
extendidas hoy en Europa es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno. Se
ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su destino, como
también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades para el
futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades
y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un
futuro mejor.
Esta soledad se ha agudizado
por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía con consecuencias
dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar que, en el curso
de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la Unión Europea, ha ido
creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a instituciones
consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se sienten lejanas de
la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde muchas partes se
recibe una impresión general de cansancio y de envejecimiento, de una Europa
anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales que han
inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los
tecnicismos burocráticos de sus instituciones.
A eso se asocian algunos
estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una opulencia
insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y sobre
todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las cuestiones
técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una
orientación antropológica auténtica. El ser humano corre el riesgo de ser
reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien
de consumo para ser utilizado, de modo que – lamentablemente lo percibimos a
menudo –, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin
tantos reparos, como en el caso de los enfermos terminales, de los ancianos abandonados
y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.
Este es el gran equívoco que se
produce «cuando prevalece la absolutización de la técnica», que termina por
causar «una confusión entre los fines y los medios». Es el resultado inevitable
de la «cultura del descarte» y del «consumismo exasperado». Al contrario,
afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida
humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de
intercambio o de comercio. Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están
llamados también a una gran misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de
la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere
decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista
y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de
la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y
la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal
y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.
Por lo tanto, ¿cómo devolver la
esperanza al futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes generaciones, se
encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en
paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los
propios deberes?
Para
responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más
célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano representa la
Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el
dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir hacia
el cielo; el segundo tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia
la tierra, la realidad concreta. Me parece una imagen que describe bien a
Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la
tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha
caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su
capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas.
El futuro de Europa depende del
redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una
Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una
Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel
«espíritu humanista» que, sin embargo, ama y defiende.
Precisamente a partir de la
necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la centralidad de
la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del
momento. En este sentido, considero fundamental no sólo el patrimonio que el
cristianismo ha dejado en el pasado para la formación cultural del continente,
sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el futuro para su
crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro para la laicidad de
los Estados y para la independencia de las instituciones de la Unión, sino que
es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han formado desde el
principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un
humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la persona.
Por ello, quisiera renovar la
disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia Católica, a través de la
Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE), para mantener un
diálogo provechoso, abierto y trasparente con las instituciones de la Unión
Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de apreciar las
propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede
ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en el
mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los ideales, como lo
vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente este olvido de Dios,
en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia».48
A
este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y
persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y
particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y personas
que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y
patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y
quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos.
El lema de la Unión Europea es
Unidad en la diversidad, pero la unidad no significa uniformidad política,
económica, cultural, o de pensamiento. En realidad, toda auténtica unidad vive
de la riqueza de la diversidad que la compone: como una familia, que está tanto
más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin
temor. En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos, que
podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben conjugar
sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad propia de cada
uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia y de
sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y fobias. Poner en el centro
la persona humana significa sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro
y la propia creatividad, sea en el ámbito particular que como pueblo.
Por otra parte, las
peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en la medida en
que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la arquitectura
propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de solidaridad y
subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda caminar,
animados por la confianza recíproca.
En esta dinámica de
unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y Señoras Eurodiputados,
la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la democracia de los pueblos de
Europa. No se nos oculta que una concepción uniformadora de la globalidad daña
la vitalidad del sistema democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y
constructivo, de las organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De
esta manera se corre el riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera
palabra, de la imagen, del sofisma… y se termina por confundir la realidad de
la democracia con un nuevo nominalismo político. Mantener viva la democracia en
Europa exige evitar tantas «maneras globalizantes» de diluir la realidad: los
purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
Mantener viva la realidad de
las democracias es un reto de este momento histórico, evitando que su fuerza
real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea desplazada ante las
presiones de intereses multinacionales no universales, que las hacen más
débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder financiero al
servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la historia nos ofrece.
Dar
esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona
humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de
invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan
fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la
familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia
unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar
esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con
graves consecuencias sociales. Por otra parte, subrayar la importancia de la
familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas
generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a
vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un
hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles.
Junto a la familia están las
instituciones educativas: las escuelas y universidades. La educación no puede
limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos, sino que debe
favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona humana en su
totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación adecuada y
completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión. Numerosas son
las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la investigación
científica, algunos de los cuales no están explorados todavía completamente.
Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de energía, cuyo
desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente.
Europa ha estado siempre en
primera línea de un loable compromiso en favor de la ecología. En efecto, esta
tierra nuestra necesita de continuos cuidados y atenciones, y cada uno tiene
una responsabilidad personal en la custodia de la creación, don precioso que
Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto significa, por una parte, que
la naturaleza está a nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen uso
de ella; por otra parte, significa que no somos los dueños. Custodios, pero no
dueños. Por eso la debemos amar y respetar. «Nosotros en cambio nos guiamos a
menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de manipular, de explotar; no la
“custodiamos”, no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que
hay que cuidar».50 Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a evitar
estropearlo, sino también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el
sector agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar
que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras toneladas de
restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además, el respeto
por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte fundamental de
ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha
del respeto de la persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a ustedes.
El
segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el
trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre
todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones
adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos
para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y
seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo
humano de los trabajadores; por otro lado, significa favorecer un adecuado
contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a
garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de
educar los hijos.
Es
igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede
tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las
barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres
que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la
Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del
problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes,
favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será
capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es
capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica
legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los
ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los
inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas
que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la
superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en
lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es
necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.
Señor Presidente, Excelencias,
Señoras y Señores Diputados:
Ser
conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo
propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la
Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del área balcánica, para los que
el ingreso en la Unión Europea puede responder al ideal de paz en una región
que ha sufrido mucho por los conflictos del pasado. Por último, la conciencia
de la propia identidad es indispensable en las relaciones con los otros países
vecinos, particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los
cuales sufren a causa de conflictos internos y por la presión del
fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional.
A ustedes, legisladores, les
corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la identidad europea, de modo
que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza en las instituciones de la
Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que se fundamentan. Sabiendo
que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su
responsabilidad individual y colectiva».51 Les exhorto, pues, a trabajar para
que Europa redescubra su alma buena.
Un autor anónimo del s. II
escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que el alma al
cuerpo».52 La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su conciencia y
la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al
cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores, pero
siempre animada por el deseo de construir para el bien. Lo vemos en la belleza
de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad y de
edificación común que constelan el Continente. Esta historia, en gran parte,
debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es
nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro
para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la
concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos.
Queridos Eurodiputados, ha llegado
la hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino
a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa
que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir
plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado el momento de abandonar la
idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y
promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores
humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales;
la Europa que mira, defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la
tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad.
Gracias.