En
la Solemnidad de Todos los Fieles Difuntos, el Papa Francisco rezó el Ángelus
dominical junto a miles de fieles romanos y peregrinos procedentes de Italia y
de diversos países que se dieron cita en la Plaza de San Pedro para escuchar
sus palabras y recibir su bendición.
Recordando
la celebración de Todos los Santos en el día de ayer, el Obispo de Roma
destacó el vínculo que une estas dos solemnidades, unidas entre ellas como “la
alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento
de nuestra fe y de nuestra esperanza”.
Jesús
mismo nos ha revelado que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual Él nos
despierta y con esta fe, constató el Papa, nos detenemos también
espiritualmente ante las tumbas de nuestros seres queridos.
Pero
hoy, subrayó el Obispo de Roma, estamos llamados a recordar a todos, también a
aquellos que nadie recuerda: las víctimas de las guerras y de las violencias,
tantos pequeños del mundo aplastados por el hambre y por la miseria. Los
hermanos y hermanas asesinados por ser cristianos y cuantos han sacrificado su
vida por servir a los demás.
Invitando
a confiar al Señor a quienes nos han dejado en el curso de este último año, el
Papa recordó la tradición de la Iglesia que exhorta a rezar por los difuntos ofreciendo,
en particular, la Celebración Eucarística. Y destacó que el fundamento de la
oración del sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo Místico.
El
recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios, agregó
el Pontífice, son testimonio de una confiada esperanza, radicada en la certeza
que la muerte no es la última palabra sobre el destino humano, porque el hombre
está destinado a una vida sin límites, que tiene su raíz y su cumplimiento en
Dios.
Finalmente,
la invitación a dirigirnos con ”esta fe en el destino supremo del hombre” a la
Virgen, para que ella, Puerta del cielo, nos ayude a comprender siempre más el
valor de la oración de sufragio por los difuntos y a no perder jamás de vista
la meta última de la vida que es el Paraíso.
Texto
completo de la alocución del Papa antes del Ángelus dominical
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ayer
hemos celebrado la Solemnidad de Todos los Santos y hoy la liturgia nos invita
a conmemorar a los fieles difuntos. Estas dos solemnidades están íntimamente
vinculadas entre ellas, así como la alegría y las lágrimas encuentran en
Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Por una parte, en efecto, la Iglesia, peregrina en la historia se alegra por la
intercesión de los Santos y de los Beatos que la sostienen en la misión de
anunciar el Evangelio; por otra, ella, como Jesús, comparte el llanto de quien
sufre la separación de las personas queridas y, como Él y gracias a Él hace
resonar el agradecimiento al Padre que nos ha liberado del dominio del pecado y
de la muerte.
Entre
ayer y hoy tantos visitan el cementerio que, como dice esta misma palabra, es
“lugar de reposo”, en espera del despertar final. ¡Es bello pensar que
será Jesús mismo a despertanos! Jesús mismo ha revelado que la muerte del
cuerpo es como un sueño del cual Él nos despierta. Con esta fe nos detenemos,
también espiritualmente, ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos
nos han querido y nos han hecho el bien.
Pero
hoy estamos llamados a recordar a todos, también aquellos que nadie recuerda.
Recordemos a las víctimas de las guerras y de las violencias, a tantos
“pequeños” del mundo aplastados por el hambre y por la miseria. Recordemos a
los anónimos que reposan en el osario común. Recordemos a los hermanos y las
hermanas asesinados por ser cristianos; y a cuantos han sacrificado
su vida por servir a los demás. Confiemos al Señor especialmente a cuantos nos han
dejado en el curso de este último año.
La
tradición de la Iglesia ha exhortado siempre a rezar por los difuntos, en
particular, ofreciendo por ellos la Celebración Eucarística: esa es la mejor
ayuda espiritual que nosotros podemos dar a sus ánimas, particularmente a
aquellas más abandonadas. El fundamento de la oración de sufragio se encuentra
en la comunión del Cuerpo Místico. Como ratifica el Concilio Vaticano II, “la
Iglesia peregrinante sobre la tierra, bien consciente de esta comunión de todo
el Cuerpo Místico de nuestro Señor Jesucristo, hasta los primeros tiempos de la
religión cristiana, ha cultivado con gran piedad la memoria de los difuntos”
(Lumen Gentium, 50).
El
recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios, son
testimonio de una confiada esperanza, radicada en la certeza de que la muerte
no es la última palabra sobre el destino humano, porque el hombre está
destinado a una vida sin límites, que tiene su raíz y su cumplimiento en Dios.
A
Dios dirigimos esta oración: “Dios de infinita misericordia, confiamos a tu
inmensa bondad a cuantos han dejado este mundo por la eternidad, donde tu
esperas a la humanidad entera, redimida por la sangre preciosa de Cristo, tu
Hijo, muerto en rescate de nuestros pecados. No mires, Señor, las tantas
pobrezas, miserias y debilidades humanas, cuando nos presentaremos ante tu
tribunal, para ser juzgados por la felicidad o la condena. Dirige hacia
nosotros tu mirada piadosa, que nace de la ternura de tu corazón y ayúdanos a
caminar en el camino de una completa purificación. Ninguno de tus hijos se
pierda en el fuego eterno del infierno, donde no puede haber más
arrepentimiento. Te encomendamos Señor las almas de nuestros seres queridos, de
las personas que han muerto sin el consuelo sacramental o no han podido
arrepentirse ni siquiera al final de su vida. Que nadie tenga temor de
encontrarte a Ti, después de la peregrinación terrenal, en la esperanza de ser
acogido en los brazos de tu infinita misericordia. Que la hermana muerte
corporal nos encuentre vigilantes en la oración y llenos de todo bien cumplido
en el curso de nuestra breve o larga existencia. Señor, que nada nos aleje de
Ti en esta tierra, sino que todo y todos nos sostengan en el ardiente anhelo de
reposar serena y eternamente en Ti. Amén.” (P. Antonio Rungi, pasionista,
Oración de los difuntos).
Con
esta fe en el destino supremo del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen, que
ha sufrido bajo la Cruz el drama de la muerte de Cristo y ha participado
después en la alegría de su resurrección. Nos ayude Ella, Puerta del cielo, a
comprender siempre más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Nos
sostenga en la cotidiana peregrinación sobre la tierra y nos ayude a no perder
jamás de vista la meta última de la vida que es el Paraíso. Y con esta
esperanza que no nos defrauda jamás, ¡sigamos adelante!
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