Lo
más inquietante es que la crisis demográfica y la económica se potencian
recíprocamente, en una espiral mortal. Cuanto más envejezca la población, más
difícil será que pueda remontar la economía, pues el gasto en pensiones y
sanidad requerirá una elevadísima presión fiscal. Y viceversa, el oscuro
horizonte económico disuade a las parejas de procrear y obliga a los jóvenes a
emigrar. La tormenta perfecta.
Las
autoridades chinas tuvieron que recurrir al terror para imponer su «política
del hijo único». Aquí hemos llegado al mismo resultado voluntariamente: España
es ya un país de hijos únicos. Nuestra fertilidad es de 1.26
hijos/mujer, una de las más bajas de la historia de la humanidad. Estamos
un 40% por debajo de la tasa de reemplazo generacional (2.1 hijos/mujer)
requerida para mantener estable la población. Eso significa que cada nueva
generación será un 40% más reducida que la anterior. España perdió ya
habitantes en 2012 y 2013. La natalidad española se hundió a finales de los 70;
si no empezamos a perder población hasta 2012, fue porque a partir de 1998 la crisis
demográfica quedó enmascarada por una excepcional avalancha de cinco o seis
millones de inmigrantes, que duró hasta 2008. Esa oleada fue motivada por
el boom económico de 1998-2007. No volverá a repetirse. Ya no atraemos
inmigrantes: al contrario, muchos de nuestros jóvenes se van al extranjero.
Si la
fertilidad se mantiene como está, y sin contar el saldo migratorio (que es
negativo para nosotros desde hace unos años: emigra más gente de la que
inmigra), la población española caerá en 0.6 millones para 2022 y en 1.8
millones para 2030, según cálculos de la Fundación Renacimiento Demográfico.
Pero si presuponemos la persistencia de un saldo migratorio negativo, el
desplome sería más rápido. Las previsiones de la Seguridad Social –según el
informe financiero anexo a los Presupuestos de 2015- contemplan una caída de
población de nada menos que 2.5 millones para 2023.
Lo
decisivo, en todo caso, no es la población total, sino la estructura de
edades. Y ahí todas las proyecciones son catastróficas, discrepando entre
sí tan sólo en la velocidad con que llegará el desastre. El porcentaje de
personas de más de 65 años aumentará constantemente, mientras desciende el de
jóvenes. Desde 2010, el número de españoles en la franja de edad 25-40 se
reduce en un 3% cada año. La ratio entre jóvenes y jubilados se va a
deteriorar constantemente: actualmente hay 3.6 españoles entre 20 y 64 años
por cada español de 65 o más; en 2035, habrá 1.9. Dentro de sólo veinte años,
cada dos activos tendrán que asumir el sostenimiento de un jubilado. Me
gustaría que alguien me explicase cómo podrán pagarse las pensiones entonces.
El sistema público de pensiones entrará en fase crítica muy pronto: se irán
jubilando las nutridas cohortes de los nacidos en los 50 y 60, y se echará de
menos a los cotizantes que no nacieron en los 80 y 90 (pues
arrastramos ya tres décadas de natalidad raquítica). Es una amenaza que se
cierne sobre nosotros a lustros vista, no a siglos. La mayoría viviremos para
verlo.
Lo
más inquietante es que la crisis demográfica y la económica se
potencian recíprocamente, en una espiral mortal. Cuanto más envejezca la
población, más difícil será que pueda remontar la economía, pues el gasto en
pensiones y sanidad requerirá una elevadísima presión fiscal. Y viceversa, el
oscuro horizonte económico disuade a las parejas de procrear y obliga a los jóvenes
a emigrar. La tormenta perfecta.
En
una sociedad sensata, la búsqueda de medidas reanimadoras de la natalidad se
habría convertido en la gran prioridad nacional. Pero España se caracteriza por
una suicida inhibición al respecto. El PP en el poder ha ignorado
absolutamente la cuestión demográfica: ni una sola medida; ningún interés en
abrir el debate (se ve que en Marca no se habla mucho del
asunto). Y la izquierda desconfía de la inquietud demográfica: como Franco
promovía las familias numerosas, el natalismo es franquista. Ese es el nivel.
Cuando la Xunta de Galicia debatió en 2011 el incremento de ayudas a la
maternidad, la portavoz del PSOE Beatriz Sestayo se opuso, declarando que el
proyecto buscaba «imponer el modelo familiar de la ultraderecha» y «obligar a
las mujeres a quedarse en casa».
Se
podrían intentar algunas cosas. Se podría modificar la normativa de
pensiones, introduciendo el principio «a más hijos, más pensión» (quien
tiene hijos está suministrando los cotizantes que pagarán las pensiones de
quienes no los tienen). Se podría adoptar una política fiscal resueltamente
natalista, jugando con las desgravaciones. Estas medidas serían importantes, no
tanto porque se pueda comprar el deseo de paternidad por medio de incentivos
económicos, sino porque enviarían el mensaje pedagógico correcto: necesitamos
niños desesperadamente; tener hijos es algo noble, virtuoso, patriótico; quien
decide tener hijos está rindiendo un servicio insustituible a la sociedad. En
la actualidad, tanto las leyes como los criterios morales dominantes
siguen tratando la reproducción como un capricho privadoque la sociedad no
tiene por qué primar. A algunos les gustan los niños, a otros no; y sobre
gustos no hay nada escrito.
Una
perspectiva natalista consecuente necesitaría erradicar un dogma progre
firmemente arraigado: el de que todos los estilos de vida privada valen lo
mismo («vive y deja vivir»; «¿quién soy yo para juzgar?»). Pero no es cierto:
el modo de vida de un matrimonio con siete hijos es socialmente más valioso que
el de quien declina reproducirse, demasiado ocupado en realizarse
profesionalmente, en «conservar su libertad» y/o en cambiar de pareja con
frecuencia. Si queremos recuperar natalidad, habrá que lanzar una campaña
cultural -que debería empezar en las escuelas- de revalorización del
matrimonio y de la transmisión de la vida. Ayudarían mucho series de TV que
incentivaran el ideal de la familia numerosa, en lugar de la promiscuidad a lo
«Física y Química». No se tienen niños porque hay cada vez menos familias
estables: la gente ya no se casa, o lo hace a una edad avanzada (los 35 de
promedio). Todo esto sonará a muchos «reaccionario»; pero, como dijo
memorablemente Margaret Thatcher, «los hechos de la vida son conservadores».
Francisco José Contreras Peláez. Catedrático de Filosofía del Derecho, Universidad de
Sevilla.
Publicado en InfoCatolica
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