Texto
completo de la catequesis del Papa
La
Iglesia: peregrina hacia el Reino
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Un poco feo el día, pero ustedes son valientes. ¡Felicitaciones!
Esperamos rezar juntos hoy.
Al presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el
Concilio Vaticano II tenía bien presente un verdad fundamental, que no hay que
olvidar jamás: la Iglesia no es una realidad estática, detenida, con fin en sí
misma, sino que está continuamente en camino en la historia, hacia la meta
última y maravillosa que es el Reino de los cielos, del cual la Iglesia en la
tierra es el germen y el inicio (cfr Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Dogm. sobre la
Iglesia Lumen Gentium, 5). Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos damos
cuenta que nuestra imaginación se detiene, revelándose apenas capaz de intuir
el esplendor del misterio que domina nuestros sentidos. Y surgen espontáneas en
nosotros algunas preguntas: ¿cuándo llegará este pasaje final? ¿Cómo será la
nueva dimensión en la cual la Iglesia entrará? ¿Qué será entonces la humanidad?
¿Y de lo creado que nos circunda?
Pero
estas preguntas no son nuevas, las habían hecho los discípulos a Jesús en aquel
tiempo ¿pero cuándo sucederá esto? ¿Cuándo será el triunfo del Espíritu sobre
la creación, sobre lo creado, sobre todo? Son preguntas humanas, preguntas
antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.
La Constitución conciliar Gaudium et spes, de frente a estos
interrogativos que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma:
“Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la
humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La
figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que
nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia y cuya
bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que
surgen en el corazón humano” (n. 39). He aquí la meta a la cual aspira la
Iglesia: es como dice la Biblia la “Jerusalén nueva”, el “Paraíso”. Más que de
un lugar, se trata de un “estado” del alma, en el cual nuestras expectativas
más profundas serán cumplidas de manera superabundante y nuestro ser, como
criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena maduración. ¡Seremos
finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios en modo
completo, sin más ningún límite, y estaremos cara a cara con Él! ¡Es bello
pensar esto! Pensar en el cielo. Todos nosotros nos encontraremos allí. Todos,
todos, allí, todos. Es bello. ¡Da fuerza al alma!
2. En esta perspectiva, es bello percibir cómo hay una continuidad
y una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el cielo y aquella todavía
en camino sobre la tierra. Aquellos que ya viven en la presencia de Dios, de
hecho, nos pueden sostener e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por
otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas
acciones, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar las tribulaciones de las
almas que todavía están esperando la beatitud sin fin. Sí, porque en la
perspectiva cristiana, la distinción no es más entre quien ya está muerto y que
todavía no lo está, sino entre quien está en Cristo y quién no lo está. Éste es
el elemento determinante, realmente decisivo para nuestra salvación y para
nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el
cumplimiento de este diseño maravilloso no puede no interesar también todo
aquello que nos rodea, y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios.
El apóstol Pablo lo afirma explícitamente, cuando dice que también “la creación
será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa
libertad de los hijos de Dios”. (Rom 8,21). Otros textos utilizan la imagen del
“cielo nuevo” y la “tierra nueva” (cf. 2 P 3,13; Ap 21,1), en el sentido de que
todo el universo será renovado y liberado de una vez para siempre de todos los
rastros del mal y de la misma muerte. Lo que se prospecta, como
cumplimiento de una transformación que en realidad ya está en acto a partir de
la muerte y resurrección de Cristo, es por lo tanto una nueva creación; no una
aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino que es llevar cada
cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el diseño que Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y está realizando.
Queridos
amigos, cuando pensamos en estas maravillosas realidades que nos esperan, nos
damos cuenta del maravilloso don que es pertenecer a la Iglesia, que lleva
inscrita una vocación altísima. Pidamos entonces a la Virgen María, Madre de la
Iglesia, que vigile siempre sobre nuestro camino y nos ayude a ser, como ella,
un signo gozoso de confianza y esperanza entre nuestros hermanos.
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