Texto completo de la alocución del Papa Francisco:
Queridos
hermanos cardenales
El cardenalato ciertamente es una dignidad, pero no una
distinción honorífica. Ya el mismo nombre de «cardenal», que remite a la
palabra latina «cardo - quicio», nos lleva a pensar, no en algo accesorio o
decorativo, como una condecoración, sino en un perno, un punto de apoyo y un
eje esencial para la vida de la comunidad. Ustedes son «quicios» y están
incardinados en la Iglesia de Roma, que «preside toda la comunidad de la
caridad» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 13; cf. Ign. Ant., Ad
Rom., Prólogo).
En la Iglesia, toda presidencia proviene de la
caridad, se desarrolla en la caridad y tiene como fin la caridad. La Iglesia
que está en Roma tiene también en esto un papel ejemplar: al igual que ella
preside en la caridad, toda Iglesia particular, en su ámbito, está llamada a
presidir en la caridad.
Por
eso creo que el «himno a la
caridad», de la primera carta de san Pablo a los Corintios, puede servir de
pauta para esta celebración y para vuestro ministerio, especialmente
para los que desde este momento entran a formar parte del Colegio Cardenalicio.
Será bueno que todos, yo en primer lugar y ustedes conmigo, nos dejemos guiar
por las palabras inspiradas del apóstol Pablo, en particular aquellas con las
que describe las características de la caridad. Que María nuestra Madre nos ayude en esta escucha. Ella
dio al mundo a Aquel que es «el camino más excelente» (cf. 1 Co 12,31): Jesús,
caridad encarnada; que nos ayude a acoger esta Palabra y a seguir siempre este
camino. Que nos ayude con su actitud humilde y tierna de madre, porque la
caridad, don de Dios, crece donde hay humildad y ternura.
En
primer lugar, san Pablo nos dice que la caridad es «magnánima» y «benevolente». Cuanto más crece la
responsabilidad en el servicio de la Iglesia, tanto más hay que
ensanchar el corazón, dilatarlo según la medida del Corazón de Cristo. La
magnanimidad es, en cierto sentido, sinónimo de catolicidad: es saber amar sin
límites, pero al mismo tiempo con fidelidad a las situaciones particulares y
con gestos concretos. Amar lo que es grande, sin descuidar lo que es pequeño;
amar las cosas pequeñas en el horizonte de las grandes, porque «non coerceri a
maximo, contineri tamen a minimo divinum est». Saber amar con gestos de bondad.
La benevolencia es la intención firme y constante de querer el bien, siempre y
para todos, incluso para los que no nos aman.
A
continuación, el apóstol dice que
la caridad «no tiene envidia; no presume; no se engríe». Esto es realmente un
milagro de la caridad, porque los seres humanos –todos, y en todas las
etapas de la vida– tendemos a la envidia y al orgullo a causa de nuestra
naturaleza herida por el pecado. Tampoco las dignidades eclesiásticas están
inmunes a esta tentación. Pero precisamente por eso, queridos hermanos, puede
resaltar todavía más en nosotros la fuerza divina de la caridad, que transforma
el corazón, de modo que ya no eres tú el que vive, sino que Cristo vive en ti.
Y Jesús es todo amor.
Además, la caridad «no es mal educada ni egoísta». Estos
dos rasgos revelan que quien vive en la caridad está des-centrado de sí mismo.
El que está auto-centrado carece de respeto, y muchas veces ni siquiera lo
advierte, porque el «respeto» es la capacidad de tener en cuenta al otro,
tener en cuenta su dignidad, su condición, sus necesidades. El que está
auto-centrado busca inevitablemente su propio interés, y cree que esto es
normal, casi un deber. Este «interés» puede estar cubierto de nobles
apariencias, pero en el fondo se trata siempre de «interés personal». En
cambio, la caridad te des-centra y
te pone en el verdadero centro, que es sólo Cristo. Entonces sí, serás
una persona respetuosa y preocupada por el bien de los demás.
La caridad, dice Pablo, «no se irrita; no lleva
cuentas del mal». Al pastor que vive en
contacto con la gente no le faltan ocasiones para enojarse. Y tal vez entre
nosotros, hermanos sacerdotes, que tenemos menos disculpa, el peligro de
enojarnos sea mayor. También de esto es la caridad, y sólo ella, la que nos
libra. Nos libra del peligro de reaccionar impulsivamente, de decir y hacer
cosas que no están bien; y sobre todo nos libra del peligro mortal de la ira
acumulada, «alimentada» dentro de ti, que te hace llevar cuentas del mal
recibido. No. Esto no es aceptable en un hombre de Iglesia. Aunque es posible
entender un enfado momentáneo que pasa rápido, no así el rencor. Que Dios nos
proteja y libre de ello.
La caridad, añade el Apóstol, «no se alegra de la
injusticia, sino que goza con la verdad». El
que está llamado al servicio de gobierno en la Iglesia debe tener un fuerte
sentido de la justicia, de modo que no acepte ninguna injusticia, ni siquiera
la que podría ser beneficiosa para él o para la Iglesia. Al mismo tiempo, «goza
con la verdad»: ¡Qué hermosa es esta expresión! El hombre de Dios es aquel que
está fascinado por la verdad y la encuentra plenamente en la Palabra y en la
Carne de Jesucristo. Él es la fuente inagotable de nuestra alegría. Que el
Pueblo de Dios vea siempre en nosotros la firme denuncia de la injusticia y el
servicio alegre de la verdad.
Por último, la caridad «disculpa sin límites,
cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites». Aquí hay, en
cuatro palabras, todo un programa de vida espiritual y pastoral. El amor de
Cristo, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, nos permite
vivir así, ser así: personas capaces de perdonar siempre; de dar siempre
confianza, porque estamos llenos de fe en Dios; capaces de infundir siempre
esperanza, porque estamos llenos de esperanza en Dios; personas que saben
soportar con paciencia toda situación y a todo hermano y hermana, en unión con
Jesús, que llevó con amor el peso de todos nuestros pecados.
Queridos hermanos, todo esto no viene de nosotros,
sino de Dios. Dios es amor y lleva a
cabo todo esto si somos dóciles a la acción de su Santo Espíritu. Por tanto,
así es como tenemos que ser: incardinados y dóciles. Cuanto más incardinados
estamos en la Iglesia que está en
Roma, más dóciles tenemos que ser al Espíritu, para que la caridad pueda
dar forma y sentido a todo lo que somos y hacemos. Incardinados en la Iglesia
que preside en la caridad, dóciles
al Espíritu Santo que derrama en nuestros corazones el amor de Dios
(cf. Rm 5,5). Que así sea.
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