Homilía
del Santo Padre
«Señor,
si quieres, puedes limpiarme…» Jesús, sintiendo lástima; extendió la mano y lo
tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» (cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús.
Ese padecer con que lo acercaba a cada persona que sufre. Jesús, se da
completamente, se involucra en el dolor y la necesidad de la gente…
simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con, porque tiene un corazón que
no se avergüenza de tener compasión.
«No
podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado»
(Mc 1, 45). Esto significa que, además de curar al leproso, Jesús ha tomado
sobre sí la marginación que la ley de Moisés imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46).
Jesús no tiene miedo del riesgo que supone asumir el sufrimiento de otro, pero
paga el precio con todas las consecuencias (cf. Is 53,4).
La
compasión lleva a Jesús a actuar concretamente: a reintegrar al marginado.
Éstos son los tres conceptos claves que la Iglesia nos propone hoy en la
liturgia de la palabra: la compasión de Jesús ante la marginación y su voluntad
de integración.
Marginación:
Moisés, tratando jurídicamente la cuestión de los leprosos, pide que sean
alejados y marginados por la comunidad, mientras dure su mal, y los declara:
«Impuros» (cf. Lv 13,1-2. 45.46).
Imaginen
cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza debía sentir un leproso: físicamente,
socialmente, psicológicamente y espiritualmente. No es sólo víctima de una
enfermedad, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es
un muerto viviente, como «si su padre le hubiera escupido en la cara» (Nm
12,14).
Además,
el leproso infunde miedo, desprecio, disgusto y por esto viene abandonado por
los propios familiares, evitado por las otras personas, marginado por la
sociedad, es más, la misma sociedad lo expulsa y lo fuerza a vivir en lugares
alejados de los sanos, lo excluye. Y esto hasta el punto de que si un individuo
sano se hubiese acercado a un leproso, habría sido severamente castigado y,
muchas veces, tratado, a su vez, como un leproso.
La
finalidad de esa norma de comportamiento era la de salvar a los sanos, proteger
a los justos y, para salvaguardarlos de todo riesgo, marginar el peligro,
tratando sin piedad al contagiado. De aquí, que el Sumo Sacerdote Caifás
exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación
entera» (Jn 11,50).
Integración:
Jesús revoluciona y sacude fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo
y recluida en los prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino
que la lleva a plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia
contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la
observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la
mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de
aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo
aplicar la Ley de Moisés. Jesús revoluciona también las conciencias en el
Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes para la humanidad
y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor que no se basa en
el miedo sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y en el deseo
salvífico de Dios, Nuestro Salvador, «que quiere que todos se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «Misericordia quiero y no sacrifico»
(Mt 12,7; Os 6,6).
Jesús,
nuevo Moisés, ha querido curar al leproso, ha querido tocar, ha querido
reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse por los prejuicios; sin adecuarse
a la mentalidad dominante de la gente; sin preocuparse para nada del contagio.
Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación y sin los consabidos
aplazamientos para estudiar la situación y todas sus eventuales consecuencias.
Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar
las heridas de los enfermos, reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso
escandaliza a algunos.
Jesús
no tiene miedo de este tipo de escándalo. Él no piensa en las personas obtusas
que se escandalizan incluso de una curación, que se escandalizan de cualquier
apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o
espirituales, a cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de
pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido integrar a los marginados,
salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn 10).
Son
dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el
deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada
de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse
del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con
su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien,
la condena en salvación y la exclusión en anuncio.
Estas
dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. San
Pablo, dando cumplimiento al mandamiento del Señor de llevar el anuncio del
Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó
y encontró una fuerte resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de
aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a
los paganos convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la
comunidad cuando entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch
10).
El
camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el
camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. Esto no quiere
decir menospreciar los peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino
acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar con determinación y valor las heridas
del pecado; actuar decididamente y no quedarse mirando de forma pasiva el
sufrimiento del mundo. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para
siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden
con corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir del
propio recinto para ir a buscar a los lejanos en las “periferias” de la
existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios; el de seguir al
Maestro que dice: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc
5,31-32).
Curando
al leproso, Jesús no hace ningún daño al que está sano, es más, lo libra del
miedo; no lo expone a un peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley
sino que valora al hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto,
Jesús libra a los sanos de la tentación del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y
del peso de la envidia y de la murmuración de los trabajadores que han
soportado el peso de la jornada y el calor (cf. Mt 20,1-16).
En
consecuencia: la caridad no puede ser neutra, indiferente, tibia o imparcial.
La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete. Porque la caridad
verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita (cf. 1Cor 13). La
caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje adecuado para comunicar con
aquellos que son considerados incurables y, por lo tanto, intocables. El
contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el lenguaje afectivo, el
que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas curaciones podemos realizar y
transmitir aprendiendo este lenguaje! Era un leproso y se hay convertido en mensajero
del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a pregonar
bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45).
Queridos
nuevos Cardenales, ésta es la lógica de Jesús, éste es el camino de la Iglesia:
no sólo acoger y integrar, con valor evangélico, aquellos que llaman a la
puerta, sino ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos, a los lejanos,
manifestándoles gratuitamente aquello que también nosotros hemos recibido
gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe caminar como Él caminó» (1Jn
2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los demás es nuestro signo
distintivo, es nuestro único título de honor!
En
esta Eucaristía que nos reúne entorno al altar, invocamos la intercesión de
María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera persona la marginación
causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el exilio (cf. Mt 2,13-23), para que
nos conceda el ser siervos fieles de Dios. Ella, que es la Madre, nos enseñe a
no tener miedo de acoger con ternura a los marginados; a no tener miedo de la
ternura y de la compasión; nos revista de paciencia para acompañarlos en su
camino, sin buscar los resultados del éxito mundano; nos muestre a Jesús y nos
haga caminar como Él.
Queridos
hermanos, mirando a Jesús y a nuestra Madre María, los exhorto a servir a la
Iglesia, en modo tal que los cristianos – edificados por nuestro testimonio –
no tengan la tentación de estar con Jesús sin querer estar con los marginados,
aislándose en una casta que nada tiene de auténticamente eclesial. Los invito a
servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, por el motivo que sea; a
ver al Señor en cada persona excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está
desnuda; al Señor que está presente también en aquellos que han perdido la fe,
o que, alejados, no viven la propia fe; al Señor que está en la cárcel, que
está enfermo, que no tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el
leproso – de cuerpo o de alma -, que está discriminado. No descubrimos al
Señor, si no acogemos auténticamente al marginado. Recordemos siempre la imagen
de san Francisco que no ha tenido miedo de abrazar al leproso y de acoger
aquellos que sufren cualquier tipo de marginación. En realidad, sobre el
evangelio de los marginados, se descubre y se revela nuestra credibilidad.
(RC-RV)
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