Texto de la
Homilía del Papa Francisco durante la Misa
con los obispos, sacerdotes y religiosos en la Catedral de la Inmaculada
Concepción de Manila:
“¿Me amas?... Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17). Las palabras de Jesús a Pedro en
el Evangelio de
hoy son las primeras que les dirijo, queridos hermanos obispos y sacerdotes,
religiosos y religiosas, seminaristas y jóvenes. Estas palabras nos recuerdan
algo esencial. Todo ministerio pastoral nace del amor. Toda vida consagrada es
un signo del amor reconciliador de Cristo. Al igual que santa Teresa
de Lisieux, cada uno de nosotros, en la diversidad de nuestras
vocaciones, está llamado de alguna manera a ser el amor en el corazón de la
Iglesia.
Los saludo a todos con gran afecto. Y les pido que hagan llegar mi afecto a
todos sus hermanos y hermanas ancianos y enfermos, y a todos
aquellos que no han podido unirse a nosotros hoy. Ahora que la Iglesia en Filipinas mira
hacia el quinto centenario de su evangelización,
sentimos gratitud por el legado dejado por tantos obispos, sacerdotes y
religiosos de generaciones pasadas. Ellos trabajaron, no sólo para predicar el
Evangelio y edificar la Iglesia en este país, sino también para forjar una
sociedad animada por el mensaje del Evangelio de la caridad,
el perdón y
la solidaridad al servicio del bien
común. Hoy ustedes continúan esa obra de amor. Como ellos,
están llamados a construir puentes, a apacentar las ovejas de Cristo, y preparar caminos
nuevos para el
Evangelio en Asia, en los albores de
una nueva era.
“El amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5, 14). En la primera lectura de hoy
san Pablo nos dice que el amor que estamos llamados a proclamar es un amor reconciliador, que
brota del corazón del Salvador crucificado.
Estamos llamados a ser “embajadores
de Cristo” (2 Co 5, 20). El nuestro es un ministerio de
la reconciliación. Proclamamos la Buena
Nueva del amor
infinito, de la misericordia y de la compasión de Dios. Proclamamos la alegría del Evangelio. Pues el Evangelio es la
promesa de la gracia de Dios, la única que puede traer la plenitud y la salvación
a nuestro mundo quebrantado. Es
capaz de inspirar la construcción de un orden social verdaderamente justo y redimido.
Ser un embajador de Cristo significa, en primer lugar, invitar a todos a
un renovado encuentro personal con el Señor Jesús (Evangelii Gaudium,
3). Esta invitación debe estar en el centro de su conmemoración de la
evangelización de Filipinas. Pero el Evangelio es también una llamada a la
conversión, a examinar nuestra conciencia, como individuos y como pueblo. Como
los obispos de Filipinas han enseñado justamente, la Iglesia está llamada a
reconocer y combatir las causas de la desigualdad y la injusticia profundamente arraigada,
que deforman el
rostro de la sociedad filipina, contradiciendo
claramente las enseñanzas de Cristo. El Evangelio llama a cada cristiano a
vivir una vida de honestidad, integridad e interés por el bien común. Pero también llama
a las comunidades cristianas a crear “círculos de integridad”, redes de solidaridad que se expandan hasta
abrazar y transformar la sociedad mediante su testimonio profético.
Como embajadores de Cristo, nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos y
religiosas, debemos ser los primeros en acoger en nuestros corazones su gracia
reconciliadora. San Pablo explica con claridad lo que esto significa: rechazar perspectivas mundanas y ver todas las cosas de nuevo a la
luz de Cristo; ser los primeros en examinar nuestras conciencias, reconocer
nuestras faltas y pecados, y recorrer el camino de una conversión constante.
¿Cómo podemos proclamar a los demás la novedad y el poder liberador de la Cruz,
si nosotros mismos no dejamos que la Palabra de Dios sacuda
nuestra complacencia, nuestro miedo al cambio,
nuestros pequeños compromisos con los modos de este mundo, nuestra “mundanidad espiritual”?
(Cf. Evangelii Gaudium,
93).
Para nosotros, sacerdotes y personas consagradas, la conversión a la novedad
del Evangelio implica un encuentro diario con el Señor en la oración. Los
santos nos enseñan que ésta es la fuente de todo el celo apostólico. Para los
religiosos, vivir la novedad del Evangelio significa también encontrar siempre de
nuevo en la vida comunitaria y en los apostolados de la comunidad el incentivo de una unión cada vez más estrecha con el Señor en la caridad
perfecta. Para todos nosotros, significa vivir de modo que se
refleje en nuestras vidas la pobreza de Cristo, cuya
existencia entera se centró en hacer la voluntad del Padre y en servir a los demás. El gran
peligro, por supuesto, es el materialismo que puede deslizarse en nuestras vidas
y comprometer el testimonio que ofrecemos. Sólo si llegamos a ser pobres, y
eliminamos nuestra complacencia, seremos capaces de identificarnos con los
últimos de nuestros hermanos y hermanas. Veremos las cosas desde una
perspectiva nueva y así responderemos con honestidad e integridad al desafío
de anunciar la radicalidad del Evangelio en una sociedad
acostumbrada a la
exclusión social, a la polarización y a la inequidad
escandalosa.
Quisiera dirigir unas palabras especialmente a los jóvenes sacerdotes,
religiosos y seminaristas, aquí presentes. Les pido que compartan con todos la alegría y el entusiasmo de su amor a Cristo y a la Iglesia,
pero sobre todo con sus coetáneos. Que estén
cerca de los jóvenes que pueden estar confundidos y desanimados, pero siguen
viendo a la Iglesia como compañera en el camino y una fuente de esperanza.
Estar cerca de aquellos que, viviendo en medio de una sociedad abrumada por la pobreza y la corrupción, están abatidos,
tentados de darse por vencidos, de
abandonar los estudios y vivir en las calles. Proclamar la belleza y la verdad
del mensaje cristiano a una sociedad que está tentada por una visión
confusa de la sexualidad, el matrimonio y la familia. Como saben,
estas realidades sufren cada vez más el ataque de fuerzas poderosas que amenazan con desfigurar el plan de Dios sobre la creación y traicionan los verdaderos
valores que han
inspirado y plasmado todo lo mejor de su cultura.
La cultura filipina, de hecho, ha sido
modelada por la creatividad de la fe. Los filipinos son conocidos en todas
partes por su amor a Dios, su
ferviente piedad y
su cálida devoción a Nuestra Señora y su Rosario. Este gran
patrimonio contiene un poderoso potencial misionero. Es la forma en la que su
pueblo ha inculturado el Evangelio y sigue viviendo su mensaje (cf.Evangelii
Gaudium, 122). En sus trabajos para preparar el quinto
centenario, construyan sobre esta sólida base.
Cristo murió por todos para que, muertos en él, ya no vivamos para nosotros
mismos, sino para él (cf. 2 Co 5, 15). Queridos hermanos obispos,
sacerdotes y religiosos: pido a María, Madre de la Iglesia, que les conceda un
celo desbordante que los lleve a gastarse con generosidad en el servicio de
nuestros hermanos y hermanas. Que de esta manera, el amor reconciliador
de Cristo penetre cada vez más profundamente en el tejido de la sociedad
filipina y, a través de él, hasta los confines de la tierra.
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