No esclavos, sino hermanos (1 de enero de 2015)
1. Al comienzo de un nuevo año,
que recibimos como una gracia y un don de Dios a la humanidad, deseo dirigir a
cada hombre y mujer, así como a los pueblos y naciones del mundo, a los jefes
de Estado y de Gobierno, y a los líderes de las diferentes religiones, mis
mejores deseos de paz, que acompaño con mis oraciones por el fin de las
guerras, los conflictos y los muchos de sufrimientos causados por el hombre o
por antiguas y nuevas epidemias, así como por los devastadores efectos de los
desastres naturales. Rezo de modo especial para que, respondiendo a nuestra
común vocación de colaborar con Dios y con todos los hombres de buena voluntad
en la promoción de la concordia y la paz en el mundo, resistamos a la tentación
de comportarnos de un modo indigno de nuestra humanidad.
En el mensaje para el 1 de enero
pasado, señalé que del «deseo de una vida plena... forma parte un anhelo
indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los
que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y
querer».[1] Siendo el hombre un ser relacional, destinado a realizarse en un
contexto de relaciones interpersonales inspiradas por la justicia y la caridad,
es esencial que para su desarrollo se reconozca y respete su dignidad, libertad
y autonomía. Por desgracia, el flagelo cada vez más generalizado de la
explotación del hombre por parte del hombre daña seriamente la vida de comunión
y la llamada a estrechar relaciones interpersonales marcadas por el respeto, la
justicia y la caridad.Este fenómeno abominable, que pisotea los derechos fundamentales
de los demás y aniquila su libertad y dignidad, adquiere múltiples formas sobre
las que deseo hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra de
Dios, consideremos a todos los hombres «no esclavos, sino hermanos».
A la escucha del proyecto de
Dios sobre la humanidad
2. El tema que he elegido para
este mensaje recuerda la carta de san Pablo a Filemón, en la que le pide que
reciba a Onésimo, antiguo esclavo de Filemón y que después se hizo cristiano,
mereciendo por eso, según Pablo, que sea considerado como unhermano. Así
escribe el Apóstol de las gentes: «Quizá se apartó de ti por breve tiempo para
que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo mejor que
un esclavo, como un hermano querido» (Flm 15-16). Onésimo se convirtió
enhermano de Filemón al hacerse cristiano. Así, la conversión a Cristo, el
comienzo de una vida de discipulado en Cristo, constituye unnuevo nacimiento
(cf. 2 Co 5,17; 1 P 1,3) que regenera la fraternidad como vínculo fundante de
la vida familiar y base de la vida social.
En el libro del Génesis, leemos
que Dios creó al hombre, varón y hembra, y los bendijo, para que crecieran y se
multiplicaran (cf. 1,27-28): Hizo que Adán y Eva fueran padres, los cuales,
cumpliendo la bendición de Dios de ser fecundos y multiplicarse, concibieron la
primera fraternidad, la de Caín y Abel. Caín y Abel eran hermanos, porque
vienen del mismo vientre, y por lo tanto tienen el mismo origen, naturaleza y
dignidad de sus padres, creados a imagen y semejanza de Dios.
Pero la fraternidad expresa
también la multiplicidad y diferencia que hay entre los hermanos, si bien
unidos por el nacimiento y por la misma naturaleza y dignidad. Como hermanos y
hermanas, todas las personas están por naturaleza relacionadas con las demás,
de las que se diferencian pero con las que comparten el mismo origen,
naturaleza y dignidad. Gracias a ello la fraternidad crea la red de relaciones
fundamentales para la construcción de la familia humana creada por Dios.
Por desgracia, entre la primera
creación que narra el libro del Génesis y el nuevo nacimiento en Cristo, que
hace de los creyentes hermanos y hermanas del «primogénito entre muchos
hermanos» (Rm 8,29), se encuentra la realidad negativa del pecado, que muchas
veces interrumpe la fraternidad creatural y deforma continuamente la belleza y
nobleza del ser hermanos y hermanas de la misma familia humana. Caín, además de
no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer
fratricidio. «El asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia
trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia
(cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están
llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de los
otros».[2]
También en la historia de la
familia de Noé y sus hijos (cf. Gn 9,18-27), la maldad de Cam contra su padre
es lo que empuja a Noé a maldecir al hijo irreverente y bendecir a los demás,
que sí lo honraban, dando lugar a una desigualdad entre hermanos nacidos del
mismo vientre.
En la historia de los orígenes de
la familia humana, el pecado de la separación de Dios, de la figura del padre y
del hermano, se convierte en una expresión del rechazo de la comunión
traduciéndose en la cultura de la esclavitud (cf. Gn 9,25-27), con las
consecuencias que ello conlleva y que se perpetúan de generación en generación:
rechazo del otro, maltrato de las personas, violación de la dignidad y los
derechos fundamentales, la institucionalización de la desigualdad. De ahí la
necesidad de convertirse continuamente a la Alianza, consumada por la oblación
de Cristo en la cruz, seguros de que «donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia... por Jesucristo» (Rm 5,20.21). Él, el Hijo amado (cf. Mt 3,17), vino a
revelar el amor del Padre por la humanidad. El que escucha el evangelio, y
responde a la llamada a la conversión, llega a ser en Jesús «hermano y hermana,
y madre» (Mt 12,50) y, por tanto, hijo adoptivo de su Padre (cf. Ef 1,5).
No se llega a ser cristiano, hijo
del Padre y hermano en Cristo, por una disposición divina autoritativa, sin el
concurso de la libertad personal, es decir, sin convertirse libremente a
Cristo. El ser hijo de Dios responde al imperativo de la conversión:
«Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el
Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu
Santo» (Hch 2,38). Todos los que respondieron con la fe y la vida a esta
predicación de Pedro entraron en la fraternidad de la primera comunidad
cristiana (cf. 1 P 2,17; Hch 1,15.16; 6,3; 15,23): judíos y griegos, esclavos y
hombres libres (cf. 1 Co 12,13;Ga 3,28), cuya diversidad de origen y condición
social no disminuye la dignidad de cada uno, ni excluye a nadie de la
pertenencia al Pueblo de Dios. Por ello, la comunidad cristiana es el lugar de
la comunión vivida en el amor entre los hermanos (cf. Rm 12,10; 1 Ts 4,9; Hb
13,1; 1 P 1,22; 2 P 1,7).
Todo esto demuestra cómo la Buena
Nueva de Jesucristo, por la que Dios hace «nuevas todas las cosas» (Ap
21,5),[3] también es capaz de redimir las relaciones entre los hombres,
incluida aquella entre un esclavo y su amo, destacando lo que ambos tienen en
común: la filiación adoptiva y el vínculo de fraternidad en Cristo. El mismo
Jesús dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe
lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a
mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Múltiples rostros de la
esclavitud de entonces y de ahora
3. Desde tiempos inmemoriales,
las diferentes sociedades humanas conocen el fenómeno del sometimiento del
hombre por parte del hombre. Ha habido períodos en la historia humana en que la
institución de la esclavitud estaba generalmente aceptada y regulada por el
derecho. Éste establecía quién nacía libre, y quién, en cambio, nacía esclavo,
y en qué condiciones la persona nacida libre podía perder su libertad u
obtenerla de nuevo. En otras palabras, el mismo derecho admitía que algunas
personas podían o debían ser consideradas propiedad de otra persona, la cual
podía disponer libremente de ellas; el esclavo podía ser vendido y comprado,
cedido y adquirido como una mercancía.
Hoy, como resultado de un
desarrollo positivo de la conciencia de la humanidad, la esclavitud, crimen de
lesa humanidad,[4] está oficialmente abolida en el mundo. El derecho de toda
persona a no ser sometida a esclavitud ni a servidumbre está reconocido en el
derecho internacional como norma inderogable.
Sin embargo, a pesar de que la
comunidad internacional ha adoptado diversos acuerdos para poner fin a la
esclavitud en todas sus formas, y ha dispuesto varias estrategias para combatir
este fenómeno, todavía hay millones de personas –niños, hombres y mujeres de
todas las edades– privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones
similares a la esclavitud.
Me refiero a tantos trabajadores
y trabajadoras, incluso menores, oprimidos de manera formal o informal en todos
los sectores, desde el trabajo doméstico al de la agricultura, de la industria
manufacturera a la minería, tanto en los países donde la legislación laboral no
cumple con las mínimas normas y estándares internacionales, como, aunque de
manera ilegal, en aquellos cuya legislación protege a los trabajadores.
Pienso también en las condiciones
de vida de muchos emigrantes que, en su dramático viaje, sufren el hambre, se
ven privados de la libertad, despojados de sus bienes o de los que se abusa
física y sexualmente. En aquellos que, una vez llegados a su destino después de
un viaje durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos en condiciones a
veces inhumanas. Pienso en los que se ven obligados a la clandestinidad por
diferentes motivos sociales, políticos y económicos, y en aquellos que, con el
fin de permanecer dentro de la ley, aceptan vivir y trabajar en condiciones
inadmisibles, sobre todo cuando las legislaciones nacionales crean o permiten
una dependencia estructural del trabajador emigrado con respecto al empleador,
como por ejemplo cuando se condiciona la legalidad de la estancia al contrato
de trabajo... Sí, pienso en el «trabajo esclavo».
Pienso en las personas obligadas
a ejercer la prostitución, entre las que hay muchos menores, y en los esclavos
y esclavas sexuales; en las mujeres obligadas a casarse, en aquellas que son
vendidas con vistas al matrimonio o en las entregadas en sucesión, a un
familiar después de la muerte de su marido, sin tener el derecho de dar o no su
consentimiento.
No puedo dejar de pensar en los
niños y adultos que son víctimas del tráfico y comercialización para la
extracción de órganos, para ser reclutados como soldados, para la mendicidad,
para actividades ilegales como la producción o venta de drogas, o para formas
encubiertas de adopción internacional.
Pienso finalmente en todos los
secuestrados y encerrados en cautividad por grupos terroristas, puestos a su
servicio como combatientes o, sobre todo las niñas y mujeres, como esclavas
sexuales. Muchos de ellos desaparecen, otros son vendidos varias veces,
torturados, mutilados o asesinados.
Algunas causas profundas de la
esclavitud
4. Hoy como ayer, en la raíz de
la esclavitud se encuentra una concepción de la persona humana que admite el
que pueda ser tratada como un objeto. Cuando el pecado corrompe el corazón
humano, y lo aleja de su Creador y de sus semejantes, éstos ya no se ven como
seres de la misma dignidad, como hermanos y hermanas en la humanidad, sino como
objetos. La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, queda privada
de la libertad, mercantilizada, reducida a ser propiedad de otro, con la
fuerza, el engaño o la constricción física o psicológica; es tratada como un
medio y no como un fin.
Junto a esta causa ontológica
–rechazo de la humanidad del otro¬– hay otras que ayudan a explicar las formas
contemporáneas de la esclavitud. Me refiero en primer lugar a la pobreza, al
subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con lafalta de
acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las escasas, por no
decir inexistentes, oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las víctimas de
la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera de salir de
un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo,
para caer después en manos de redes criminales que trafican con los seres
humanos. Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías informáticas
para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes del mundo.
Entre las causas de la esclavitud
hay que incluir también la corrupción de quienes están dispuestos a hacer
cualquier cosa para enriquecerse. En efecto, la esclavitud y la trata de
personas humanas requieren una complicidad que con mucha frecuencia pasa a
través de la corrupción de los intermediarios, de algunos miembros de las
fuerzas del orden o de otros agentes estatales, o de diferentes instituciones,
civiles y militares. «Esto sucede cuando al centro de un sistema económico está
el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, en el centro de todo
sistema social o económico, tiene que estar la persona, imagen de Dios, creada
para que fuera el dominador del universo. Cuando la persona es desplazada y
viene el dios dinero sucede esta trastocación de valores».[5]
Otras causas de la esclavitud son
los conflictos armados, la violencia, el crimen y el terrorismo. Muchas
personas son secuestradas para ser vendidas o reclutadas como combatientes o
explotadas sexualmente, mientras que otras se ven obligadas a emigrar, dejando
todo lo que poseen: tierra, hogar, propiedades, e incluso la familia. Éstas
últimas se ven empujadas a buscar una alternativa a esas terribles condiciones
aun a costa de su propia dignidad y supervivencia, con el riesgo de entrar de
ese modo en ese círculo vicioso que las convierte en víctimas de la miseria, la
corrupción y sus consecuencias perniciosas.
Compromiso común para derrotar
la esclavitud
5. Con frecuencia, cuando
observamos el fenómeno de la trata de personas, del tráfico ilegal de los
emigrantes y de otras formas conocidas y desconocidas de la esclavitud, tenemos
la impresión de que todo esto tiene lugar bajo la indiferencia general.
Aunque por desgracia esto es
cierto en gran parte, quisiera mencionar el gran trabajo silencioso que muchas
congregaciones religiosas, especialmente femeninas, realizan desde hace muchos
años en favor de las víctimas. Estos Institutos trabajan en contextos
difíciles, a veces dominados por la violencia, tratando de romper las cadenas
invisibles que tienen encadenadas a las víctimas a sus traficantes y
explotadores; cadenas cuyos eslabones están hechos de sutiles mecanismos
psicológicos, que convierten a las víctimas en dependientes de sus verdugos, a
través del chantaje y la amenaza, a ellos y a sus seres queridos, pero también
a través de medios materiales, como la confiscación de documentos de identidad
y la violencia física. La actividad de las congregaciones religiosas se
estructura principalmente en torno a tres acciones: la asistencia a las
víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto psicológico y formativo, y su
reinserción en la sociedad de destino o de origen.
Este inmenso trabajo, que
requiere coraje, paciencia y perseverancia, merece el aprecio de toda la
Iglesia y de la sociedad. Pero, naturalmente, por sí solo no es suficiente para
poner fin al flagelo de la explotación de la persona humana. Se requiere
también un triple compromiso a nivel institucional de prevención, protección de
las víctimas y persecución judicial contra los responsables. Además, como las
organizaciones criminales utilizan redes globales para lograr sus objetivos, la
acción para derrotar a este fenómeno requiere un esfuerzo conjunto y también
global por parte de los diferentes agentes que conforman la sociedad.
Los Estados deben vigilar para
que su legislación nacional en materia de migración, trabajo, adopciones,
deslocalización de empresas y comercialización de los productos elaborados
mediante la explotación del trabajo, respete la dignidad de la persona. Se
necesitan leyes justas, centradas en la persona humana, que defiendan sus
derechos fundamentales y los restablezcan cuando son pisoteados, rehabilitando a
la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos de seguridad
eficaces para controlar la aplicación correcta de estas normas, que no dejen
espacio a la corrupción y la impunidad. Es preciso que se reconozca también el
papel de la mujer en la sociedad, trabajando también en el plano cultural y de
la comunicación para obtener los resultados deseados.
Las organizaciones
intergubernamentales, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, están
llamadas a implementar iniciativas coordinadas para luchar contra las redes
transnacionales del crimen organizado que gestionan la trata de personas y el
tráfico ilegal de emigrantes. Es necesaria una cooperación en diferentes
niveles, que incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como
a las organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial.
Las empresas,[6] en efecto,
tienen el deber de garantizar a sus empleados condiciones de trabajo dignas y
salarios adecuados, pero también han de vigilar para que no se produzcan en las
cadenas de distribución formas de servidumbre o trata de personas. A la
responsabilidad social de la empresa hay que unir la responsabilidad social del
consumidor. Pues cada persona debe ser consciente de que «comprar es siempre un
acto moral, además de económico».[7]
Las organizaciones de la sociedad
civil, por su parte, tienen la tarea de sensibilizar y estimular las
conciencias acerca de las medidas necesarias para combatir y erradicar la
cultura de la esclavitud.
En los últimos años, la Santa
Sede, acogiendo el grito de dolor de las víctimas de la trata de personas y la
voz de las congregaciones religiosas que las acompañan hacia su liberación, ha
multiplicado los llamamientos a la comunidad internacional para que los
diversos actores unan sus esfuerzos y cooperen para poner fin a esta plaga.[8]
Además, se han organizado algunos encuentros con el fin de dar visibilidad al
fenómeno de la trata de personas y facilitar la colaboración entre los
diferentes agentes, incluidos expertos del mundo académico y de las organizaciones
internacionales, organismos policiales de los diferentes países de origen,
tránsito y destino de los migrantes, así como representantes de grupos
eclesiales que trabajan por las víctimas. Espero que estos esfuerzos continúen
y se redoblen en los próximos años.
Globalizar la fraternidad, no
la esclavitud ni la indiferencia
6. En su tarea de «anuncio de la
verdad del amor de Cristo en la sociedad»,[9] la Iglesia se esfuerza
constantemente en las acciones de carácter caritativo partiendo de la verdad
sobre el hombre. Tiene la misión de mostrar a todos el camino de la conversión,
que lleve a cambiar el modo de ver al prójimo, a reconocer en el otro, sea
quien sea, a un hermano y a una hermana en la humanidad; reconocer su dignidad
intrínseca en la verdad y libertad, como nos lo muestra la historia de Josefina
Bakhita, la santa proveniente de la región de Darfur, en Sudán, secuestrada
cuando tenía nueve años por traficantes de esclavos y vendida a dueños feroces.
A través de sucesos dolorosos llegó a ser «hija libre de Dios», mediante la fe
vivida en la consagración religiosa y en el servicio a los demás, especialmente
a los pequeños y débiles. Esta Santa, que vivió entre los siglos XIX y XX, es
hoy un testigo ejemplar de esperanza[10] para las numerosas víctimas de la
esclavitud y un apoyo en los esfuerzos de todos aquellos que se dedican a
luchar contra esta «llaga en el cuerpo de la humanidad contemporánea, una
herida en la carne de Cristo».[11]
En esta perspectiva, deseo
invitar a cada uno, según su puesto y responsabilidades, a realizar gestos de
fraternidad con los que se encuentran en un estado de sometimiento.
Preguntémonos, tanto comunitaria como personalmente, cómo nos sentimos
interpelados cuando encontramos o tratamos en la vida cotidiana con víctimas de
la trata de personas, o cuando tenemos que elegir productos que con
probabilidad podrían haber sido realizados mediante la explotación de otras
personas. Algunos hacen la vista gorda, ya sea por indiferencia, o porque se
desentienden de las preocupaciones diarias, o por razones económicas. Otros,
sin embargo, optan por hacer algo positivo, participando en asociaciones
civiles o haciendo pequeños gestos cotidianos –que son tan valiosos–, como
decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una sonrisa, que no nos
cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, abrir caminos, cambiar la vida de
una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar nuestras vidas en
relación con esta realidad.
Debemos reconocer que estamos
frente a un fenómeno mundial que sobrepasa las competencias de una sola
comunidad o nación. Para derrotarlo, se necesita una movilización de una
dimensión comparable a la del mismo fenómeno. Por esta razón, hago un
llamamiento urgente a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y a todos
los que, de lejos o de cerca, incluso en los más altos niveles de las
instituciones, son testigos del flagelo de la esclavitud contemporánea, para
que no sean cómplices de este mal, para que no aparten los ojos del sufrimiento
de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de libertad y dignidad, sino
que tengan el valor de tocar la carne sufriente de Cristo,[12] que se hace
visible a través de los numerosos rostros de los que él mismo llama «mis
hermanos más pequeños» (Mt 25,40.45).
Sabemos que Dios nos pedirá a
cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano? (cf. Gn 4,9-10). La
globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la vida de tantos hermanos
y hermanas, nos pide que seamos artífices de una globalización de la solidaridad
y de la fraternidad, que les dé esperanza y los haga reanudar con ánimo el
camino, a través de los problemas de nuestro tiempo y las nuevas perspectivas
que trae consigo, y que Dios pone en nuestras manos.
Vaticano, 8 de diciembre de 2014
FRANCISCO
________________________________________
[2] Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2014, 2.
[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 11.
[4] Cf. Discurso a la Asociación
internacional de Derecho penal, 23 octubre 2014: L'Osservatore Romano, Ed.
lengua española, 31 octubre 2014, p. 8.
[5] Discurso a los participantes
en el encuentro mundial de los movimientos populares, 28 octubre 2014: L'Osservatore
Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 3.
[6] Cf. Pontificio Consejo para
la Justicia y la Paz, La vocazione del leader d'impresa. Una riflessione,
Milano e Roma, 2013.
[7] Benedicto XVI, Cart. enc.
Caritas in veritate, 66.
[8] Cf. Mensaje al Sr. Guy Ryder,
Director general de la Organización internacional del trabajo, con motivo de la
Sesión 103 de la Conferencia de la OIT, 22 mayo 2014: L'Osservatore Romano, Ed.
leng. española 6 junio 2014, p. 3.
[9] Benedicto XVI, Carta. enc.
Caritas in veritate, 5.
[10] «A través del conocimiento
de esta esperanza ella fue "redimida", ya no se sentía esclava, sino
hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los
Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin Dios» (Benedicto XVI,
Carta. enc. Spe salvi, 3).
[11] Discurso a los participantes
en la II Conferencia internacional sobre la Trata de personas: Church and Law
Enforcement in partnership, 10 abril 2014: L'Osservatore Romano, Ed. leng.
española 11 abril 2014, p. 9; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270.
[12] Cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 24; 270.
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