Texto completo del mensaje del
Papa por la 49 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
Comunicar la familia: ambiente
privilegiado del encuentro en la gratuidad del amor
El tema de la familia está en
el centro de una profunda reflexión eclesial y de un proceso sinodal que prevé
dos sínodos, uno extraordinario –apenas celebrado– y otro ordinario, convocado
para el próximo mes de octubre. En este contexto, he considerado oportuno que
el tema de la próxima Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales tuviera
como punto de referencia la familia. En efecto, la familia es el primer lugar
donde aprendemos a comunicar. Volver a este momento originario nos puede
ayudar, tanto a comunicar de modo más auténtico y humano, como a observar la
familia desde un nuevo punto de vista.
Podemos dejarnos inspirar por
el episodio evangélico de la visita de María a Isabel (cf. Lc 1,39-56). «En
cuanto Isabel oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre, e
Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó a voz en grito: “¡Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”» (vv. 41-42).
Este episodio nos muestra ante
todo la comunicación como un diálogo que se entrelaza con el lenguaje del
cuerpo. En efecto, la primera respuesta al saludo de María la da el niño
saltando gozosamente en el vientre de Isabel. Exultar por la alegría del
encuentro es, en cierto sentido, el arquetipo y el símbolo de cualquier otra
comunicación que aprendemos incluso antes de venir al mundo. El seno materno
que nos acoge es la primera «escuela» de comunicación, hecha de escucha y de
contacto corpóreo, donde comenzamos a familiarizarnos con el mundo externo en
un ambiente protegido y con el sonido tranquilizador del palpitar del corazón
de la mamá. Este encuentro entre dos seres a la vez tan íntimos, aunque todavía
tan extraños uno de otro, es un encuentro lleno de promesas, es nuestra primera
experiencia de comunicación. Y es una experiencia que nos acomuna a todos,
porque todos nosotros hemos nacido de una madre.
Después de llegar al mundo,
permanecemos en un «seno», que es la familia. Un seno hecho de personas
diversas en relación; la familia es el «lugar donde se aprende a convivir en la
diferencia» (Exort. ap. Evangelii gaudium, 66): diferencias de géneros y de
generaciones, que comunican antes que nada porque se acogen mutuamente, porque
entre ellos existe un vínculo. Y cuanto más amplio es el abanico de estas
relaciones y más diversas son las edades, más rico es nuestro ambiente de vida.
Es el vínculo el que fundamenta la palabra, que a su vez fortalece el vínculo.
Nosotros no inventamos las palabras: las podemos usar porque las hemos
recibido. En la familia se aprende a hablar la lengua materna, es decir, la
lengua de nuestros antepasados (cf. 2 M 7,25.27). En la familia se percibe que
otros nos han precedido, y nos han puesto en condiciones de existir y de poder,
también nosotros, generar vida y hacer algo bueno y hermoso. Podemos dar porque
hemos recibido, y este círculo virtuoso está en el corazón de la capacidad de
la familia de comunicarse y de comunicar; y, más en general, es el paradigma de
toda comunicación.
La experiencia del vínculo que
nos «precede» hace que la familia sea también el contexto en el que se
transmite esa forma fundamental de comunicación que es la oración. Cuando la
mamá y el papá acuestan para dormir a sus niños recién nacidos, a menudo los
confían a Dios para que vele por ellos; y cuando los niños son un poco más
mayores, recitan junto a ellos oraciones simples, recordando con afecto a otras
personas: a los abuelos y otros familiares, a los enfermos y los que sufren, a
todos aquellos que más necesitan de la ayuda de Dios. Así, la mayor parte de
nosotros ha aprendido en la familia la dimensión religiosa de la comunicación,
que en el cristianismo está impregnada de amor, el amor de Dios que se nos da y
que nosotros ofrecemos a los demás.
Lo que nos hace entender en la
familia lo que es verdaderamente la comunicación como descubrimiento y
construcción de proximidad es la capacidad de abrazarse, sostenerse,
acompañarse, descifrar las miradas y los silencios, reír y llorar juntos, entre
personas que no se han elegido y que, sin embargo, son tan importantes las unas
para las otras. Reducir las distancias, saliendo los unos al encuentro de los
otros y acogiéndose, es motivo de gratitud y alegría: del saludo de María y del
salto del niño brota la bendición de Isabel, a la que sigue el bellísimo canto
del Magnificat, en el que María alaba el plan de amor de Dios sobre ella y su
pueblo. De un «sí» pronunciado con fe, surgen consecuencias que van mucho más
allá de nosotros mismos y se expanden por el mundo. «Visitar» comporta abrir
las puertas, no encerrarse en uno mismo, salir, ir hacia el otro. También la
familia está viva si respira abriéndose más allá de sí misma, y las familias
que hacen esto pueden comunicar su mensaje de vida y de comunión, pueden dar
consuelo y esperanza a las familias más heridas, y hacer crecer la Iglesia
misma, que es familia de familias.
La familia es, más que ningún
otro, el lugar en el que, viviendo juntos la cotidianidad, se experimentan los
límites propios y ajenos, los pequeños y grandes problemas de la convivencia,
del ponerse de acuerdo. No existe la familia perfecta, pero no hay que tener
miedo a la imperfección, a la fragilidad, ni siquiera a los conflictos; hay que
aprender a afrontarlos de manera constructiva. Por eso, la familia en la que,
con los propios límites y pecados, todos se quieren, se convierte en una
escuela de perdón. El perdón es una dinámica de comunicación: una comunicación
que se desgasta, se rompe y que, mediante el arrepentimiento expresado y
acogido, se puede reanudar y acrecentar. Un niño que aprende en la familia a
escuchar a los demás, a hablar de modo respetuoso, expresando su propio punto
de vista sin negar el de los demás, será un constructor de diálogo y
reconciliación en la sociedad.
A propósito de límites y
comunicación, tienen mucho que enseñarnos las familias con hijos afectados por
una o más discapacidades. El déficit en el movimiento, los sentidos o el
intelecto supone siempre una tentación de encerrarse; pero puede convertirse,
gracias al amor de los padres, de los hermanos y de otras personas amigas, en
un estímulo para abrirse, compartir, comunicar de modo inclusivo; y puede
ayudar a la escuela, la parroquia, las asociaciones, a que sean más acogedoras
con todos, a que no excluyan a nadie.
Además, en un mundo donde tan a
menudo se maldice, se habla mal, se siembra cizaña, se contamina nuestro
ambiente humano con las habladurías, la familia puede ser una escuela de
comunicación como bendición. Y esto también allí donde parece que prevalece
inevitablemente el odio y la violencia, cuando las familias están separadas
entre ellas por muros de piedra o por los muros no menos impenetrables del
prejuicio y del resentimiento, cuando parece que hay buenas razones para decir «ahora
basta»; el único modo para romper la espiral del mal, para testimoniar que el
bien es siempre posible, para educar a los hijos en la fraternidad, es en
realidad bendecir en lugar de maldecir, visitar en vez de rechazar, acoger en
lugar de combatir.
Hoy, los medios de comunicación
más modernos, que son irrenunciables sobre todo para los más jóvenes, pueden
tanto obstaculizar como ayudar a la comunicación en la familia y entre
familias. La pueden obstaculizar si se convierten en un modo de sustraerse a la
escucha, de aislarse de la presencia de los otros, de saturar cualquier momento
de silencio y de espera, olvidando que «el silencio es parte integrante de la
comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido» (Benedicto
XVI, Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24
enero 2012). La pueden favorecer si ayudan a contar y compartir, a permanecer
en contacto con quienes están lejos, a agradecer y a pedir perdón, a hacer
posible una y otra vez el encuentro. Redescubriendo cotidianamente este centro
vital que es el encuentro, este «inicio vivo», sabremos orientar nuestra
relación con las tecnologías, en lugar de ser guiados por ellas. También en
este campo, los padres son los primeros educadores. Pero no hay que dejarlos
solos; la comunidad cristiana está llamada a ayudarles para vivir en el mundo
de la comunicación según los criterios de la dignidad de la persona humana y
del bien común.
El desafío que hoy se nos
propone es, por tanto, volver a aprender a narrar, no simplemente a producir y
consumir información. Esta es la dirección hacia la que nos empujan los
potentes y valiosos medios de la comunicación contemporánea. La información es
importante pero no basta, porque a menudo simplifica, contrapone las diferencias
y las visiones distintas, invitando a ponerse de una u otra parte, en lugar de
favorecer una visión de conjunto.
La familia, en conclusión, no
es un campo en el que se comunican opiniones, o un terreno en el que se
combaten batallas ideológicas, sino un ambiente en el que se aprende a
comunicar en la proximidad y un sujeto que comunica, una «comunidad
comunicante». Una comunidad que sabe acompañar, festejar y fructificar. En este
sentido, es posible restablecer una mirada capaz de reconocer que la familia
sigue siendo un gran recurso, y no sólo un problema o una institución en
crisis. Los medios de comunicación tienden en ocasiones a presentar la familia
como si fuera un modelo abstracto que hay que defender o atacar, en lugar de
una realidad concreta que se ha de vivir; o como si fuera una ideología de uno
contra la de algún otro, en lugar del espacio donde todos aprendemos lo que
significa comunicar en el amor recibido y entregado. Narrar significa más bien
comprender que nuestras vidas están entrelazadas en una trama unitaria, que las
voces son múltiples y que cada una es insustituible.
La familia más hermosa,
protagonista y no problema, es la que sabe comunicar, partiendo del testimonio,
la belleza y la riqueza de la relación entre hombre y mujer, y entre padres e
hijos. No luchamos para defender el pasado, sino que trabajamos con paciencia y
confianza, en todos los ambientes en que vivimos cotidianamente, para construir
el futuro.
Vaticano, 23 de enero de 2015
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