“La misericordia tiene ojos para ver, oídos para escuchar, manos para levantar” y lo que la tiene viva es “su constante dinamismo”, porque “la misericordia no es una palabra abstracta, sino un estilo de vida”. Así habló el Papa Francisco a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro para la audiencia jubilar dedicada a las obras de la misericordia. Hay tantas personas para ayudar: los enfermos, los presos, los hambrientos, quien no tiene un trabajo. Sobre todo aquellos que han experimentado en la propia vida el amor del Señor deben remangarse las mangas para aliviar los sufrimientos del mundo y “dar espacio a la fantasía de la caridad para individuar nuevas modalidades operativas”.
BLOG DE LA DELEGACIÓN DIOCESANA PARA EL MATRIMONIO, FAMILIA Y DEFENSA DE LA VIDA DE ALMERÍA
«Es además urgentísimo que se renueve en todos, sacerdotes, religiosos y laicos, la conciencia de la absoluta necesidad de la pastoral familiar como parte integrante de la pastoral de la Iglesia, Madre y Maestra. Repito con convencimiento la llamada contenida en la Familiaris consortio: “...cada Iglesia local y, en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).
30 de junio de 2016
AUDIENCIA JUBILAR DEL PAPA: LA MISERICORDIA SIN LAS OBRAS ESTÁ MUERTA
(RV).- Con ocasión de la Audiencia Jubilar celebrada este jueves
30 de junio en la plaza de San Pedro, el Papa Francisco invitó a los peregrinos
presentes a hacer un serio examen de conciencia porque “una cosa es hablar de misericordia, otra es vivir la misericordia”.
Texto completo de la
catequesis del Papa Francisco:
Queridos hermanos y
hermanas ¡buenos días!
¡Cuántas veces, durante
estos primeros meses del Jubileo, hemos escuchado hablar de las obras
de misericordia! Hoy el Señor nos invita a hacer un serio examen de
conciencia. Es bueno, de hecho, no olvidar nunca que la misericordia no es una palabra abstracta,
sino un estilo de vida. Una persona puede ser misericordiosa o puede ser
no misericordiosa. Es un estilo de vida, yo elijo vivir como misericordioso o
elijo vivir como no misericordioso. Una cosa es hablar de
misericordia, otra es vivir la misericordia. Parafraseando las
palabras del apóstol Santiago (cfr 2,14-17) podemos decir: la
misericordia sin las obras está muerta en sí misma. ¡Propiamente! Lo
que hace viva la misericordia es su constante dinamismo para ir hacia el
encuentro de las necesidades de aquellos que están en dificultad espiritual y
material. La misericordia tiene ojos para ver, oídos para escuchar, manos para
levantar…
La vida cotidiana nos
permite tocar con las propias manos tantas exigencias de las personas más
pobres y más probadas. A nosotros se nos pide aquella atención particular que
nos lleva a darnos cuenta del estado de sufrimiento y necesidad en el que están
tantos hermanos y hermanas. A veces, pasamos delante de situaciones de
dramática pobreza y parece que no nos tocan; todo continúa como si nada pasara,
en una indiferencia que al final nos hace hipócritas y, sin que nos demos
cuenta, termina en una forma de letargo espiritual que hace insensible el ánimo
y estéril la vida.
Hay gente que pasa por
la vida, que va por la vida, sin notar las necesidades de los otros, sin ver
tantas necesidades, espirituales y materiales, es gente que pasa sin vivir, es
gente que no sirve a los otros. Y recuerden bien: quien no vive para servir, no
sirve para vivir.
¡Cuántos son los
aspectos de la misericordia de Dios hacia nosotros! Del mismo modo, cuántos
rostros se dirigen a nosotros para obtener misericordia. Quien ha experimentado
en la propia vida la misericordia del Padre no puede permanecer insensible
frente a las necesidades de los hermanos. La enseñanza de Jesús que hemos
escuchado no permite vías de escape: Tenía hambre y ustedes me dieron de comer;
tuve sed, y me dieron de beber; estaba desnudo, prófugo, enfermo, preso y me
han ayudado (cfr Mt 25,35-36). No se puede hacer esperar a una persona que tiene hambre: es
necesario darle de comer. Jesús nos dice esto. Las obras de misericordia no son
temas teóricos, sino que son testimonios concretos. Obligan a remangarse las
mangas para aliviar el sufrimiento.
A causa de los cambios
de nuestro mundo globalizado, algunas pobrezas materiales y espirituales se han
multiplicado: demos, pues, espacio a la fantasía de la caridad para individuar
nuevas modalidades operativas. De este modo, el camino de la misericordia será siempre más concreto. A
nosotros, por lo tanto, se nos pide permanecer vigilantes como centinelas, para
que no suceda que, frente a las pobrezas producidas por la cultura del
bienestar, la mirada de los cristianos se debilite y sea incapaz de mirar lo
esencial.
Mirar lo esencial ¿qué significa? Mirar a Jesús. Mirar a Jesús en el
hambriento, en el preso, en el enfermo, en el desnudo, en aquel que no tiene
trabajo y debe mantener a una familia. Mirar a Jesús en estos hermanos y
hermanas nuestros. Mirar a Jesús en aquel que está solo, triste, en aquel que
se equivoca y necesita un consejo, en aquel que necesita hacer un camino en
silencio para que se sienta en compañía. Estas son las obras que Jesús nos
pide. Mirar a Jesús en ellos, en esta gente. ¿Por qué? Porque Jesús a mí, a
todos nosotros, nos mira así.
Ahora pasamos a otra
cosa…
Hace unos días el Señor
me ha concedido visitar Armenia,
la primera nación que abrazó el cristianismo, al inicio del siglo IV. Un pueblo
que, en el curso de su larga historia, ha testimoniado la fe cristiana con el
martirio. Doy gracias a Dios por este viaje, y estoy vivamente agradecido al
Presidente de la República de Armenia, al Catholicós Karekin II, al Patriarca,
a los Obispos Católicos y a todo el pueblo armenio por haberme acogido como
peregrino de fraternidad y de paz.
Dentro de tres meses
haré, si Dios quiere, otro viaje a
Georgia y Azerbaiyán, otros dos países de la región del Cáucaso. He
recibido la invitación a visitar estos países por dos motivos: por una parte
valorizar las antiguas raíces cristianas presentes en aquellas tierras –siempre
en espíritu de diálogo con las otras religiones y culturas- y por otra parte,
animar esperanzas y senderos de paz. La historia nos enseña que el camino de la
paz requiere una gran tenacidad y continuos pasos, comenzando por aquellos
pequeños y poco a poco haciéndoles crecer, yendo el uno al encuentro del otro.
Precisamente por esto, mi deseo es que todos y cada uno den su propia
contribución para la paz y la reconciliación.
Como cristianos estamos
llamados a reforzar entre nosotros la comunión fraterna, para dar testimonio
del Evangelio de Cristo y para ser levadura de una sociedad más justa y
solidaria. Por esto, toda la visita ha sido compartida con el Supremo
Patriarca de la Iglesia Apostólica Armenia, quien fraternamente me ha hospedado
por tres días en su casa.
Renuevo mi abrazo a los
Obispos, a los sacerdotes, a las religiosas y a los religiosos y a todos los
fieles en Armenia. La Virgen María, nuestra Madre, los ayude a permanecer
firmes en la fe, abiertos al encuentro y generosos en las obras de
misericordia. Gracias.
(Traducción del italiano, Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
29 de junio de 2016
PEDRO Y PABLO MENSAJEROS AÚN HOY DE LA MISERICORDIA Y PAZ DE JESÚS, DIJO EL PAPA Y ENCOMENDÓ AL MUNDO A MARÍA, ANTES DEL REZO DEL ÁNGELUS
Texto
completo de las palabras del Papa antes del rezo del Ángelus:
«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos
días!
Celebramos hoy la fiesta de los
santos Apóstoles Pedro y Pablo, alabando a Dios por su predicación y su
testimonio. Sobre la fe de estos dos Apóstoles se funda la Iglesia de Roma, que
desde siempre los venera como patronos. Sin embargo, es toda la Iglesia
universal la que mira hacia ellos con admiración, considerándolos dos columnas
y dos grandes luces que brillan, no sólo en el cielo de Roma, sino en el
corazón de los creyentes de Oriente y de Occidente.
En la narración de la misión de los
Apóstoles, el Evangelio nos dice que Jesús los envió de dos en dos (cfr Mt 10,1
– Lc 10,1). En cierto sentido, también Pedro y Pablo, desde Tierra Santa,
fueron enviados hasta Roma, para predicar el Evangelio. Eran dos hombres muy
distintos entre sí: Pedro «un humilde pescador». Pablo «maestro y doctor», como
reza la liturgia de hoy. Pero si aquí en Roma conocemos a Jesús, si la fe
cristiana es parte viva y fundamental del patrimonio espiritual y de la cultura
de este territorio, se debe al coraje apostólico de estos dos hijos del Cercano
Oriente. Ellos, por amor de Cristo, dejaron su patria y descuidando las
dificultades del largo viaje y de los riesgos y de la desconfianza que habían
de encontrar, llegaron a Roma. Aquí se hicieron anunciadores y testigos del Evangelio
entre la gente y sellaron con el martirio su misión de fe y caridad.
Pedro y Pablo vuelven hoy
idealmente entre nosotros, vuelven a recorrer las calles de esta Ciudad, llaman
a la puerta de nuestras casas, pero sobre todo de nuestros corazones. Quieren
volver a traer a Jesús, su amor misericordioso, su consolación, su paz ¡Tenemos
tanta necesidad de ello! ¡Acojamos su mensaje! ¡Atesoremos su testimonio! La fe
escueta y firme de Pedro, el corazón grande y universal de Pablo nos ayudarán a
ser cristianos alegres, fieles al Evangelio y abiertos al encuentro con todos.
Durante la Santa Misa, en la
Basílica de San Pedro, esta mañana, he bendecido los Palios de los Arzobispos
Metropolitanos nombrados en el último año, provenientes de diversos países.
Renuevo mi saludo y les deseo a ellos, a sus familiares y a cuantos los han
acompañado en esta peregrinación. Y los aliento a proseguir con alegría su
misión al servicio del Evangelio, en comunión con toda la Iglesia y en especial
con la Sede de Pedro, como expresa precisamente el signo del Palio.
En la misma celebración, he acogido
con alegría y afecto a los Miembros de la Delegación llegada a Roma en nombre
del Patriarca Ecuménico, el queridísimo hermano Bartolomé. También esta
presencia es signo de los fraternos lazos que existen entre nuestras Iglesias.
Oremos para que se refuercen cada vez más los vínculos de comunión y el
testimonio común.
A la Virgen María, Salus Populi
Romani, encomendamos hoy al mundo entero, y, en particular esta ciudad de Roma,
para que pueda encontrar siempre en los valores espirituales y morales que la
enriquecen el fundamento de su vida social y de su misión en Italia, en Europa
y en el mundo».
PAPA FRANCISCO: LA ORACIÓN ES UNA FORMA DE SALIR DE NUESTROS ENCIERROS
Texto de
la homilía del Santo Padre Francisco durante la misa celebrada con motivo de la
Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo:
La Palabra de Dios de esta liturgia contiene un binomio
central: cierre -apertura. A esta imagen podemos
unir el símbolo de las llaves, que Jesús promete a Simón Pedro para que pueda abrir la
entrada al Reino de los cielos, y no cerrarlo para la gente,
como hacían algunos escribas y fariseos hipócritas a los que Jesús reprende
(cf. Mt 23, 13).
La lectura de los Hechos de los Apóstoles (12,1-11) nos
presenta tres encierros: el de Pedro en la cárcel; el de la
comunidad reunida en oración; y – en el contexto cercano de nuestro pasaje – el
de la casa de María, madre de Juan, llamado Marcos, donde Pedro va a llamar
después de haber sido liberado.
Con respecto a los encierros, la oración aparece
como la principal vía de salida: salida de la comunidad, que corre el peligro
de encerrarse en sí misma debido a la persecución y al miedo; salida para
Pedro, que al comienzo de su misión que le había sido confiada por el Señor, es
encarcelado por Herodes, y corre el riesgo de ser condenado a muerte. Y
mientras Pedro estaba en la cárcel, «la Iglesia oraba insistentemente a Dios
por él» (Hch 12,5). Y el Señor responde a la oración y le envía a
su ángel para liberarlo, «arrancándolo de la mano de Herodes» (cf. v. 11). La
oración, como humilde abandono en Dios y en su santa voluntad, es siempre una
forma de salir de nuestros encierros personales y comunitarios. Es la gran vía
de salida de las cerrazones.
También Pablo, escribiendo a Timoteo, habla de su
experiencia de liberación, la salida del peligro de ser, él también, condenado
a muerte; en cambio, el Señor estuvo cerca de él y le dio fuerzas para que
pudiera llevar a cabo su trabajo de evangelizar a los gentiles (cf. 2 Tm 4,17).
Pero Pablo habla de una «apertura» mucho mayor, hacia un horizonte
infinitamente más amplio: el de la vida eterna, que le espera después de haber
terminado la «carrera» terrena. Es muy bello ver la vida del Apóstol toda
«en salida» gracias al Evangelio: toda proyectada hacia adelante, primero
para llevar a Cristo a cuantos no le conocen, y luego para saltar, por así
decirlo, en sus brazos, y ser llevado por él que lo salvará llevándolo a
su reino celestial» (cf. v. 18).
Volvamos a Pedro. El relato Evangélico (Mt 16,13-19)
de su profesión de fe y la consiguiente misión confiada por Jesús nos muestra
que la vida de Simón, pescador de Galilea ‒
como la vida de cada uno de nosotros ‒
se abre, florece plenamente cuando acoge de Dios la gracia de la fe.
Entonces, Simón se pone en el camino – un camino largo y duro
– que le llevará a salir de sí mismo, de sus seguridades
humanas, sobre todo de su orgullo mezclado con valentía y con generoso
altruismo. En este su camino de liberación, es decisiva la oración de
Jesús: «yo he pedido por ti (Simón), para que tu fe no se apague» (Lc 22,32).
Es igualmente decisiva la mirada llena de compasión del Señor
después de que Pedro le hubiera negado tres veces: una mirada que toca el
corazón y disuelve las lágrimas de arrepentimiento (cf. Lc22, 61-62).
Entonces Simón Pedro fue liberado de la prisión de su ego orgulloso, de
su ego miedoso, y superó la tentación de cerrarse a la llamada de Jesús a
seguirle por el camino de la cruz.
Como ya he dicho, en el contexto inmediato del pasaje de los
Hechos de los Apóstoles, hay un detalle que nos puede hacer bien resaltar (cf.
12.12-17). Cuando Pedro se encuentra milagrosamente libre, fuera de la prisión
de Herodes, va a la casa de la madre de Juan, llamado Marcos. Llama a la
puerta, y desde dentro responde una sirvienta llamada Rode, la cual,
reconociendo la voz de Pedro, en lugar de abrir la puerta, incrédula y llena de
alegría corre a contárselo a su señora. El relato, que puede parecer cómico, y
que puede dar inicio al llamado complejo de Herodes, nos hace
percibir el clima de miedo en el que vivía la comunidad cristiana, que
permanecía encerrada en la casa, y cerrada también a las sorpresas de Dios.
Pedro llama a la puerta: “¡Mira!”. Está la alegría, está el miedo… “Pero. ¿Abrimos,
no abrimos?”. Y él corre peligro, porque la policía puede tomarlo… Pero el
miedo hace que nos detengamos, ¡nos detiene siempre! Nos cierra, nos cierra a
las sorpresas de Dios.
Este detalle nos habla de la tentación que existe siempre
para la Iglesia: de cerrarse en sí misma de cara a los peligros.
Pero incluso aquí hay un resquicio a través del cual puede pasar a la acción de
Dios: dice Lucas que en aquella casa, «había muchos reunidos en oración»
(v. 12). La oración permite a la gracia abrir una vía de salida: del
cerramiento a la apertura, del miedo a la valentía, de la tristeza a la
alegría. Y podemos añadir: de la división a la unidad. Sí, lo
decimos hoy junto a nuestros hermanos de la delegación enviada por el querido
Patriarca Ecuménico Bartolomé, para participar en la fiesta de los Santos
Patronos de Roma. Una fiesta de comunión para toda la Iglesia, como pone de
manifiesto la presencia de los Arzobispos Metropolitanos venidos para la
bendición de los Palios, que les serán impuestos por mis Representantes en sus
respectivas sedes.
Que los santos Pedro y Pablo intercedan por nosotros, para
que podamos hacer este camino con la alegría, experimentar la acción liberadora
de Dios y testimoniarla a todos.
28 de junio de 2016
TEXTO DEL SALUDO DEL SANTO PADRE FRANCISCO AL PAPA EMÉRITO BENEDICTO XVI:
Santidad,
hoy festejamos la historia de una llamada que comenzó hace sesenta y cinco años
con su ordenación sacerdotal en la Catedral de Frisinga el 29 de junio de 1951.
¿Pero cuál es la nota de fondo que recorre esta larga historia y que desde
aquel primer inicio hasta hoy la domina cada vez más?
En
una de las tantas bellas páginas que Usted dedica al sacerdocio, subraya que,
en la hora de la llamada definitiva de Simón, Jesús, mirándolo, en el fondo le
pregunta sólo una cosa: “¿Me amas?”.
¡Qué
bello y verdadero es esto! Porque está aquí, Usted nos dice, es en aquel “me
amas” que el Señor funda el apacentar, porque sólo si existe el amor por el
Señor Él puede apacentar a través de nosotros: “Señor, tú sabes todo, tú sabes
que te amo” (Jn 21, 15-19). Esta es la nota que domina una vida
entera gastada en el servicio sacerdotal y de la teología que Usted, no
casualmente, ha definido como “la búsqueda del amado”; es esto lo que Usted ha
testimoniado siempre y testimonia aún hoy: que lo decisivo en nuestras
jornadas – con sol o con lluvia – sólo aquella con la que
viene todo lo demás, es que el Señor esté verdaderamente presente, que lo
deseemos, que interiormente estemos cerca de Él, que lo amemos, que
verdaderamente creamos profundamente en Él y creyendo lo amemos verdaderamente.
Es este amar lo que verdaderamente nos colma el corazón, este creer es lo que
nos hace caminar seguros y tranquilos sobre las aguas, también en medio de la
tempestad, precisamente como sucedió a Pedro; este amar y este creer es lo que
nos permite mirar hacia el futuro no con miedo o nostalgia, sino con alegría,
incluso en los años ya avanzados de nuestra vida.
Y
así, precisamente viviendo y testimoniando hoy de modo tan intenso y luminoso
esta única cosa verdaderamente decisiva – tener la mirada y el corazón dirigido
a Dios – Usted, Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia, no deja de contribuir
verdaderamente con vigor y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde aquel
pequeño Monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se
revela de ese modo algo muy diferente que uno de aquellos rincones olvidados en
los cuales la cultura del descarte de hoy tiende a relegar a las personas
cuando, con la edad, sus fuerzas decaen. Es todo lo contrario; y esto ¡permite
que lo diga con fuerza Su Sucesor que ha elegido llamarse Francisco!
Porque
el camino espiritual de San Francisco comenzó en San Damián, pero el verdadero
lugar amado, el corazón pulsante de la Orden – allí donde la fundó y donde, en
fin, entregó su vida a Dios – fue la Porciúncula, la “pequeña porción”, el rinconcito
ante la Madre de la Iglesia; cerca de María que, por su fe tan firme y por
vivir enteramente del amor y en el amor con el Señor, todas las generaciones
llamarán bienaventurada.
Del
mismo modo, la Providencia ha querido que Usted, querido Hermano, llegara a un
lugar por decirlo de alguna manera “propiamente franciscano”, del que brota una
tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una
entrega y una fidelidad que me hacen tanto bien y me dan tanta fuerza a mí, y a
toda la Iglesia. Y me permito, que también de Usted viene un sano y alegre
sentido del humor.
El
anhelo con el que deseo concluir es, por tanto, un anhelo que dirijo a Usted, y
junto a todos nosotros, a la Iglesia entera: ¡Que Usted, Santidad, siga
sintiendo la mano de Dios misericordioso que lo sostiene, que experimente y
testimonie el amor de Dios; que, con Pedro y Pablo, siga exultando con gran
alegría mientras camina hacia la meta de la fe (Cfr. 1 Pt, 8-9, 2
Tim, 4)!
BENEDICTO XVI AGRADECE A PAPA FRANCISCO: “SU BONDAD ES EL LUGAR DONDE YO VIVO, ME SIENTO PROTEGIDO”
(RV).- Benedicto XVI se mostró muy agradecido
y emocionado después de escuchar las palabras que le dedicaron tanto Papa
Francisco como el Cardenal Sodano y el Cardenal Müller durante la celebración
del 65 aniversario de su ordenación sacerdotal celebrada este martes en el
Vaticano.
El Papa Ratzinger recordó en su
discurso el término griego que hace 65 le dijo un hermano que se ordenó con él:
“Eucharistomen”, que significa gracias, pero no unas gracias normales, un
gracias humano, un gracias a todos. Y así se lo dijo también al Santo Padre
Francisco, “por su bondad desde el primer momento de la elección y en cada
momento”. Un hecho que hace que se “conmueva”. Y en este sentido añadió que “más
que en los Jardines Vaticanos con toda su belleza, su bondad es el lugar donde
yo vivo: me siento protegido”, aseguró. Así mismo, demostró el deseo de que
Francisco vaya “con todos nosotros hacia delante en esta vía de la Misericordia
Divina, mostrando el camino de Jesús, hacia Jesús, hacia Dios”.
Papa Benedicto XVI volvió en su
mensaje a la palabra “Eucharistomen” y explicó que el término lleva a una
realidad de agradecimiento, a aquella nueva dimensión que Cristo ha dado. “Él
ha transformado el agradecimiento -y así en bendición- la cruz, el sufrimiento
y todo el mal del mundo”. Al final, explicó el Papa emérito, queremos
inserirnos en este “gracias” del Señor, y así recibir realmente la novedad de
la vida y ayudar para la transustanciación del mundo: que no sea un mundo de
muerte sino de vida: un mundo en el que el amor vence a la muerte”.
EL PAPA FRANCISCO: BENEDICTO XVI HA HECHO Y HACE TEOLOGÍA DE RODILLAS
(RV).- Con ocasión del 65º aniversario
sacerdotal del Papa emérito, el 29 de junio de 1951, este martes se presentó en
el Vaticano el libro “Enseñar y aprender el amor de Dios” que recoge textos de Joseph
Ratzinger/Benedicto XVI sobre el sacerdocio.
Se trata del primer volumen de una
colección de libros de Benedicto XVI sobre el sacerdocio del cual el
Papa Francisco escribió el prefacio. La presentación se llevó a
cabo durante la ceremonia en la Sala Clementina por el 65° aniversario de
sacerdocio de Benedicto XVI y en la que participó el Papa Francisco.
En el prefacio del libro, el Papa
Francisco escribió:
“Cuando leo las obras de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI me resulta cada vez más claro que él ha
hecho y hace ‘teología de rodillas’: de rodillas porque, antes
incluso que ser un grandísimo teólogo y maestro de la fe, se ve que es un
hombre que cree verdaderamente, que ora verdaderamente; se ve que es un hombre
que personifica la santidad, un hombre de paz, un hombre de Dios”.
Por este motivo, Francisco explicó
que Joseph Ratzinger “encarna ejemplarmente el corazón de toda la
acción sacerdotal: ese profundo enraizamiento en Dios sin el
cual toda la capacidad organizativa posible y toda la presunta superioridad
intelectual, todo el dinero y el poder resultan inútiles; él encarna esa
constante relación con el Señor Jesús sin la cual nada es ya verdadero, todo se
convierte en rutina, los sacerdotes en asalariados, los obispos en burócratas y
la Iglesia deja de ser la Iglesia de Cristo y se convierte en un producto
nuestro, una ONG a fin de cuentas superflua”.
Además, el Papa Francisco aseguró
sobre Benedicto XVI que “leyendo este volumen, se ve claramente como él mismo,
en sesenta y cinco años de sacerdocio que hoy celebramos, ha vivido y vive, ha testimoniado y testimonia ejemplarmente esta esencia del actuar sacerdotal”.
Asimismo, el Papa Bergoglio afirmó
que “Benedicto XVI nos sigue testimoniando, quizás ahora, sobre todo, desde el Monasterio
Mater Ecclesiae, en el que se ha retirado, de un modo todavía más luminoso, el
‘factor decisivo’, ese íntimo núcleo del ministerio sacerdotal que los
diáconos, los sacerdotes y los obispos nunca deben olvidar, a saber, que el
primer y el más importante servicio no es la gestión de los ‘asuntos
corrientes’, sino rezar por los demás, sin interrupción, con
alma y cuerpo, precisamente como lo hace hoy el Papa emérito…
La oración, nos dice en este libro y nos testimonia Benedicto XVI, es el factor
decisivo: es una intercesión de la que tienen más necesidad que nunca tanto la
Iglesia como el mundo —y tanto más en este momento de verdadero y propio cambio
de época—; tienen necesidad de ella como del pan, más que del pan”.
Por último, Francisco se dirige a
los sacerdotes y les dijo: “¡Queridos hermanos! Yo me permito decir que si
alguno de ustedes tuviera en algún momento dudas sobre el centro del propio
ministerio, sobre su sentido, sobre su utilidad, si en algún momento le
vinieran dudas sobre lo que los hombres esperan verdaderamente de nosotros,
medite profundamente las páginas que se nos ofrecen en este libro, porque los
hombres esperan de nosotros sobre todo lo que en este libro encontraréis
escrito y testimoniado: que les llevemos a Jesucristo y que les conduzcamos a
Él, al agua fresca y viva, de la que tienen sed más que de cualquier otra cosa,
el agua que solo Él puede regalarnos y que ningún sucedáneo podrá nunca
remplazar; que les conduzcamos a realizar ese sueño más íntimo que tienen y que
ningún poder podrá nunca prometerles ver cumplido”.
Texto
completo del prefacio escrito por el Papa Francisco:
Cuando leo las obras de Joseph
Ratzinger/Benedicto XVI me resulta cada vez más claro que él ha hecho y hace
«teología de rodillas»: de rodillas porque, antes incluso que ser un grandísimo
teólogo y maestro de la fe, se ve que es un hombre que cree verdaderamente, que
ora verdaderamente; se ve que es un hombre que personifica la santidad, un
hombre de paz, un hombre de Dios. Y así él encarna ejemplarmente el corazón de
toda la acción sacerdotal: ese profundo enraizamiento en Dios sin el cual toda
la capacidad organizativa posible y toda la presunta superioridad intelectual,
todo el dinero y el poder resultan inútiles; él encarna esa constante relación
con el Señor Jesús sin la cual nada es ya verdadero, todo se convierte en
rutina, los sacerdotes en asalariados, los obispos en burócratas y la Iglesia
deja de ser la Iglesia de Cristo y se convierte en un producto nuestro, una ONG
a fin de cuentas superflua.
El sacerdote es aquel que «encarna
la presencia de Cristo, testimoniando su presencia salvífica», escribe en este
sentido Benedicto XVI en la Carta de proclamación del Año sacerdotal. Leyendo
este volumen, se ve claramente como él mismo, en sesenta y cinco años de
sacerdocio que hoy celebramos, ha vivido y vive, ha testimoniado y testimonia
ejemplarmente esta esencia del actuar sacerdotal.
El cardenal Ludwig Gerhard Müller
ha afirmado con autoridad que la obra teológica de Joseph Ratzinger, antes, y
de Benedicto XVI, después, lo sitúa en esa serie de grandísimos teólogos que
han ocupado la cátedra de Pedro; como, por ejemplo, el papa León Magno, santo y
doctor de la Iglesia.
Renunciando al ejercicio activo del
ministerio petrino, Benedicto XVI ha decidido ahora dedicarse totalmente al
servicio de la oración: «El Señor me llama a “subir al monte” a dedicarme
todavía más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar la
Iglesia, más aún, si Dios me pide esto es propiamente para que pueda continuar
sirviéndola con la misma dedicación y el mismo amor con el que he tratado de
hacerlo hasta ahora», ha dicho en el último y conmovedor Ángelus que ha rezado.
Desde este punto de vista, a la justa consideración del Prefecto para la
Doctrina de la Fe, querría añadir que quizás es precisamente hoy, como papa
emérito, cuando él nos está impartiendo del modo más evidente una de sus más
grandes lecciones de «teología de rodillas».
Porque Benedicto XVI nos sigue
testimoniando, quizás ahora, sobre todo, desde el Monasterio Mater
Ecclesiae, en el que se ha retirado, de un modo todavía más luminoso, el
«factor decisivo», ese íntimo núcleo del ministerio sacerdotal que los
diáconos, los sacerdotes y los obispos nunca deben olvidar, a saber, que el
primer y el más importante servicio no es la gestión de los «asuntos
corrientes», sino rezar por los demás, sin interrupción, con alma y cuerpo,
precisamente como lo hace hoy el papa emérito: constantemente inmerso en Dios,
con el corazón siempre dirigido a Él, como un amante que en cada instante
piensa en el amado, haga lo que haga. Así, Su Santidad, Benedicto XVI, con su
testimonio, nos muestra cuál es la verdadera oración: no la ocupación de
algunas personas consideradas particularmente devotas y quizás tenidas por poco
aptas para resolver problemas prácticos, para ese «hacer» que, sin embargo, los
más «activos» creen que es el elemento decisivo de nuestro servicio sacerdotal,
relegando así de hecho la oración al «tiempo libre». Orar no es tampoco
simplemente una buena práctica para poner un poco en paz la propia conciencia,
o solo un medio devoto para obtener de Dios lo que en un momento determinado
creemos que sirve. No. La oración, nos dice en este libro y nos testimonia
Benedicto XVI, es el factor decisivo: es una intercesión de la que tienen más
necesidad que nunca tanto la Iglesia como el mundo —y tanto más en este momento
de verdadero y propio cambio de época—; tienen necesidad de ella como del pan,
más que del pan. Porque orar es confiar la Iglesia a Dios, con la conciencia de
que la Iglesia no es nuestra, sino Suya, y que precisamente por esto él no la
abandonará; porque orar significa confiar el mundo y la humanidad a Dios; la
oración es la clave que abre el corazón de Dios, es la única que consigue
introducir de nuevo a Dios siempre, continuamente, en este mundo nuestro, y es,
a la vez, la única que consigue introducir de nuevo a los hombres y al mundo
siempre, continuamente, en Él, como el hijo pródigo que vuelve a su Padre,
lleno de amor por él, y no espera más que poder abrazarlo. Benedicto XVI no
olvida que la oración es la primera tarea del obispo.
Y así, orar verdaderamente va de la
mano con la conciencia de que el mundo sin la oración no solo pierde
rápidamente su orientación, sino también la auténtica fuente de la vida:
«Porque sin la vinculación con Dios somos como satélites que han perdido su
órbita y caemos como enloquecidos en el vacío, no solo desintegrándonos
nosotros mismos, sino amenazando también a los demás», escribe Joseph
Ratzinger, ofreciéndonos una de sus tantas estupendas imágenes esparcidas en
este libro.
¡Queridos hermanos! Yo me permito
decir que si alguno de vosotros tuviera en algún momento dudas sobre el centro
del propio ministerio, sobre su sentido, sobre su utilidad, si en algún momento
le vinieran dudas sobre lo que los hombres esperan verdaderamente de nosotros,
medite profundamente las páginas que se nos ofrecen en este libro, porque los
hombres esperan de nosotros sobre todo lo que en este libro encontraréis
escrito y testimoniado: que les llevemos a Jesucristo y que les conduzcamos a
Él, al agua fresca y viva, de la que tienen sed más que de cualquier otra cosa,
el agua que solo Él puede regalarnos y que ningún sucedáneo podrá nunca
remplazar; que les conduzcamos a realizar ese sueño más íntimo que tienen y que
ningún poder podrá nunca prometerles ver cumplido.
No es casualidad que la iniciativa
de este volumen —junto con la de dar vida muy oportunamente a una Serie de
libros temáticos sobre el pensamiento de Joseph Ratzinger / Benedicto XVI— haya
partido de un laico, el profesor Pierluca Azzaro, y de un sacerdote, el
reverendo padre Carlos Granados. A ellos va mi cordial agradecimiento,
bendición y apoyo por el importante proyecto, junto con el reverendo don
Giuseppe Costa, director de la Librería Editrice Vaticana, que publica la Opera
Omnia de Joseph Ratzinger. No es casualidad, decía, porque el volumen que hoy
presento está dirigido en la misma medida a los sacerdotes y a los fieles
laicos; como magistralmente testimonia, entre tantas, esta página del libro que
ofrezco a los religiosos y a los laicos como una última y segura invitación a
la lectura: «Casualmente he leído en estos días un relato sobre estas
cuestiones, en el que el gran escritor francés Julien Green describe las
peripecias de su conversión. Cuenta él cómo en el período de entreguerras vivía
tal como vive un hombre de hoy, con todas las permisividades que éste se da a
sí mismo; ni mejor ni peor, esclavo de los placeres, que están ahí junto con
Dios, de forma que, por una parte los necesita, para hacer soportable su vida,
y al mismo tiempo encuentra insoportable esa vida. Él es un hombre que busca
dónde podría encontrar una salida, establece algunas relaciones. Un día va a
ver al gran teólogo Henri Bremond, pero el resultado es sólo una conversación
de carácter académico, planteamientos de carácter teorético, que nada le
ayudan. Entonces entra en relación con dos grandes filósofos, el matrimonio
Jacques y Raissa Maritain. Raissa Maritain lo remite a un dominico polaco. Él
se dirige a aquél y le describe la situación de su vida desgarrada. El
sacerdote le dice: ¿Y está usted conforme con esa vida? ¡No, claro que no! A
usted le gustaría vivir de otro modo, ¿se arrepiente? ¡Sí! Y entonces sucede
algo inesperado. El sacerdote le dice: ¡Arrodíllese! Ego te absolvo a peccatis
tuis, yo te absuelvo. Julien Green escribe: Entonces me di cuenta de que, en el
fondo, siempre había estado esperando ese instante, siempre había estado
esperando a que en cualquier momento hubiese alguien que me dijese:
Arrodíllate, yo te absuelvo; me fui a casa, yo no era otro, no, finalmente
había vuelto a ser yo mismo».
27 de junio de 2016
26 de junio de 2016
PAPA FRANCISCO PARTICIPA EN LA DIVINA LITURGIA EN LA CATEDRAL ARMENIO APOSTÓLICA
(RV).- “Que el Espíritu Santo haga
de los creyentes un solo corazón y una sola alma; que venga a refundarnos en la
unidad”, lo dijo el Papa Francisco en su saludo durante la Divina Liturgia
celebrada el último domingo de junio, en la Plaza de San Tiridate de
Echmiadzin, sede del catholicós de Armenia. “Que la Iglesia Armenia camine en paz
y la comunión entre nosotros sea plena”, exhortó.
El Obispo de Roma comenzó su
discurso agradeciendo al Señor por esta visita que ha sido “inolvidable” y que
tanto había “deseado tanto”. Así mismo agradeció a Karekin II por haberle
abierto las puertas de su casa estos días. “Nos hemos encontrado, nos hemos
abrazado fraternalmente, hemos rezado juntos y compartido los dones, las
esperanzas y las preocupaciones de la Iglesia de Cristo, cuyo corazón oímos
latir al unísono, y en la que creemos y sentimos como una”.
Una emocionante y solemne
ceremonia, en la que el Papa Francisco pidió que “tengamos el oído abierto a
las jóvenes generaciones, que anhelan un futuro libre de las divisiones del
pasado”. Y en este contexto exhortó a que se difunda de nuevo una luz radiante,
la de la fe, una la luz del amor que perdona y reconcilia.
Finalmente Papa Francisco pidió a
Karekin II, patriarca Supremo y catholicós de todos los armenios, que bendijera
–en nombre de Dios- a él, a toda la Iglesia Católica y a la andadura hacia la
unidad plena.
(MZ-RV)
Saludo de Papa Francisco
Santidad,
Queridos Obispos,
Hermanos y hermanas
Al coronar esta visita, que tanto he deseado,
y para mí ya inolvidable, deseo elevar mi agradecimiento al Señor, junto con el
gran himno de alabanza y de acción de gracias que sube de este altar. Vuestra
Santidad me ha abierto en estos días las puertas de su casa y hemos
experimentado «qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos (Sal
133,1). Nos hemos encontrado, nos hemos abrazado fraternalmente, hemos rezado
juntos y compartido los dones, las esperanzas y las preocupaciones de la
Iglesia de Cristo, cuyo corazón oímos latir al unísono, y en la que creemos y
sentimos como una. «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la
esperanza [...]. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que
está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos» (Ef 4,4-6): con
gozo podemos hacer verdaderamente nuestras estas palabras del apóstol Pablo.
Nos hemos encontrado precisamente en el signo de los santos Apóstoles. Los
santos Bartolomé y Tadeo, que proclamaron por primera vez el Evangelio en estas
tierras, y los santos Pedro y Pablo, que dieron su vida por el Señor en Roma, y
que ahora reinan con Cristo en el cielo, se alegran ciertamente al ver nuestro
afecto y nuestra aspiración concreta a la plena comunión. Por todo esto doy
gracias al Señor, por vosotros y con vosotros: ¡Park astutsò! (¡Gloria a
Dios!).
En esta Divina Liturgia, el solemne canto del
trisagio se ha elevado al cielo, ensalzando la santidad de Dios; que descienda
copiosamente la bendición del Altísimo sobre la tierra por intercesión de la
Madre de Dios, de los grandes santos y doctores, de los mártires, sobre todo de
tantos mártires que en este lugar habéis canonizados el año pasado. «El
Unigénito que vino aquí» bendiga vuestro camino. Que el Espíritu Santo haga de
los creyentes un solo corazón y una sola alma; que venga a refundarnos en la
unidad. Por eso quisiera invocarlo nuevamente, tomando algunas espléndidas
palabras que han entrado en vuestra Liturgia. Ven, Espíritu, Tú, «que con
gemidos incesantes eres nuestro intercesor ante el Padre misericordioso, Tú,
que velas por los santos y purificas a los pecadores»; infunde en nosotros tu
fuego de amor y unidad, y «que este fuego diluya los motivos de nuestro
escándalo» (Gregorio de Narek, Libro de las Lamentaciones, 33, 5), ante todo,
la falta de unidad entre los discípulos de Cristo.
Que la Iglesia Armenia camine en paz, y la comunión
entre nosotros sea plena. Que brote en todos un fuerte anhelo de unidad, una
unidad que no debe ser «ni sumisión del uno al otro, ni absorción, sino más
bien la aceptación de todos los dones que Dios ha dado a cada uno, para manifestar
a todo el mundo el gran misterio de la salvación llevada a cabo por Cristo, el
Señor, por medio del Espíritu Santo» (Palabras al final de la Divina Liturgia,
Iglesia patriarcal de San Jorge, Estambul, 30 noviembre 2014).
Acojamos la llamada de los santos, escuchemos la voz
de los humildes y los pobres, de tantas víctimas del odio que sufrieron y
sacrificaron sus vidas a causa de su fe; tengamos el oído abierto a las jóvenes
generaciones, que anhelan un futuro libre de las divisiones del pasado. Que desde
este lugar santo se difunda de nuevo una luz radiante; la de la fe, que desde
san Gregorio, vuestro padre según el Evangelio, ha iluminado estas tierras, y a
ella se una la luz del amor que perdona y reconcilia.
Así como los Apóstoles en la mañana de Pascua, no
obstante las dudas e incertidumbres, corrieron hasta el lugar de la
resurrección atraídos por el amanecer feliz de una nueva esperanza (cf. Jn
20,3-4), así también sigamos nosotros en este santo domingo la llamada de Dios
a la comunión plena y apresuremos el paso hacia ella.
Y ahora, Santidad, en nombre de Dios te pido que me
bendigas, a mí y a la Iglesia Católica, que bendigas esta nuestra andadura
hacia la unidad plena.
25 de junio de 2016
SE SIGUE A JESÚS CAMINANDO CON ÉL, NO HAY ATAJOS. REFLEXIÓN DEL JESUITA JUAN BYTTON
(RV).- (Lc 9, 51-62) Con la
lectura de este domingo empieza la segunda parte del Evangelio de Lucas, y toma
distancia del orden de los relatos de Marcos y Mateo. Se trata de una
peregrinación hacia Jerusalén y los temas claves serán el seguimiento y la vida
cotidiana con Jesús. En esta primera parte del camino, Lucas ha querido reunir
dos relatos con una introducción solemne: “Al acercarse el tiempo de su salida
de este mundo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén” (v 51). El plan del
Padre se tenía que cumplir y Jesús lo sabe. El texto griego dice: “afirmó su
rostro para ir a Jerusalén”, recogiendo así el relato anterior sobre su
identidad. Cumpliendo la voluntad de Dios, Jesús nos dice quién es.
Para llegar a Jerusalén
desde Galilea se pasa por Samaria. Allí, Jesús envía por delante unos
mensajeros, pero no los recibieron. El rechazo es parte del camino del discípulo
y Lucas lo sabe. Sin embargo, dos de los discípulos más cercanos, Juan y
Santiago – los mismos que pedirán los primeros puestos (Mt 20,20-23) – quieren
demostrar su “poder”. Tienen en mente la experiencia triunfante de los
mensajeros de Dios de las Escrituras. Es la eterna tentación del creyente:
imponer la verdad con la fuerza. Así, mientras los samaritanos no quieren
aceptar la buena nueva, los discípulos cercanos la interpretan mal. Pero es
caminando con Jesús que se nos renuevan los criterios, el alma y el corazón.
Frente a la imposición y el pensamiento cerrado, Jesús camina entre la
fragilidad y el fracaso. En silencio, los discípulos van aprendiendo del
maestro y “se van a otro pueblo” (v 55), pues siempre habrá un lugar que
necesite de Dios.
La segunda parte del relato
es el reflejo de lo apenas vivido. Mientras que en la primera parte Jesús envía
a sus discípulos y estos lo preceden, ahora se trata de escuchar la invitación
de Jesús y seguirlo. Por ello, es interesante que el evangelista nos presenta
tres casos de experiencias vocacionales distintos pero muy similares a la vez.
El primero quiere seguir a Jesús “a donde quiera que vaya” (v 57). Frente a
este entusiasmo, Jesús es más entusiasta aún y le ofrece la libertad de
sentirse totalmente en las manos de Dios. La exigencia es confianza, y la
confianza es signo del amor. En el segundo caso, es Jesús quien toma la
iniciativa: “Sígueme” (v 59). Este lo reconoce “Señor”, pero antes quiere
cumplir una legítima exigencia de la ley y del corazón: “Honrar a padre y
madre” (Exo 20, 12). La respuesta de Jesús es fuerte: “Deja que los muertos
entierran a sus muertos” (v 60). Pero pasa desapercibida una palabra dicha por
el que quiere seguirlo: “déjame ir primero (πρῶτον) a…”.
Con sus palabras, Jesús no niega la ley y el amor a los padres, sino
que quiere dejar claro que el amor de Dios es prioritario y primero, que es
desde allí que surge todo tipo de amor y anunciar el Reino de Dios es salvar a
todos/as de la muerte y la soledad. Finalmente, la tercera persona vuelve a
cambiar las prioridades: “déjame despedirme primero (πρῶτον) de…” (v
61). Y Jesús, haciendo referencia a las Escrituras, no imita
al profeta Elías, sino que ofrece esa novedad que es radical y
profunda a la vez: mirar para adelante, mirar el Reino y desde allí iluminar
todas las vidas.
En cada uno de nosotros hay
algo de estos personajes. Por eso, ahora sabemos que el seguimiento implica
decisión y no sólo buenos deseos; que siempre habrá algo legítimo que nos
invite a detenernos en el camino y por tanto que el Reino de Dios no es del
“sí, pero…”, sino del “Sí, Jesús, y contigo para todos/as”.
Para Radio Vaticano, jesuita
Juan Bytton
RECONSTRUIRÁN SOBRE RUINAS, RENOVARÁN CIUDADES DEVASTADAS, EL PAPA EN LA MISA EN ARMENIA
Texto
completo de la homilía pronunciada por el Papa Francisco en la misa del 25 de
junio en Armenia
(Radio Vaticana) “Reconstruirán
sobre ruinas antiguas […] renovarán ciudades devastadas” (Is 61,4). En estos
lugares, queridos hermanos y hermanas, podemos decir que se han cumplido las
palabras del profeta Isaías que hemos escuchado. Después de la terrible
devastación del terremoto, estamos hoy aquí para dar gracias a Dios por todo lo
que ha sido reconstruido.
Pero también podríamos
preguntarnos: ¿Qué es lo que el Señor quiere que construyamos hoy en la vida?,
y ante todo: ¿Sobre qué cimiento quiere que construyamos nuestras vidas?
Quisiera responder a estas preguntas proponiendo tres bases estables sobre las
que edificar y reconstruir incansablemente la vida cristiana.
La primera base es la memoria. Una
gracia que tenemos que pedir es la de saber recuperar la memoria, la memoria de
lo que el Señor ha hecho en nosotros y por nosotros: recordar que, como dice el
Evangelio de hoy, él no nos ha olvidado, sino que se «acuerda» (cf. Lc 1,72) de
nosotros: nos ha elegido, amado, llamado y perdonado; hay momentos importantes
de nuestra historia personal de amor con él que debemos reavivar con la mente y
el corazón. Pero hay también otra memoria que se ha de custodiar: la memoria
del pueblo. Los pueblos, en efecto, tienen una memoria, como las personas. Y la
memoria de vuestro pueblo es muy antigua y valiosa. En vuestras voces resuenan
la de los santos sabios del pasado; en vuestras palabras se oye el eco del que
ha creado vuestro alfabeto con el fin de anunciar la Palabra de Dios; en
vuestros cantos se mezclan los llantos y las alegrías de vuestra historia.
Pensando en todo esto, podéis reconocer sin duda la presencia de Dios: él no os
ha dejado solos. Incluso en medio de tremendas dificultades, podríamos decir
con el Evangelio de hoy que el Señor ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1,68): se
ha acordado de vuestra fidelidad al Evangelio, de las primicias de vuestra fe,
de todos los que han dado testimonio, aun a costa de la sangre, de que el amor
de Dios vale más que la vida (cf. Sal 63,4). Qué bueno es recordar con gratitud
que la fe cristiana se ha convertido en el aliento de vuestro pueblo y el
corazón de su memoria.
La fe es también la esperanza para
vuestro futuro, la luz en el camino de la vida, y es la segunda base de la que
quisiera hablaros. Existe siempre un peligro que puede ensombrecer la luz de la
fe: es la tentación de considerarla como algo del pasado, como algo importante,
pero perteneciente a otra época, como si la fe fuera un libro miniado para
conservar en un museo. Sin embargo, si se la relega a los anales de la
historia, la fe pierde su fuerza transformadora, su intensa belleza, su
apertura positiva a todos. La fe, en cambio, nace y renace en el encuentro
vivificante con Jesús, en la experiencia de su misericordia que ilumina todas
las situaciones de la vida. Es bueno que revivamos todos los días este
encuentro vivo con el Señor. Nos vendrá bien leer la Palabra de Dios y abrirnos
a su amor en el silencio de la oración. Nos vendrá bien dejar que el encuentro
con la ternura del Señor ilumine el corazón de alegría: una alegría más fuerte
que la tristeza, una alegría que resiste incluso ante el dolor, transformándose
en paz. Todo esto renueva la vida, que se vuelve libre y dócil a las
sorpresas, lista y disponible para el Señor y para los demás. También puede
suceder que Jesús llame para seguirlo más de cerca, para entregar la vida por
él y por los hermanos: cuando os invite, especialmente a vosotros jóvenes, no
tengáis miedo, dadle vuestro «sí». Él nos conoce, nos ama de verdad, y desea
liberar nuestro corazón del peso del miedo y del orgullo. Dejándole entrar,
seremos capaces de irradiar amor. De esta manera, podréis dar continuación a
vuestra gran historia de evangelización, que la Iglesia y el mundo necesitan en
esta época difícil, pero que es también tiempo de misericordia.
La tercera base, después de la
memoria y de la fe, es el amor misericordioso: la vida del discípulo de Jesús
se basa en esta roca, la roca del amor recibido de Dios y ofrecido al prójimo.
El rostro de la Iglesia se rejuvenece y se vuelve atractivo viviendo la
caridad. El amor concreto es la tarjeta de visita del cristiano: otras formas
de presentarse son engañosas e incluso inútiles, porque todos conocerán que
somos sus discípulos si nos amamos unos a otros (cf. Jn 13,35). Estamos
llamados ante todo a construir y reconstruir, sin desfallecer, caminos de
comunión, a construir puentes de unión y superar las barreras que separan. Que
los creyentes den siempre ejemplo, colaborando entre ellos con respeto mutuo y con
diálogo, a sabiendas de que «la única competición posible entre los discípulos
del Señor es buscar quién es capaz de ofrecer el amor más grande» (Juan Pablo
II, Homilía, 27 septiembre 2001).
El profeta Isaías, en la primera
lectura, nos ha recordado que el espíritu del Señor está siempre con el que
lleva la buena noticia a los pobres, cura los corazones desgarrados y consuela
a los afligidos (cf. 61,1-2). Dios habita en el corazón del que ama; Dios
habita donde se ama, especialmente donde se atiende, con fuerza y compasión, a
los débiles y a los pobres. Hay mucha necesidad de esto: se necesitan
cristianos que no se dejen abatir por el cansancio y no se desanimen ante la
adversidad, sino que estén disponibles y abiertos, dispuestos a servir; se necesitan
hombres de buena voluntad, que con hechos y no sólo con palabras ayuden a los
hermanos y hermanas en dificultad; se necesitan sociedades más justas, en las
que cada uno tenga una vida digna y ante todo un trabajo justamente retribuido.
Tal vez podríamos preguntarnos:
¿Cómo se puede ser misericordiosos con todos los defectos y miserias que cada
uno ve dentro de sí y a su alrededor? Quiero fijarme en el ejemplo concreto de
un gran heraldo de la misericordia divina, cuya figura he querido resaltar
declarándolo Doctor de la Iglesia universal: san Gregorio de Narek, palabra y
voz de Armenia. Nadie como él ha sabido penetrar en el abismo de miseria que
puede anidar en el corazón humano. Sin embargo, él ha puesto siempre en
relación las miserias humanas con la misericordia de Dios, elevando una súplica
insistente hecha de lágrimas y confianza en el Señor, «dador de los dones,
bondad por naturaleza […], voz de consolación, noticia de consuelo, impulso de
gozo, […] ternura inigualable, misericordia desbordante, […] beso salvífico»
(Libro de las Lamentaciones, 3,1), con la seguridad de que «la luz de [su]
misericordia nunca será oscurecida por las tinieblas de la rabia» (ibíd.,
16,1). Gregorio de Narek es un maestro de vida, porque nos enseña que lo más importante
es reconocerse necesitados de misericordia y después, frente a la miseria y las
heridas que vemos, no encerrarnos en nosotros mismos, sino abrirnos con
sinceridad y confianza al Señor, «Dios cercano, ternura de bondad» (ibíd.,
17,2), «lleno de amor por el hombre, […] fuego que consume los abrojos del
pecado» (ibíd., 16,2).
Por último, me gustaría
invocar con sus palabras la misericordia divina y el don de no cansarse nunca
de amar: Espíritu Santo, «poderoso protector, intercesor y pacificador, te
dirigimos nuestras súplicas [...] Concédenos la gracia de animarnos a la
caridad y a las buenas obras [...] Espíritu de mansedumbre, de compasión, de
amor al hombre y de misericordia, [...] tú que eres todo misericordia, [...]
ten piedad de nosotros, Señor Dios nuestro, según tu gran misericordia» (Himno
de Pentecostés).
Texto completo de las palabras del Papa al final de la misa
Al final de esta celebración, deseo expresar vivo
agradecimiento al Catholicós Karekin II y al Arzobispo Minassian por las
amables palabras que me han dirigido, así como al Patriarca Ghabroyan y a los
obispos presentes, a los sacerdotes y a las autoridades que nos han recibido.
Doy las gracias a todos los que
habéis participado, viniendo a Gyumri incluso de diferentes regiones y de la
vecina Georgia. Quisiera saludar en particular a los que con tanta generosidad
y amor concreto ayudan a los necesitados. Pienso especialmente en el hospital
de Ashotsk, inaugurado hace veinticinco años, y conocido como el «Hospital del
Papa»: nacido del corazón de san Juan Pablo II, sigue siendo una presencia muy
importante y cercana a los que sufren; pienso en las obras que llevan a cabo la
comunidad católica local, las Hermanas Armenias de la Inmaculada Concepción y
las Misioneras de la Caridad de la beata Madre Teresa de Calcuta.
Que la Virgen María, nuestra Madre,
os acompañe siempre y guíe los pasos de todos en el camino de la fraternidad y
de la paz.
22 de junio de 2016
EL PAPA FRNCISCO EN LA CATEQUESIS: «LA MISERICORDIA DE DIOS NOS PURIFICA DE LA HIPOCRESÍA»
Texto
completo de la catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
«Señor, si quieres, puedes
purificarme» (Lc 5,12): es el pedido que hemos escuchado dirigido a Jesús por
parte de un leproso. Este hombre no pide solamente ser curado, sino ser
“purificado”, es decir sanado integralmente, en el cuerpo y en el corazón. De
hecho, la lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza
profunda. El leproso debía estar lejos de todos; no podía acceder al templo y a
ningún servicio divino. Lejos de Dios y lejos de los hombres. Esta gente
llevaba una vida triste.
No obstante esto, aquel leproso no
se resignaba ni a la enfermedad, ni a las disposiciones que hacen de él un
excluido. Para alcanzar a Jesús, no temía infringir la ley y entra en la ciudad
– cosa que no debía hacer, le estaba prohibido –, y cuando lo encontró «se
postró ante él y le rogó: Señor, si quieres, puedes purificarme» (v. 12). ¡Todo
lo que este hombre considerado impuro hace y dice es expresión de su fe!
Reconoce la potencia de Jesús: está seguro que tenga el poder de sanarlo y que
todo dependa de su voluntad. Esta fe es la fuerza que le ha permitido romper
toda convención y buscar el encuentro con Jesús y, arrodillándose delante de
Él, lo llama “Señor”. La súplica del leproso muestra que cuando nos presentamos
a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Bastan pocas palabras, con tal
que sean acompañadas de la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad.
Encomendarnos a la voluntad de Dios significa de hecho abandonarnos en su
infinita misericordia. También yo les hare una confesión personal. En la noche,
antes de ir a la cama, yo rezo esta breve oración: “Señor, si quieres, puedes
purificarme”. Y rezo cinco “Padre Nuestros”, uno por cada llaga de Jesús,
porque Jesús nos ha purificado con sus llagas. Pero si esto lo hago yo, pueden
hacerlo también ustedes, en su casa, y decir: “Señor, si quieres, puedes
purificarme” y pensar en las llagas de Jesús y decir un “Padre Nuestro” por
cada una. Y Jesús nos escucha siempre.
Jesús es profundamente impresionado
por este hombre. El Evangelio de Marco subraya que «conmovido, extendió la mano
y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado» (1,41). El gesto de Jesús
acompaña sus palabras y hace más explícita la enseñanza. Contra las
disposiciones de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso (Cfr.
Lev 13,45-46), Jesús, contra la prescripción, Jesús extiende la mano e incluso
lo toca. ¡Cuántas veces nosotros encontramos un pobre que viene a nuestro
encuentro! Podemos ser incluso generosos, podemos tener compasión, pero
generalmente no lo tocamos. Le ofrecemos la moneda, pero evitamos tocar la mano
y la tiramos ahí. ¡Y olvidamos que esto es el cuerpo de Cristo! Jesús nos
enseña a no tener temor de tocar al pobre y al excluido, porque Él está en
ellos. Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía y hacer que nos
preocupemos por su condición. Tocar a los excluidos. Hoy me acompañan aquí
estos jóvenes. Muchos piensan de ellos que era mejor que se quedaran en sus
tierras, pero ahí sufrían mucho. Son nuestros refugiados, pero muchos los
consideran excluidos. ¡Por favor, son nuestros hermanos! El cristiano no
excluye a nadie, da lugar a todos, deja venir a todos.
Después de haber curado al leproso,
Jesús le ordena de no hablar con nadie, pero le dice: «Ve a presentarte al
sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que
les sirva de testimonio» (v. 14). Esta disposición de Jesús muestra al menos
tres cosas. La primera: la gracia que actúa en nosotros no busca el
sensacionalismo. Generalmente esa se mueve con discreción y sin clamor. Para
curar nuestras heridas y guiarnos en el camino de la santidad ella trabaja
modelando pacientemente nuestro corazón según el Corazón del Señor, para así
asumir siempre los pensamientos y los sentimientos. La segunda: haciendo
verificar oficialmente la sanación a los sacerdotes y celebrando un sacrificio
expiatorio, el leproso es admitido en la comunidad de los creyentes y en la
vida social. Su reintegración completa la curación. ¡Como había él mismo suplicado,
ahora está completamente purificado! Finalmente, presentándose a los sacerdotes
el leproso da a ellos testimonio acerca de Jesús y de su autoridad mesiánica.
La fuerza de la compasión con la cual Jesús ha curado al leproso ha llevado la
fe de este hombre a abrirse a la misión. Era un excluido, ahora es uno de
nosotros.
Pensemos en nosotros, en nuestras
miserias… Cada uno tiene la propia. Pensemos con sinceridad. Cuantas veces las
cubrimos con la hipocresía de las “buenas maneras”. Y justamente entonces es
necesario estar solos, ponerse de rodillas delante de Dios y orar: «Señor, si
quieres, puedes purificarme». Y háganlo, háganlo antes de ir a la cama, todas
las noches. Y ahora digamos esta bella oración: “Señor, si quieres, puedes
purificarme”, todos juntos, tres veces. ¡Todos! “Señor, si quieres, puedes
purificarme”, “Señor, si quieres, puedes purificarme”, “Señor, si quieres,
puedes purificarme”. Gracias.
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PAPA FRANCISCO AUDIENCIA GENERA 22//6/2016
CATEQUESIS DEL PAPA EN ESPAÑOL: SINTÁMONOS NECESITADOS DE LA SANACIÓN DEL SEÑOR.
«Queridos hermanos y hermanas:
La súplica que el leproso dirige a Jesús: "Señor si
quieres puedes limpiarme", manifiesta el deseo profundo del hombre de una
auténtica purificación que lo una a Dios y lo integre en la comunidad. Esta
petición, fruto de la fe y de la confianza en Dios, encuentra la respuesta en
la acción y en los gestos de Jesús, que, sintiendo compasión, se acerca, lo
toca y le dice: "Quiero, queda limpio".
Jesús nunca permanece indiferente a la oración hecha con humildad
y con confianza y, rechazando todos los prejuicios humanos, se muestra cercano
para enseñarnos que no tenemos que tener miedo de acercarnos y tocar al pobre y
al excluido, porque en ellos está el mismo Cristo. Con sus actos, Jesús no
busca el sensacionalismo, sino que cura con amor nuestras heridas, modelando
pacientemente nuestro corazón conforme al suyo. El gesto mesiánico Jesús
culmina con la inclusión del leproso en la comunidad de los creyentes y en la
vida social: así se llega a la plena curación, que además convierte al sanado
en testigo y anunciador de la misericordia de Dios.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a
los grupos provenientes de España y Latinoamérica; ¡veo que son bastantes! Que
movidos por la humildad y la confianza de la petición del leproso, nos sintamos
todos necesitados de la sanación del Señor, y aprendamos a acercarnos al pobre
y al excluido reconociendo en ellos al mismo Cristo. Muchas gracias».