Texto
completo de la homilía pronunciada por el Papa Francisco en la misa del 25 de
junio en Armenia
(Radio Vaticana) “Reconstruirán
sobre ruinas antiguas […] renovarán ciudades devastadas” (Is 61,4). En estos
lugares, queridos hermanos y hermanas, podemos decir que se han cumplido las
palabras del profeta Isaías que hemos escuchado. Después de la terrible
devastación del terremoto, estamos hoy aquí para dar gracias a Dios por todo lo
que ha sido reconstruido.
Pero también podríamos
preguntarnos: ¿Qué es lo que el Señor quiere que construyamos hoy en la vida?,
y ante todo: ¿Sobre qué cimiento quiere que construyamos nuestras vidas?
Quisiera responder a estas preguntas proponiendo tres bases estables sobre las
que edificar y reconstruir incansablemente la vida cristiana.
La primera base es la memoria. Una
gracia que tenemos que pedir es la de saber recuperar la memoria, la memoria de
lo que el Señor ha hecho en nosotros y por nosotros: recordar que, como dice el
Evangelio de hoy, él no nos ha olvidado, sino que se «acuerda» (cf. Lc 1,72) de
nosotros: nos ha elegido, amado, llamado y perdonado; hay momentos importantes
de nuestra historia personal de amor con él que debemos reavivar con la mente y
el corazón. Pero hay también otra memoria que se ha de custodiar: la memoria
del pueblo. Los pueblos, en efecto, tienen una memoria, como las personas. Y la
memoria de vuestro pueblo es muy antigua y valiosa. En vuestras voces resuenan
la de los santos sabios del pasado; en vuestras palabras se oye el eco del que
ha creado vuestro alfabeto con el fin de anunciar la Palabra de Dios; en
vuestros cantos se mezclan los llantos y las alegrías de vuestra historia.
Pensando en todo esto, podéis reconocer sin duda la presencia de Dios: él no os
ha dejado solos. Incluso en medio de tremendas dificultades, podríamos decir
con el Evangelio de hoy que el Señor ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1,68): se
ha acordado de vuestra fidelidad al Evangelio, de las primicias de vuestra fe,
de todos los que han dado testimonio, aun a costa de la sangre, de que el amor
de Dios vale más que la vida (cf. Sal 63,4). Qué bueno es recordar con gratitud
que la fe cristiana se ha convertido en el aliento de vuestro pueblo y el
corazón de su memoria.
La fe es también la esperanza para
vuestro futuro, la luz en el camino de la vida, y es la segunda base de la que
quisiera hablaros. Existe siempre un peligro que puede ensombrecer la luz de la
fe: es la tentación de considerarla como algo del pasado, como algo importante,
pero perteneciente a otra época, como si la fe fuera un libro miniado para
conservar en un museo. Sin embargo, si se la relega a los anales de la
historia, la fe pierde su fuerza transformadora, su intensa belleza, su
apertura positiva a todos. La fe, en cambio, nace y renace en el encuentro
vivificante con Jesús, en la experiencia de su misericordia que ilumina todas
las situaciones de la vida. Es bueno que revivamos todos los días este
encuentro vivo con el Señor. Nos vendrá bien leer la Palabra de Dios y abrirnos
a su amor en el silencio de la oración. Nos vendrá bien dejar que el encuentro
con la ternura del Señor ilumine el corazón de alegría: una alegría más fuerte
que la tristeza, una alegría que resiste incluso ante el dolor, transformándose
en paz. Todo esto renueva la vida, que se vuelve libre y dócil a las
sorpresas, lista y disponible para el Señor y para los demás. También puede
suceder que Jesús llame para seguirlo más de cerca, para entregar la vida por
él y por los hermanos: cuando os invite, especialmente a vosotros jóvenes, no
tengáis miedo, dadle vuestro «sí». Él nos conoce, nos ama de verdad, y desea
liberar nuestro corazón del peso del miedo y del orgullo. Dejándole entrar,
seremos capaces de irradiar amor. De esta manera, podréis dar continuación a
vuestra gran historia de evangelización, que la Iglesia y el mundo necesitan en
esta época difícil, pero que es también tiempo de misericordia.
La tercera base, después de la
memoria y de la fe, es el amor misericordioso: la vida del discípulo de Jesús
se basa en esta roca, la roca del amor recibido de Dios y ofrecido al prójimo.
El rostro de la Iglesia se rejuvenece y se vuelve atractivo viviendo la
caridad. El amor concreto es la tarjeta de visita del cristiano: otras formas
de presentarse son engañosas e incluso inútiles, porque todos conocerán que
somos sus discípulos si nos amamos unos a otros (cf. Jn 13,35). Estamos
llamados ante todo a construir y reconstruir, sin desfallecer, caminos de
comunión, a construir puentes de unión y superar las barreras que separan. Que
los creyentes den siempre ejemplo, colaborando entre ellos con respeto mutuo y con
diálogo, a sabiendas de que «la única competición posible entre los discípulos
del Señor es buscar quién es capaz de ofrecer el amor más grande» (Juan Pablo
II, Homilía, 27 septiembre 2001).
El profeta Isaías, en la primera
lectura, nos ha recordado que el espíritu del Señor está siempre con el que
lleva la buena noticia a los pobres, cura los corazones desgarrados y consuela
a los afligidos (cf. 61,1-2). Dios habita en el corazón del que ama; Dios
habita donde se ama, especialmente donde se atiende, con fuerza y compasión, a
los débiles y a los pobres. Hay mucha necesidad de esto: se necesitan
cristianos que no se dejen abatir por el cansancio y no se desanimen ante la
adversidad, sino que estén disponibles y abiertos, dispuestos a servir; se necesitan
hombres de buena voluntad, que con hechos y no sólo con palabras ayuden a los
hermanos y hermanas en dificultad; se necesitan sociedades más justas, en las
que cada uno tenga una vida digna y ante todo un trabajo justamente retribuido.
Tal vez podríamos preguntarnos:
¿Cómo se puede ser misericordiosos con todos los defectos y miserias que cada
uno ve dentro de sí y a su alrededor? Quiero fijarme en el ejemplo concreto de
un gran heraldo de la misericordia divina, cuya figura he querido resaltar
declarándolo Doctor de la Iglesia universal: san Gregorio de Narek, palabra y
voz de Armenia. Nadie como él ha sabido penetrar en el abismo de miseria que
puede anidar en el corazón humano. Sin embargo, él ha puesto siempre en
relación las miserias humanas con la misericordia de Dios, elevando una súplica
insistente hecha de lágrimas y confianza en el Señor, «dador de los dones,
bondad por naturaleza […], voz de consolación, noticia de consuelo, impulso de
gozo, […] ternura inigualable, misericordia desbordante, […] beso salvífico»
(Libro de las Lamentaciones, 3,1), con la seguridad de que «la luz de [su]
misericordia nunca será oscurecida por las tinieblas de la rabia» (ibíd.,
16,1). Gregorio de Narek es un maestro de vida, porque nos enseña que lo más importante
es reconocerse necesitados de misericordia y después, frente a la miseria y las
heridas que vemos, no encerrarnos en nosotros mismos, sino abrirnos con
sinceridad y confianza al Señor, «Dios cercano, ternura de bondad» (ibíd.,
17,2), «lleno de amor por el hombre, […] fuego que consume los abrojos del
pecado» (ibíd., 16,2).
Por último, me gustaría
invocar con sus palabras la misericordia divina y el don de no cansarse nunca
de amar: Espíritu Santo, «poderoso protector, intercesor y pacificador, te
dirigimos nuestras súplicas [...] Concédenos la gracia de animarnos a la
caridad y a las buenas obras [...] Espíritu de mansedumbre, de compasión, de
amor al hombre y de misericordia, [...] tú que eres todo misericordia, [...]
ten piedad de nosotros, Señor Dios nuestro, según tu gran misericordia» (Himno
de Pentecostés).
Texto completo de las palabras del Papa al final de la misa
Al final de esta celebración, deseo expresar vivo
agradecimiento al Catholicós Karekin II y al Arzobispo Minassian por las
amables palabras que me han dirigido, así como al Patriarca Ghabroyan y a los
obispos presentes, a los sacerdotes y a las autoridades que nos han recibido.
Doy las gracias a todos los que
habéis participado, viniendo a Gyumri incluso de diferentes regiones y de la
vecina Georgia. Quisiera saludar en particular a los que con tanta generosidad
y amor concreto ayudan a los necesitados. Pienso especialmente en el hospital
de Ashotsk, inaugurado hace veinticinco años, y conocido como el «Hospital del
Papa»: nacido del corazón de san Juan Pablo II, sigue siendo una presencia muy
importante y cercana a los que sufren; pienso en las obras que llevan a cabo la
comunidad católica local, las Hermanas Armenias de la Inmaculada Concepción y
las Misioneras de la Caridad de la beata Madre Teresa de Calcuta.
Que la Virgen María, nuestra Madre,
os acompañe siempre y guíe los pasos de todos en el camino de la fraternidad y
de la paz.
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