«Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo, y
Él, "Dios-con-ellos”: será su Dios» (Ap 21,3).
Siempre ha sido este el deseo de Dios: poner su morada entre
nosotros, su pueblo. Ya las primeras páginas de la Biblia nos lo muestran
descendiendo del cielo, paseando por el jardín y conversando con Adán y Eva.
¿No nos creó para esto? ¿Qué desea el que ama sino estar con la persona amada?
El libro del Apocalipsis, que escruta el proyecto de Dios sobre la historia,
nos da la certeza de que el deseo de Dios se realizará en plenitud.
Él ya comenzó a poner su morada en medio de nosotros cuando
vino Jesús, el Emmanuel, el «Dios-con-nosotros». Y ahora que Jesús ha
resucitado, su presencia ya no está limitada a un lugar ni a un tiempo: se ha
extendido al mundo entero. Con Jesús comenzó la construcción de una nueva
comunidad humana muy original, un pueblo compuesto por muchos pueblos. Dios no
solo quiere habitar en mi alma, en mi familia y en mi pueblo, sino entre todos
los pueblos, llamados a formar un solo pueblo. Por otra parte, la actual
movilidad humana está cambiando el mismo concepto de pueblo. En muchos países
el pueblo está compuesto ya por muchos pueblos.
Somos muy diferentes por color de piel, cultura y religión.
Muchas veces nos miramos con desconfianza, recelo o miedo. Hacemos la guerra
unos contra otros. Pero Dios es Padre de todos, nos ama a todos y a cada uno.
No quiere habitar con un pueblo -«por supuesto, el nuestro», podríamos pensar-
y dejar solos a los demás pueblos. Para Él somos todos hijos e hijas suyos, una
única familia.
Así pues, guiados por la Palabra de vida de este mes,
ejercitémonos en apreciar la diversidad, en respetar al otro, en mirarlo como
una persona que forma parte de mí: yo soy el otro y el otro es yo; el otro vive
en mí y yo vivo en el otro. Comenzando por las personas con las que vivo cada
día. De este modo podemos hacer sitio a la presencia de Dios entre nosotros. Y
Él recompondrá la unidad, salvaguardará la identidad de cada pueblo, creará una
nueva «socialidad».
Así lo intuyó Chiara Lubich ya en 1959, en una página de
extrema actualidad y de increíble profecía: «El día en que los hombres -pero no
en cuanto individuos, sino en cuanto pueblos [...] sean capaces de posponerse a
sí mismos, de posponer la idea que tienen de su patria, [...] y esto lo hagan
por ese amor recíproco entre los Estados que Dios pide (lo mismo que pide el
amor recíproco entre los hermanos), ese día será el comienzo de una nueva era,
porque ese día [...] se hará vivo y presente Jesús entre los pueblos [...].
ȃstos son tiempos en los que cada pueblo ha de traspasar sus
propias fronteras y mirar más lejos. Ha llegado el momento de amar la patria de
los demás como la nuestra. Nuestros ojos tienen que adquirir una nueva pureza.
No basta con desapegarnos de nosotros mismos para ser cristianos. Hoy los
tiempos exigen al seguidor de Cristo algo más: una conciencia social del
cristianismo [...].
»[...] nosotros esperamos que el Señor tenga piedad de este
mundo dividido y disperso, de estos pueblos encerrados en su propio cascarón
contemplando su belleza -única para ellos- limitada e insatisfactoria,
defendiendo con uñas y dientes sus tesoros -incluidos tantos bienes que podrían
hacer falta a otros pueblos que se mueren de hambre- y haga caer las barreras y
que fluya ininterrumpidamente la caridad entre una tierra y otra, como un
torrente de bienes espirituales y materiales.
»Esperemos que el Señor componga un orden nuevo en el mundo:
Él, el único capaz de hacer de la humanidad una familia y de cultivar la
diversidad entre los pueblos para que en el esplendor de cada uno puesto al
servicio de los demás, resplandezca la única luz de vida que embellece la
patria terrenal y la convierte en antesala de la Patria eterna».
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