En una misa solemne en la Plaza de San Pedro el Santo Padre
canoniza a María Isabel Hasselblad y a Estanislao de Jesús María Papczynski
Texto de la homilía
“La Palabra de Dios que hemos escuchado nos conduce al acontecimiento central
de la fe: La victoria de Dios sobre el dolor y la muerte. Es el Evangelio de la
esperanza que surge del Misterio Pascual de Cristo, que se irradia desde su
rostro, revelador de Dios Padre y consolador de los afligidos. Es una palabra
que nos llama a permanecer íntimamente unidos a la pasión de nuestro Señor Jesús,
para que se manifieste en nosotros el poder de su resurrección.
En efecto, en la Pasión de Cristo está la respuesta de Dios
al grito angustiado y a veces indignado que provoca en nosotros la experiencia
del dolor y de la muerte. Se trata de no escapar de la cruz, sino de permanecer
ahí, como hizo la Virgen Madre, que sufriendo junto a Jesús recibió la gracia
de esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18).
Esta ha sido también la experiencia de Estanislao de Jesús
María y de María Isabel Hesselblad, que hoy son proclamados santos: han
permanecido íntimamente unidos a la pasión de Jesús y en ellos se ha
manifestado el poder de su resurrección.
La primera Lectura y el Evangelio de este domingo nos
presentan justamente, dos signos prodigiosos de resurrección, el primero obrado
por el profeta Elías, el segundo por Jesús. En los dos casos, los muertos son
hijos muy jóvenes de mujeres viudas que son devueltos vivos a sus madres.
La viuda de Sarepta –una mujer no judía, que sin embargo
había acogido en su casa al profeta Elías– está indignada con el profeta y con
Dios porque, precisamente cuando Elías era su huésped, su hijo se enfermó y
después murió en sus brazos. Entonces Elías dice a esa mujer: «Dame a tu hijo»,
«Dame a tu hijo». (1 R 17,19).
Esta es una palabra clave: manifiesta la actitud de Dios ante
nuestra muerte (en todas sus formas); no dice: «tenla contigo, arréglatelas»,
sino que dice: «Dámela». En efecto, el profeta toma al niño y lo lleva a la
habitación de arriba, y allí, él solo, en la oración, «lucha con Dios»,
presentándole el sinsentido de esa muerte. Y el Señor escuchó la voz de Elías,
porque en realidad era él, Dios, quien hablaba y el que obraba en el profeta.
Era él que, por boca de Elías, había dicho a la mujer: «Dame a tu hijo». Y
ahora era él quien lo restituía vivo a su madre.
La ternura de Dios se revela plenamente en Jesús. Hemos
escuchado en el Evangelio (Lc 7,11-17), cómo él experimentó «mucha compasión»
(v.13) por esa viuda de Naín, en Galilea, que estaba acompañando a la sepultura
a su único hijo, aún adolescente. Pero Jesús se acerca, toca el ataúd, detiene
el cortejo fúnebre, y seguramente habrá acariciado el rostro bañado de lágrimas
de esa pobre madre. «No llores», le dice (Lc 7,13). Como si le pidiera: «Dame a
tu hijo».
Jesús pide para sí nuestra muerte, para librarnos de ella y
darnos la vida. Y en efecto, ese joven se despertó como de un sueño profundo y
comenzó a hablar. Y Jesús «lo devuelve a su madre» (v. 15). No es un mago. Es
la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre.
Una especie de resurrección es también la del apóstol Pablo,
que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y
heraldo del Evangelio (cf. Ga 1,13-17). Este cambio radical no fue obra suya,
sino don de la misericordia de Dios, que lo «eligió» y lo «llamó con su
gracia», y quiso revelar «en él» a su Hijo para que lo anunciase en medio de
los gentiles (vv. 15-16). Pablo dice que Dios Padre tuvo a bien manifestar a su
Hijo no sólo a él, sino en él, es decir, como imprimiendo en su persona, carne
y espíritu, la muerte y la resurrección de Cristo. De este modo, el apóstol no
será sólo un mensajero, sino sobre todo un testigo.
Y también con nosotros los pecadores, a todos y cada uno,
Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida. Dice a la
Madre Iglesia: «Dame a tus hijos», que somos todos nosotros. Él toma consigo
todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y
esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia.
La Iglesia nos muestra hoy a dos hijos suyos que son testigos
ejemplares de este misterio de resurrección. Ambos pueden cantar por toda la
eternidad con las palabras del salmista: «Cambiaste mi luto en danzas, / Señor,
Dios mío, te daré gracias por siempre» (Sal 30,12). Y todos juntos nos unimos
diciendo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado» (Respuesta al Salmo
Responsorial).
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