(RV).- (Lc 9, 51-62) Con la
lectura de este domingo empieza la segunda parte del Evangelio de Lucas, y toma
distancia del orden de los relatos de Marcos y Mateo. Se trata de una
peregrinación hacia Jerusalén y los temas claves serán el seguimiento y la vida
cotidiana con Jesús. En esta primera parte del camino, Lucas ha querido reunir
dos relatos con una introducción solemne: “Al acercarse el tiempo de su salida
de este mundo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén” (v 51). El plan del
Padre se tenía que cumplir y Jesús lo sabe. El texto griego dice: “afirmó su
rostro para ir a Jerusalén”, recogiendo así el relato anterior sobre su
identidad. Cumpliendo la voluntad de Dios, Jesús nos dice quién es.
Para llegar a Jerusalén
desde Galilea se pasa por Samaria. Allí, Jesús envía por delante unos
mensajeros, pero no los recibieron. El rechazo es parte del camino del discípulo
y Lucas lo sabe. Sin embargo, dos de los discípulos más cercanos, Juan y
Santiago – los mismos que pedirán los primeros puestos (Mt 20,20-23) – quieren
demostrar su “poder”. Tienen en mente la experiencia triunfante de los
mensajeros de Dios de las Escrituras. Es la eterna tentación del creyente:
imponer la verdad con la fuerza. Así, mientras los samaritanos no quieren
aceptar la buena nueva, los discípulos cercanos la interpretan mal. Pero es
caminando con Jesús que se nos renuevan los criterios, el alma y el corazón.
Frente a la imposición y el pensamiento cerrado, Jesús camina entre la
fragilidad y el fracaso. En silencio, los discípulos van aprendiendo del
maestro y “se van a otro pueblo” (v 55), pues siempre habrá un lugar que
necesite de Dios.
La segunda parte del relato
es el reflejo de lo apenas vivido. Mientras que en la primera parte Jesús envía
a sus discípulos y estos lo preceden, ahora se trata de escuchar la invitación
de Jesús y seguirlo. Por ello, es interesante que el evangelista nos presenta
tres casos de experiencias vocacionales distintos pero muy similares a la vez.
El primero quiere seguir a Jesús “a donde quiera que vaya” (v 57). Frente a
este entusiasmo, Jesús es más entusiasta aún y le ofrece la libertad de
sentirse totalmente en las manos de Dios. La exigencia es confianza, y la
confianza es signo del amor. En el segundo caso, es Jesús quien toma la
iniciativa: “Sígueme” (v 59). Este lo reconoce “Señor”, pero antes quiere
cumplir una legítima exigencia de la ley y del corazón: “Honrar a padre y
madre” (Exo 20, 12). La respuesta de Jesús es fuerte: “Deja que los muertos
entierran a sus muertos” (v 60). Pero pasa desapercibida una palabra dicha por
el que quiere seguirlo: “déjame ir primero (πρῶτον) a…”.
Con sus palabras, Jesús no niega la ley y el amor a los padres, sino
que quiere dejar claro que el amor de Dios es prioritario y primero, que es
desde allí que surge todo tipo de amor y anunciar el Reino de Dios es salvar a
todos/as de la muerte y la soledad. Finalmente, la tercera persona vuelve a
cambiar las prioridades: “déjame despedirme primero (πρῶτον) de…” (v
61). Y Jesús, haciendo referencia a las Escrituras, no imita
al profeta Elías, sino que ofrece esa novedad que es radical y
profunda a la vez: mirar para adelante, mirar el Reino y desde allí iluminar
todas las vidas.
En cada uno de nosotros hay
algo de estos personajes. Por eso, ahora sabemos que el seguimiento implica
decisión y no sólo buenos deseos; que siempre habrá algo legítimo que nos
invite a detenernos en el camino y por tanto que el Reino de Dios no es del
“sí, pero…”, sino del “Sí, Jesús, y contigo para todos/as”.
Para Radio Vaticano, jesuita
Juan Bytton
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