Santidad,
hoy festejamos la historia de una llamada que comenzó hace sesenta y cinco años
con su ordenación sacerdotal en la Catedral de Frisinga el 29 de junio de 1951.
¿Pero cuál es la nota de fondo que recorre esta larga historia y que desde
aquel primer inicio hasta hoy la domina cada vez más?
En
una de las tantas bellas páginas que Usted dedica al sacerdocio, subraya que,
en la hora de la llamada definitiva de Simón, Jesús, mirándolo, en el fondo le
pregunta sólo una cosa: “¿Me amas?”.
¡Qué
bello y verdadero es esto! Porque está aquí, Usted nos dice, es en aquel “me
amas” que el Señor funda el apacentar, porque sólo si existe el amor por el
Señor Él puede apacentar a través de nosotros: “Señor, tú sabes todo, tú sabes
que te amo” (Jn 21, 15-19). Esta es la nota que domina una vida
entera gastada en el servicio sacerdotal y de la teología que Usted, no
casualmente, ha definido como “la búsqueda del amado”; es esto lo que Usted ha
testimoniado siempre y testimonia aún hoy: que lo decisivo en nuestras
jornadas – con sol o con lluvia – sólo aquella con la que
viene todo lo demás, es que el Señor esté verdaderamente presente, que lo
deseemos, que interiormente estemos cerca de Él, que lo amemos, que
verdaderamente creamos profundamente en Él y creyendo lo amemos verdaderamente.
Es este amar lo que verdaderamente nos colma el corazón, este creer es lo que
nos hace caminar seguros y tranquilos sobre las aguas, también en medio de la
tempestad, precisamente como sucedió a Pedro; este amar y este creer es lo que
nos permite mirar hacia el futuro no con miedo o nostalgia, sino con alegría,
incluso en los años ya avanzados de nuestra vida.
Y
así, precisamente viviendo y testimoniando hoy de modo tan intenso y luminoso
esta única cosa verdaderamente decisiva – tener la mirada y el corazón dirigido
a Dios – Usted, Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia, no deja de contribuir
verdaderamente con vigor y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde aquel
pequeño Monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se
revela de ese modo algo muy diferente que uno de aquellos rincones olvidados en
los cuales la cultura del descarte de hoy tiende a relegar a las personas
cuando, con la edad, sus fuerzas decaen. Es todo lo contrario; y esto ¡permite
que lo diga con fuerza Su Sucesor que ha elegido llamarse Francisco!
Porque
el camino espiritual de San Francisco comenzó en San Damián, pero el verdadero
lugar amado, el corazón pulsante de la Orden – allí donde la fundó y donde, en
fin, entregó su vida a Dios – fue la Porciúncula, la “pequeña porción”, el rinconcito
ante la Madre de la Iglesia; cerca de María que, por su fe tan firme y por
vivir enteramente del amor y en el amor con el Señor, todas las generaciones
llamarán bienaventurada.
Del
mismo modo, la Providencia ha querido que Usted, querido Hermano, llegara a un
lugar por decirlo de alguna manera “propiamente franciscano”, del que brota una
tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una
entrega y una fidelidad que me hacen tanto bien y me dan tanta fuerza a mí, y a
toda la Iglesia. Y me permito, que también de Usted viene un sano y alegre
sentido del humor.
El
anhelo con el que deseo concluir es, por tanto, un anhelo que dirijo a Usted, y
junto a todos nosotros, a la Iglesia entera: ¡Que Usted, Santidad, siga
sintiendo la mano de Dios misericordioso que lo sostiene, que experimente y
testimonie el amor de Dios; que, con Pedro y Pablo, siga exultando con gran
alegría mientras camina hacia la meta de la fe (Cfr. 1 Pt, 8-9, 2
Tim, 4)!
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