Texto y audio de la homilía del Papa Francisco durante la Santa Misa con motivo del Jubileo de los Sacerdotes:
La celebración del Jubileo de los Sacerdotes en la solemnidad
del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a llegar al corazón, es decir, a la
interioridad, a las raíces más sólidas de la vida, al núcleo de los afectos, en
una palabra, al centro de la persona. Y hoy nos fijamos en dos corazones: el
del Buen Pastor ynuestro corazón de pastores.
El corazón del Buen Pastor no es sólo el corazón que tiene
misericordia de nosotros, sino la misericordia misma. Ahí resplandece el amor
del Padre; ahí me siento seguro de ser acogido y comprendido como soy; ahí, con
todas mis limitaciones y mis pecados, saboreo la certeza de ser elegido y
amado. Al mirar a ese corazón, renuevo el primer amor: el recuerdo de cuando el
Señor tocó mi alma y me llamó a seguirlo, la alegría de haber echado las redes
de la vida confiando en su palabra (cf. Lc 5,5).
El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene
límites, no se cansa y nunca se da por vencido. En él vemos su continua entrega
sin algún confín; en él encontramos la fuente del amor dulce y fiel, que deja
libre y nos hace libres; en él volvemos cada vez a descubrir que Jesús nos ama
«hasta el extremo» (Jn 13,1) – no se detiene, sino hasta el final –
sin imponerse nunca.
El corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros,
«polarizado» especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la
aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque
desea llegar a todos y no perder a nadie.
Ante el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra
vida sacerdotal: ¿A dónde se orienta mi corazón? Pregunta que nosotros, los
sacerdotes, debemos hacernos tantas veces, cada día, cada semana: ¿a dónde se
orienta mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas,
que lo ponen ante diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la
caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos. En medio de
tantas actividades, permanece la pregunta: ¿En dónde se fija mi corazón? Me
viene a la memora aquella oración tan bella de la Liturgia: “Ubi vera sunt
gaudia…”. ¿A dónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque —dice
Jesús— «donde estará tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21).
Hay debilidades en todos nosotros, también pecados. Pero vayamos a lo profundo,
a la raíz: ¿Dónde está la raíz de nuestras debilidades, de nuestros pecados, es
decir dónde está precisamente aquel “tesoro” que nos aleja del Señor?
Los tesoros irremplazables del Corazón de Jesús son dos: el
Padre y nosotros. Él pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el
encuentro con la gente. No la distancia, el encuentro. También el corazón de
pastor de Cristo conoce sólo dos direcciones: el Señor y la
gente. El corazón del sacerdote es un corazón traspasado por el amor del Señor;
por eso no se mira a sí mismo – no debería mirarse a sí mismo –, sino que está
dirigido a Dios y a los hermanos. Ya no es un «corazón bailarín», que se deja
atraer por las seducciones del momento, o que va de aquí para allá en busca de
aceptación y pequeñas satisfacciones. Es, en cambio un corazón arraigado en el
Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos.
Y allí resuelve sus pecados.
Para ayudar a nuestro corazón a que tenga el fuego de la
caridad de Jesús, el Buen Pastor, podemos ejercitarnos en asumir en nosotros
tres formas de actuar que nos sugieren las Lecturas de hoy: buscar,
incluir y alegrarse.
Buscar. El profeta Ezequiel nos recuerda que
Dios mismo busca a sus ovejas (cf. 34,11.16). Como dice el Evangelio, «va tras
la descarriada hasta que la encuentra» (Lc 15,4), sin dejarse
atemorizar por los riesgos; se aventura sin titubear más allá de los lugares de
pasto y fuera de las horas de trabajo. Y no se hace pagar horas extras. No
aplaza la búsqueda, no piensa: «Hoy ya he cumplido con mi deber, eventualmente
me ocuparé mañana», sino que se pone de inmediato manos a la obra; su corazón
está inquieto hasta que encuentra esa oveja perdida. Y, cuando la encuentra,
olvida la fatiga y se la carga sobre sus hombros todo contento. A veces debe
salir a buscarla, a hablar; otras veces debe permanecer ante el tabernáculo,
luchado con el Señor por aquella oveja.
Así es el corazón que busca: es un corazón que no privatiza
los tiempos y espacios. ¡Ay de los pastores que privatizan su ministerio! No es
celoso de su legítima tranquilidad – legítima, digo, ni siquiera de ella – y
nunca pretende que no lo molesten. El pastor, según el corazón de Dios, no
defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, pero
será calumniado, como Jesús. Sin temor a las críticas, está dispuesto a
arriesgar con tal de imitar a su Señor. “Bienaventurados ustedes cuando los
insultarán, los perseguirán…” (Mt 5,11).
El pastor según Jesús tiene el corazón libre para dejar sus
cosas, no vive haciendo cuentas de lo que tiene y de las horas de servicio: no
es un contable del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien tiene
necesidad. Es un pastor, no un inspector de la grey, y se dedica a la misión no
al cincuenta o sesenta por ciento, sino con todo su ser. Al ir en busca,
encuentra, y encuentra porque arriesga. Si el pastor no arriesga, no encuentra.
No se queda parado después de las desilusiones ni se rinde ante las
dificultades; en efecto, es obstinado en el bien, ungido por la
divina obstinación de que nadie se extravíe. Por eso, no sólo tiene la puerta
abierta, sino que sale en busca de quien no quiere entrar por ella. Y como todo
buen cristiano, y como ejemplo para cada cristiano, siempre está en
salida de sí mismo. El epicentro de su corazón está fuera de él: es un
descentrado de sí mismo, centrado sólo en Jesús. No es atraído por su yo, sino
por el tú de Dios y por el nosotros de los hombres.
Segunda palabra: Incluir. Cristo ama y conoce a
sus ovejas, da la vida por ellas y ninguna le resulta extraña (cf. Jn 10,11-14).
Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el
pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cf. Jn 10,
3-4). Y quiere reunir a las ovejas que todavía no están con él (cf. Jn 10,16).
Así es también el sacerdote de Cristo: está ungido para el
pueblo, no para elegir sus propios proyectos, sino para estar cerca de las
personas concretas que Dios, por medio de la Iglesia, le ha confiado. Ninguno
está excluido de su corazón, de su oración y de su sonrisa. Con mirada amorosa
y corazón de padre, acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para
acercar; no desprecia a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos
por todos.
El Buen Pastor no conoce los conoce. Ministro de la comunión,
que celebra y vive, no pretende los saludos y felicitaciones de los otros, sino
que es el primero en ofrecer mano, desechando cotilleos, juicios y venenos.
Escucha con paciencia los problemas y acompaña los pasos de las personas,
prodigando el perdón divino con generosa compasión. No regaña a quien abandona
o equivoca el camino, sino que siempre está dispuesto para reinsertar y
recomponer los litigios. Es un hombre que sabe incluir.
Alegrarse. Dios se pone «muy contento» (Lc 15,5):
su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a
respirar el aire de casa. La alegría de Jesús, el Buen Pastor, no es una
alegría para sí mismo, sino para los demás y con
los demás, la verdadera alegría del amor. Esta es también la alegría del
sacerdote. Él es transformado por la misericordia que, a su vez, ofrece de
manera gratuita. En la oración descubre el consuelo de Dios y
experimenta que nada es más fuerte que su amor. Por eso está sereno
interiormente, y es feliz de ser un canal de misericordia, de acercar el hombre
al corazón de Dios. Para él, la tristeza no es lo normal, sino sólo pasajera;
la dureza le es ajena, porque es pastor según el corazón suave de Dios.
Queridos sacerdotes, en la celebración eucarística
encontramos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer
verdaderamente nuestras las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se
entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras
con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra
ordenación. Les agradezco su «sí», y por los tantos «sí» escondidos de todos
los días, que sólo el Señor conoce. Les agradezco por su «sí», para dar
la vida unidos a Jesús: aquí está la fuente pura de nuestra alegría.
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