Dos factores, por sí mismos, altamente positivos, son los que han originado
el cambio del modelo social tradicional que nos ha traído hasta el siglo XXI
"Tener un lugar para ir, es
un hogar. Tener alguien a quien amar, es una familia. Tener ambas, es una
bendición" (Donna Hedges)
Es una
realidad tangible que en las últimas décadas Occidente ha obtenido un alto
grado de desarrollo y con él, de bienestar material.
Dos factores,
por sí mismos, altamente positivos, son los que han originado el cambio del
modelo social tradicional que nos ha traído hasta el siglo XXI. El vertiginoso
e imparable avance experimentado por del mundo del conocimiento, proceso al que
felizmente, por fin, se ha incorporado la mujer como elemento llamado a aportar
sus facultades intelectuales en relación proporcionada con su carácter y su
destino, hasta no hace tanto oprimida y degradada, generalmente postergada o
abandonada en su educación por el varón, que hasta ahora se ha atribuido una
superioridad exclusiva.
Pero no es
menos cierto, que en general, esta evolución ha producido un gran
debilitamiento de la familia como institución sobre la que secularmente se ha
sustentado un modelo de sociedad portador de los más altos valores que
distinguen al ser humano del animal irracional que solo obedece al estímulo de
sus instintos. El árbol ha dado nuevas ramas pero se han debilitado sus
raíces y ello ha tenido la consecuencia de que la continuidad y la preservación
de la humanidad, dependen hoy en un mayor grado que antes, de las instituciones
públicas de enseñanza.
Puede parecer
un tópico, pero como la mayoría de éstos, contiene una buena parte de verdad, y
es que la importancia que tiene la familia para la humanidad, es decisiva en
todas las culturas. Sin embargo, la realidad actual, es que la familia ha
dejado de ser una fuente generadora de valores para convertirse en un
instrumento obsesivo de consumo.
Es cierto que
los hábitos de nuestra sociedad han cambiado y con ellos el modelo tradicional
de la familia que ha delegado en el Estado las funciones inherentes a la propia
razón de su existencia.
La familia,
esencialmente, es la más alta expresión del amor, mientras que el Estado es un
ente anónimo, frio, distante, incapaz de proporcionar en momentos de necesidad
el calor de un hogar, el consejo de un padre, el amor de una madre o la ayuda
de un hermano. El Estado jamás podrá proporcionar la cálida protección del
claustro familiar.
Ante el grave
deterioro sufrido en las últimas décadas por la más importante institución
universal, la Iglesia ha alzado su voz celebrando un sínodo extraordinario, que
analizando las dificultades que hoy afrontan las familias, sus causas y sus
consecuencias, trata de restituir el vigor y la fortaleza a ese frondoso árbol,
que en los momentos más duros del estío, nos cobija bajo su sombra protectora. Una
sombra —lo apreciamos a diario— cada vez más débil, porque a las raíces del
árbol le falta el alimento vivificante del amor. Un amor que en vez de
proyectarlo sobre nuestros semejantes, lo hemos cifrado en la posesión de
bienes materiales, muchos de ellos absolutamente innecesarios, sin saber que
ninguno de esos artilugios que tanto nos afanamos por poseer, nos proporcionará
esa ilusoria y quimérica felicidad que tanto anhelamos.
Lamentablemente
hoy todo lo relativizamos y lo sometemos a la efímera vida que constituye el
presente. Las nuevas generaciones no afrontan ni se plantean un proyecto de
futuro. Simplemente se limitan a vivir el hoy. Me pregunto si en ese esquema
tiene cabida el amor verdadero, ese que es entrega y no pone condiciones. Ese
que no contempla el yo y el tú, sino el nosotros. Porque es precisamente la
inexistencia de ese amor, que es todo generosidad y darse a tu otro yo, la
causa originaria de que se estén secando las raíces del árbol de la familia y
muchas veces se agoste apenas plantado. Su débil arraigamiento es la causa por
la que apenas es agitado por la más leve tormenta, pierde su estabilidad y cae,
sin tener en cuenta el destrozo que produce en el fruto de sus ramas.
La familia,
debe ser la roca sólida sobre la cual, todos sus miembros puedan sentirse
protegidos, seguros y amados. Pero una familia unida solo es posible si las
personas que la integran anteponen el amor, la generosidad y la entrega, al
egoísmo de los intereses personales y el respeto es el puerto en el que quedan
atracadas las intemperancias de nuestras emociones.
Hemos
sustituido la tolerancia de la paciencia, el puente del diálogo sincero, la
generosidad del perdón recíproco, la voluntad de la reconciliación y la
fortaleza del sacrificio, por el empobrecimiento de la fe y de los valores y
por un individualismo feroz, causa del debilitamiento de las relaciones
familiares.
Sin embargo,
solo las dramáticas circunstancias por las que desafortunadamente han
atravesado muchas familias durante esta última crisis, nos han permitido
valorar la fuerza y la importancia de la familia para mantener la esperanza de
renacer a la vida, mientras atravesamos la galerna. Porque una familia, es allí
donde te esperan.
César Valdeolmillos Alonso
Fuente: forun Libertas
Fuente: forun Libertas
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