«No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 30-31)
Madre, a medida que voy orando los textos que la Liturgia nos ofrece a lo largo de la cincuentena pascual, descubro de una forma nueva a través de tu presencia cómo se reflejan en ti tantas expresiones evangélicas, cómo tu historia va en paralelo con el Evangelio.
Si un título de bendición, según las Escrituras, es haber acogido al peregrino y curado al enfermo; si hospedar al sin techo, visitar al encarcelado y dar un vaso de agua al prójimo tendrá su recompensa, en tu caso, a quien recibiste no fue a un sacramento de Cristo, sino a Él mismo. Tú eres en verdad la Bendita, la bienaventurada entre todas las mujeres.
Puedo creer que a ti te fue más fácil acoger a la persona del Señor, porque el ángel te confió quién habitaría en tus entrañas, y que a mi me cuesta más descubrir la presencia de Cristo en quienes se cruzan un tanto extraños en mi camino. Sin embargo, intuyo que debió de ser no solo un momento intenso para tu fe, sino que a lo largo de toda la gestación, cuando todo sucedía con extraordinaria normalidad, ¡qué difícil creer que en tu vientre se albergaba Dios!
San Benito, en su Regla, prescribe a los monjes de hospitalidad: “Recíbanse a todos los huéspedes que llegan como a Cristo, pues Él mismo ha de decir: "Huésped fui y me recibisteis” (RB LIII, 1). Tú, Señora, me enseñas a acoger con fe, a pesar de no ver. Tú no viste y creíste.
¡Cuántos milagros han sucedido por mirar al prójimo como a Cristo! San Martín de Tours, cuando partió la capa con el pobre, en la puerta de la ciudad de Amiens, tuvo después la visión de Cristo, que llevaba la misma capa. San Francisco de Asís, cuando venció la repugnancia y besó a un leproso, vio que se transfiguraba el rostro del enfermo y se le mostró el semblante del Señor.
Acoger a los pobres, porque ellos son la carne ungida de Cristo es una llamada continua del Papa Francisco. Y es una enseñanza continua del Evangelio y de tu actitud, demostrada en el momento de acoger al discípulo predilecto de tu Hijo, como a tu mismo Hijo.
¡Madre, acógeme también a mí en tu casa! ¡Yo te abro la mía!
FUENTE: CIUDAD REDONDA
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