(RV).-
(Actualizado con audio de la homilía del Papa) Fue una de las apremiantes
preguntas que formuló el Papa la tarde del lunes en su encuentro con los
sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas en la Iglesia de Getsemaní,
en el marco de su visita a Tierra Santa. La amistad de Jesús con nosotros, su
fidelidad y su misericordia son el don inestimable que nos anima a continuar
con confianza en el seguimiento a pesar de nuestras caídas, nuestros errores y
nuestras traiciones, observó el Obispo de Roma, pero esta bondad del Señor no
nos exime de la vigilancia frente al tentador, al pecado, al mal y a la
traición que pueden atravesar también la vida sacerdotal y religiosa, precisö.
"Advertimos la desproporción entre la grandeza de la llamada de Jesús y nuestra
pequeñez, entre la sublimidad de la misión y nuestra fragilidad humana. Pero el
Señor, en su gran bondad y en su infinita misericordia, nos toma siempre de la
mano, para que no perezcamos en el mar de la aflicción. Él está siempre a
nuestro lado, no nos deja nunca solos." "Por lo tanto, pidió, no nos
dejemos vencer por el miedo y la desesperanza, sino que con entusiasmo y
confianza vayamos adelante en nuestro camino y en nuestra misión. Ustedes,
queridos hermanos y hermanas, están llamados a seguir al Señor con alegría en
esta Tierra bendita. Es un don y una responsabilidad. Su presencia aquí es muy
importante; toda la Iglesia se lo agradece y los apoya con la oración."
(RC-RV)
Palabras del Santo Padre:
“Salió… al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos” (Lc 22,39).
Cuando llegó la hora señalada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, Jesús se retiró aquí, en Getsemaní, a los pies del monte de los Olivos. Nos encontramos en este Santo Lugar, santificado por la oración de Jesús, por su angustia, por su sudor de Sangre; santificado sobre todo por su “sí” a la voluntad de amor del Padre. Casi tenemos temor de acercarnos a los sentimientos que Jesús experimentó en aquella hora; entramos en puntas de pié en aquel espacio interior donde se decidió el drama del mundo.
En aquella hora, Jesús sintió la necesidad de rezar y de tener junto a sí a sus discípulos, a sus amigos, que lo habían seguido y habían compartido más de cerca su misión. Pero aquí, en Getsemaní, el seguimiento se hace difícil e incierto; se hace sentir la duda, el cansancio y el terror. En el apremiante acontecimiento de la Pasión de Jesús, los discípulos asumirán diversas actitudes en relación a su Maestro: actitudes de acercamiento, de alejamiento, de incertidumbre.
Nos hará bien a todos nosotros, obispos, sacerdotes, personas consagradas, seminaristas, preguntarnos en este lugar: ¿Quién soy yo ante mi Señor que sufre? ¿Quién soy yo ante mi Señor que sufre?
¿Soy de aquellos que, invitados por Jesús a velar con él, se duermen y, en lugar de rezar, tratan de evadirse cerrando los ojos a la realidad? ¿Soy de esos?
¿O me reconozco con aquellos que huyeron por miedo, abandonando al Maestro en la hora más trágica de su vida terrena?
¿Descubro en mí el doblez, la falsedad de aquel que lo vendió por treinta monedas, que, fue llamado amigo y, sin embargo, traicionó a Jesús?
¿Me reconozco con aquellos que fueron débiles y lo negaron, como Pedro? Él, poco antes, había prometido a Jesús que lo seguiría hasta la muerte (cf. Lc22,33); después, acorralado y preso del pánico, jura que no lo conoce.
¿Me parezco a aquellos que ya estaban organizando su vida sin Él, como los dos discípulos de Emaús, necios y duros de corazón para creer en las palabras de los profetas (cf. Lc 24,25)?
O bien, gracias a Dios, ¿me encuentro entre aquellos que fueron fieles hasta el final, como la Virgen María y el apóstol Juan? Cuando sobre el Gólgota todo se oscurece y toda esperanza parece terminar, sólo el amor es más fuerte que la muerte. El amor de la Madre y del discípulo amado los impulsa a permanecer a los pies de la Cruz, para compartir hasta el fondo, el dolor de Jesús.
¿Me reconozco con aquellos que han imitado a su Maestro y Señor hasta el martirio, testimoniando hasta qué punto Él era todo para ellos, la fuerza incomparable de su misión y el horizonte último de sus vidas?
La amistad de Jesús con nosotros, su fidelidad y su misericordia son el don inestimable que nos anima a continuar con confianza en su seguimiento, a pesar de nuestras caídas, nuestros errores y también nuestras traiciones.
Pero esta bondad del Señor no nos exime de la vigilancia frente al tentador, al pecado, al mal y a la traición que pueden atravesar también la vida sacerdotal y religiosa. Todos estamos expuestos al pecado, al mal, a la traición. Advertimos la desproporción entre la grandeza de la llamada de Jesús y nuestra pequeñez; entre la sublimidad de la misión y nuestra fragilidad humana. Pero el Señor, en su gran bondad y en su infinita misericordia, nos toma siempre de la mano, para que no nos ahoguemos en el mar del desaliento. Él está siempre a nuestro lado, no nos deja nunca solos. Por tanto, no nos dejemos vencer por el miedo y la desaliento, sino que con coraje y confianza vayamos adelante en nuestro camino y en nuestra misión.
Ustedes, queridos hermanos y hermanas, están llamados a seguir al Señor con alegría en esta Tierra bendita. Es un don y una responsabilidad. Su presencia aquí es muy importante; toda la Iglesia se los agradece y los sostiene con la oración.
Desde este lugar, Lugar Santo, deseo además dirigir un afectuoso saludo a todos los cristianos de Jerusalén. Quisiera asegurarles que los recuerdo con afecto y que rezo por ustedes, conociendo bien las dificultades de su vida en la Ciudad. ¡Los exhorto a dar testimonio valiente de la Pasión del Señor, pero también de su Resurrección con alegría y con esperanza!
Imitemos a la Virgen María y a san Juan, y permanezcamos junto a las muchas cruces en las que Jesús está todavía crucificado. Éste es el camino en el cual nuestro Redentor nos llama a seguirlo. ¡No hay otro, es éste! “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí estará mi servidor” (Jn 12,26).
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