«En nombre de Cristo os
pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 co 5, 20).
Esta es la exhortación de
Pablo a los corintios después de un gran anuncio que constituye el núcleo de
todo el Evangelio: Dios ha reconciliado al mundo consigo por medio de Cristo
(cf. 2 Co 5, 19).
En la cruz, con la muerte de
su Hijo, Dios nos ha dado la prueba suprema de su amor. Por medio de la cruz de
Cristo Él nos ha reconciliado consigo.
Esta verdad fundamental de
nuestra fe está hoy de plena actualidad. Es la revelación que toda la humanidad
espera: sí, Dios está cerca con su amor a todos y ama apasionadamente a cada
uno. Nuestro mundo necesita este anuncio, pero lo podremos dar si antes lo
anunciamos una y otra vez a nosotros mismos, hasta sentimos envueltos por este
amor, incluso cuando todo nos llevaría a pensar lo contrario.
«En nombre de Cristo os
pedimos que os reconciliéis con Dios».
Pero esta fe en el amor de
Dios no puede permanecer encerrada en la interioridad de cada cual, como bien
explica Pablo: Dios nos ha dado el encargo de llevar a otros a la
reconciliación con Él (cf. 2 Co 5, 18), encomendando a cada cristiano la gran
responsabilidad de testimoniar el amor de Dios por sus criaturas. ¿Cómo?
Todo nuestro comportamiento
debería hacer creíble esta verdad que anunciamos. Jesús dijo claramente que
antes de llevar la ofrenda ante el altar deberíamos reconciliamos con nuestro
hermano o hermana si estos tuviesen algo contra nosotros (cf. Mt 5, 23-24).
Y esto vale ante todo dentro
de nuestras comunidades: familia, grupo, asociación, Iglesia. Es decir, estamos
llamados a abatir todas las barreras que se oponen a la concordia entre
personas y pueblos.
[...]
«En nombre de Cristo os pedimos
que os reconciliéis con Dios»
«En nombre de Cristo»
significa «en su lugar». Haciendo sus veces, viviendo con Él y como Él,
amémonos como Él nos ha amado, sin cerrazones ni prejuicios, sino abiertos a
captar y apreciar los valores positivos de nuestro prójimo, dispuestos a dar la
vida unos por otros. Este es el mandato por excelencia de Jesús, el distintivo
de los cristianos, válido también hoy, como lo era en tiempos de los primeros
seguidores de Cristo.
Vivir esta palabra significa
convertimos en reconciliadores.
Y si todos nuestros gestos,
nuestras palabras y nuestras actitudes están impregnados de amor, serán como
los de Jesús. Seremos, como Él, portadores de alegría y de esperanza, de
concordia y de paz; en definitiva, de
ese mundo reconciliado con Dios (cf. 2 Co 5, 19) que toda la creación espera.
Chiara Lubich
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