Dice un amigo que, si unos novios deben anotarse en la agenda el día de su cita, es mal asunto, porque el amor les lleva a desear estar uno y otro juntos y su presencia está siempre viva en el corazón y la mente de cada uno, por lo que la anotación en el calendario resulta absurda y extraña.
Sin embargo, hay citas y citas. Y hay una cita que es la que nos marca, nos haya sucedido lo que nos haya sucedido, y estemos como estemos. Es con el Amor de los amores. Es la cita que acontece diariamente allí donde dos o tres se reúnen en mi nombre. Es una de esas citas que nunca defrauda, que siempre está presente, siempre acontece, siempre espera, siempre acoge y siempre abraza. Es la Cita de las citas, porque, en ella, Quien se entrega lo hace de forma infinita, hasta el punto de dar su vida. ¿Y quién no ha deseado un amor tan verdadero hasta dar la vida por quien se ama?
Esa cita que colma el corazón de quien busca un amor verdadero y respuestas a su vida es lo que sucede todos los días en la Eucaristía, en el encuentro definitivo para nuestra vida y en el que se nos espera y abraza. Es lo que sucede también en la Adoración eucarística que tiene lugar en la catedral de Granada cada primer sábado de mes, dentro de la iniciativa de la Iglesia diocesana de abrir las puertas del templo catedralicio para adorar y orar ante el Señor.
Es una iniciativa con vocación misionera y universal, y tras cuyos muros, en medio de un ajetreo y distracciones vertiginosas propias de la ciudad, de forma discreta, silenciosa pero cierta, está sucediendo todo. Es nuestra presencia y postración ante Quien todo lo puede.
Encontrarse con las puertas de una parroquia abiertas es siempre una invitación personal a lanzarse a una vida nueva. Esta situación me recuerda mucho a lo que le sucedió al escritor francés Paul Claudel, cuando decidió entrar en una iglesia y asistir a la celebración del día de Navidad. Esa invitación sigue hoy vigente para todos -creyentes y no creyentes, y alejados de la fe-, porque el Señor no se cansa nunca de esperarnos para que, en su amor, experimentemos que nuestra vida se cumple en Él. En medio de tantas propuestas más o menos atrevidas en este siglo XXI, ése es el auténtico riesgo -y riesgo seguro- en nuestra vida: preguntarse ante Dios quién soy yo.
De nuevo, una gran santa llega en este punto para recordarnos que quien busca la verdad, busca a Dios, lo sepa o no. Y todos anhelamos algo tan verdadero que, aunque esté oculto en la profundidad del corazón, con mil entretenimientos, olvidos o intereses, no desaparece. Sólo basta atreverse, a ser valientes, y cara a cara ante el Señor poner nuestra vida, que Él muy bien conoce, para encontrar lo que buscamos.
A esto estamos todos invitados cuando cada día celebramos la Eucaristía, o participamos en la adoración al Señor. Es una invitación personal, y Quien nos espera lo hace siempre con los brazos abiertos.
En palabras de Claudel: ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!
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