El
aborto voluntario es una lacra social poliédrica, con muchas caras ya que
afecta a muchas personas y se extiende a ámbitos muy diversos. Afecta en primer
lugar al abortado, afecta a la madre que aborta, afecta en distinto grado a los
familiares y amigos, a quien lo practica, a quien lo aconseja y promueve, a
quien calla debiendo hablar. Y afecta finalmente a la sociedad entera que se ve
privada de uno de los suyos.
En
cuanto a los ámbitos a los que el aborto interesa también son múltiples. El
aborto tiene implicaciones familiares, psicológicas, asistenciales, sanitarias,
educativas, políticas, legislativas, jurídicas, religiosas, informativas, de
instituciones internacionales.
En
medio de este bosque de personas implicadas, de consecuencias y de ámbitos
puede que pase desapercibido un aspecto que a mi juicio es el primero y
fundamental y es el que se desprende del título: El aborto es una batalla. Esta
batalla se presenta en todos los campos citados anteriormente y en otros muy concretos,
como es el lenguaje, pero es sobre todo una batalla espiritual. No es una
manera de hablar sino una convicción de fe -al menos de fe católica-; la
realidad del aborto tiene sus fuentes primigenias en un campo de batalla entre
dos fuerzas espirituales antagónicas, las del bien y las del mal. Este campo no
es otro que el hombre mismo a lo largo de toda su historia, desde sus inicios
con Adán y Eva, y durará hasta el último día. Así lo enseña la Iglesia en el
punto 37 de la Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II:
“A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de
las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el
Señor, hasta el día final”.

Esta
guerra es temporal (empezó un día y un día acabará) si bien no podemos rastrear
sus inicios ni predecir su hora final. Lo que sí sabemos es cómo empezó. Empezó
cuando un ángel poderoso se alzó contra Dios con un grito de rebeldía: “¡Non
serviam!” ¡No serviré! Le salió mal esa rebeldía y entonces plantó cara a la
Mujer, la Virgen María, tratando de devorar el fruto bendito de su vientre,
Jesús, según narra el Apocalipsis. Como este segundo asalto contra Dios tampoco
le valió “entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al
resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el
testimonio de Jesús” (Apocalipsis 12, 17).

La
duda que puede entrar es si tenemos capacidad para enfrentarnos a estas fuerzas
espirituales y qué garantía de éxito podemos tener. Si no contáramos nada más
que con las fuerzas de nuestra naturaleza, la batalla estaría perdida de
antemano porque la naturaleza humana no da para tanto. Pero contamos con la
gracia y con la gracia de Dios actuando en nosotros la victoria está asegurada,
hasta el punto de que esta lucha se nos puede mandar: “Sed humildes ante Dios,
pero resistid al diablo y huirá de vosotros” (Santiago 4, 7).
¿Cómo
se derrota a la cultura de la muerte? Con santidad, no hay otro remedio,
sometiéndonos a Dios, siendo “humildes ante Dios”, que “da su gracia a los
humildes” (Santiago 4, 6). Con la cultura de la santidad, comenzando por vivir
con profunda piedad el sentido de lo sagrado, que es algo que hay que pedir a
Dios, recuperar si se perdió y explicar y difundir a quien lo desconozca. Sin
un correcto sentido de lo sagrado -y eso nos lo dan los dones de piedad y de
temor de Dios- la vida no pasará de la categoría de “cosa”, algo de lo que
podemos disponer a capricho.
La
batalla entre el bien y el mal, que durará mientras esta tierra y estos cielos
viejos duren, se da en todos los ámbitos, pero especialmente en la intimidad,
en el interior del corazón humano.

Insisto
en que todos esos ámbitos que he citado deben ser trillados por los que
queremos ver desaparecer esta calamidad de entre nosotros, pero estos campos
son la expresión externa de una batalla que se desarrolla en otros niveles y
que comienza por el corazón de cada hombre. En esos campos no es poco lo que se
está haciendo y es mucho más aún lo que queda por hacer. En todos ellos es
necesaria una acción decidida, es necesario mucho trabajo, mucha dedicación,
mucho empeño, pero mientras no nos tomemos en serio nuestra santidad y nuestra
responsabilidad como miembros del cuerpo que somos, la Iglesia, esto no se arregla.
Y en la Iglesia hay muchos que en este tema está tan dormidos como en tantos
otros.
A
pesar de ello no podemos perder en ningún caso la esperanza y esperanza activa,
esperanza de quien se aplica con denuedo en esta guerra y emplea con prudencia
y arrojo los medios con los que cuenta. A alguien le podría caber la duda de si
merece la pena. Por supuesto que sí. Toda victoria importante merece la pena y
esta victoria está asegurada. “La vida vencerá: esta es para nosotros una
esperanza segura. Sí, la vida vencerá, puesto que la verdad, el bien, la
alegría y el verdadero progreso están de parte de la vida. Y de parte de la
vida está también Dios, que ama la vida y la da con generosidad”. (S. J. Pablo
II. Discurso a los participantes en la VII Asamblea de la Pontificia Academia
para la Vida, punto 3. 3 de marzo de 2001).
¿Se
lo pedimos al apóstol Santiago para España, de la que es patrono, en estos días
en que nos disponemos a celebrar su fiesta?
Forum Libertas: Estanislao
Martín Rincón
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