El rescate de una maldición
El título de este capítulo podría interpretarse
como una defensa de cualquier anarquismo, que busca la eliminación de todo
control. O una condena de cualquier normativa, cuando toda persona sensata
reconoce su valor para el crecimiento y maduración de todo individuo, y para
marcar los límites que posibiliten la convivencia social y el respeto mutuo.
Incluso, desde una perspectiva religiosa, para los judíos era la memoria y el
recuerdo constante de aquella alianza, que Yahvé quiso sellar con su pueblo
elegido. Por eso, cuando
en el destierro se encontraban sin Templo, la conservaban como signo inequívoco
de su destino histórico. Era una evocación permanente de todas las maravillas
que Dios había realizado con ellos.
Es
lógico, por tanto, que la ley no despertara ninguna agresividad o rebeldía,
sino que se convirtiera en una realidad sagrada, digna de veneración y
agradecimiento. Tenía un carácter sacramental, como símbolo de la presencia y
cercanía de Iahvé, que nunca abandonaría a los que así había amado. Era una
evocación permanente de todas las maravillas que Dios había realizado con ellos.
La doctrina del judaísmo rabínico quedaría expresada, con toda su fuerza
y estima, en aquella frase del sermón de la montaña: “mientras duren el cielo y
la tierra, no dejará de estar vigente ni una i ni una tilde de la ley sin que
todo se cumpla” (Mt. 5,8)
Sin embargo, el evangelio de la
libertad, que san Pablo nunca dejó de proclamar, provocó un verdadero escándalo
para los judíos piadosos que leían sus cartas. Su doctrina resultaba por
completo inaceptable. La ley, que tanta importancia había tenido a lo largo de
toda la historia, quedaba completamente marginada, como si hubiera perdido todo
su valor.
Convertirse al cristianismo suponía
renegar de una tradición sagrada en la que el judío había sido educado. Las
diversas sectas rivalizaban en su adhesión más incondicional a la ley y no podían comprender que un verdadero
israelita se atreviera a defender una doctrina tan contraria a esta observancia
religiosa. La reacción del pueblo, frente a un movimiento que rompía su propia
identidad histórica, resulta bastante comprensible. Desde entonces, la misma
literatura rabínica no hace ninguna mención de Pablo y lo considera como un
auténtico hereje y cismático. Su pensamiento chocaba de frente contra uno de los puntos básicos en la
teología de aquel tiempo.
El radicalismo de una condena
Su postura, sin embargo, hay que
considerarla como intransigente. Se trataba de un punto donde no cabían
concesiones de ningún tipo, ni benévolas tolerancias, si quería defender lo más
específico de la experiencia cristiana. El cariño y la comprensión no debían
disimular lo más mínimo un aspecto tan importante de la fe. El episodio de
Antioquía revela esa actitud inquebrantable frente a la conducta más ambigua
del mismo Pedro, que no tuvo el suficiente valor para enfrentarse a los
partidarios de la circuncisión. No podía tolerar que algunos falsos hermanos,
como intrusos, quisieran privar de esa libertad a los cristianos para
esclavizarlos de nuevo con el yugo de la ley: “ni por un instante cedimos,
sometiéndonos, a fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio”
(Gál 2,5). Es una doctrina que siempre va a mantener con una coherencia
absoluta.
Que la doctrina paulina sobre la
libertad de la ley fue captada con todo su radicalismo se deduce de los intentos que, desde el
comienzo, existieron por suavizar su pensamiento. No sólo hubo copistas bien
intencionados que, por su cuenta y riesgo, quisieron limar las afirmaciones que
juzgaron exageradas, sino que, hasta en épocas recientes, se han ofrecido
interpretaciones que desvirtúan su auténtica originalidad y fuerza. Si sus afirmaciones admitieran una interpretación
reductora y suavizada, no habrían sido motivo de escándalo, ni provocado tanta
crítica y discusión.
Cuando
recuerda a los cristianos que "ya no estáis en régimen de ley" (Rom
6,14) o que "os hicieron morir a la ley" (Rom 7,4) no se refiere
exclusivamente a la judía ya caducada. La ley para él era el símbolo de toda
normativa ética impuesta desde fuera a la persona. El que vive en función de
ella no ha penetrado todavía en la esfera de la fe, ni se encuentra vivificado
por la presencia del Espíritu. Su vida se mantiene todavía en una situación
infantil, ya que "la ley fue nuestra niñera, hasta que llegase
Cristo" (Gál 3,23). Por eso el que permanece protegido por ella no será
nunca un verdadero hijos de Dios, "porque hijos de Dios son todos y sólo
aquellos que se dejan llevar por el Espíritu de Dios" (Rom 8,14).
Tal
vez la traducción más exacta de su pensamiento, para comprender el choque que
supuso contra la mentalidad de su época, sería afirmar hoy que el cristiano es
un persona rescatada por Cristo de la esclavitud de la moral, un ser que vive
sin la maldición de esta ley. Ya sé que su doctrina puede resultarnos aún
demasiado desconcertante, y prestarse a múltiples equívocos y falsas
interpretaciones. De hecho, el mismo san Pablo tuvo que luchar y corregir
ciertas conclusiones equivocadas, que algunos pretendieron deducir de esta
enseñanza. La esencia de su pensamiento nos hará comprender cómo su enseñanza
continúa siendo aplicable a nuestra situación actual.
Sentido
de la libertad otorgada por Cristo
Sabemos que en la antigüedad
existían grandes mercados de esclavos universalmente conocidos por el prestigio
de su organización. Allí estaban los vendedores para ofrecer su mercancía y los
que necesitaban de esclavos para ponerlos a su servicio, intentando cada uno obtener
las mejores condiciones. Con la compra quedaban en propiedad exclusiva de quien
sería en adelante su único dueño y señor. Sin embargo, no eran raros los casos
de liberación por filantropía y recompensa. Al que había sido comprado se le
entregaba después el título de hombre libre, que lo colocaba para el futuro en
un nivel social diferente. Ya no sería nunca más esclavo y gozaría de los
derechos y prerrogativas de los demás ciudadanos. Algunos, no obstante, como
respuesta y agradecimiento a esta generosidad, permanecían voluntariamente al
servicio del templo o de su señor, pero no ya como esclavos, sometidos a la
fuerza, sino como personas jurídicamente libres que desean entregarse a esa
tarea.
En este contexto, Cristo aparece
también como el gran mecenas que, después de pagar el precio del rescate – “no
os pertenecéis, ¡habéis sido bien comprados!” (1Cor 6,20)- nos libera del
pecado, de la ley y de la muerte, y nos otorga la más absoluta libertad de
cualquier esclavitud. Como signo de amor y agradecimiento, el cristiano se
convierte, por su propia voluntad, en el esclavo del Señor. Una dinámica
distinta -la que nace de su condición de ser libre- es la que orientará en
adelante su conducta. Sirve a Dios porque quiere, porque está lleno de cariño y
desea responder al que tanto le ha amado con anterioridad. De la misma manera
que un individuo podía, mediante un contrato especial, enajenar su libertad en
beneficio de un amo o patrono a quien se obliga a servir, el rescatado
vive bajo la fuerza del Espíritu, sin que ninguna norma exterior le coaccione
desde fuera, porque “el amor de Dios nos apremia” (2Cor 5,15). La conducta será
ya una respuesta de cariño agradecido, pero conscientes de que todo lo
esperamos de su grac
La libertad cristiana alcanza así su
densidad más profunda. Vivir sin ley significa sólo que la filiación divina
produce un dinamismo diferente, que orienta la conducta no con la normativa de
la ley, sino por la exigencia de un amor que radicaliza todavía más el propio
comportamiento. Para el cristiano, vivificado por el Espíritu e impulsado por
la gracia interna, no existe ninguna norma exterior que le coaccione o impongan
desde fuera. Colocar de nuevo a la ley en el centro de su interés significaría
la vuelta a un estadio primitivo e infantil, pues “hemos quedado emancipados de
la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos
según un espíritu nuevo y no según un código anticuado” (Rom 7,6).
La ley en la espiritualidad cristiana
No es extraño que este aprecio de la
ley se haya mantenido en la espiritualidad cristiana. Si la moral nos enseña no
sólo a realizarnos como personas, sino a vivir como hijos de Dios y responder a
su palabra, lo más importante para la vida del creyente es encontrarse con la
voluntad del Señor en un clima de fe; hacerse dócil y obediente a esa llamada
que nos viene de arriba. De ahí, la pregunta básica y fundamental, en el campo
de la praxis, de cómo es posible el descubrimiento de esa vocación. La
respuesta más común y ordinaria remitía de nuevo a la moral: cumpliendo con los
preceptos y normas de conducta expresamos nuestra obediencia a Dios. De esa
manera la ley se mantenía como la señal más universal y explícita de su
soberana voluntad, manifestaba el camino más corto y evidente para conocer sus
designios concretos sobre cada persona. Vivir cristianamente equivalía al
cumplimiento, lo más exacto posible, de los valores e imperativos éticos.
Las
alabanzas y la invitación a su más estricta observancia encontrarían aquí su
justificación humana y espiritual. Sin embargo, y a pesar de todos los valores psicológicos,
comunitarios y religiosos, cuya objetividad nadie niega, la ley ha sido también
objeto de importantes críticas desde esas mismas ópticas. Su cumplimiento ha
tenido siempre el riesgo de inclinarse hacia un legalismo que psicólogos y
profetas de todos los tiempos no se han cansado de condenar. Bastantes conflictos
humanos y espirituales tienen mucho que ver con la forma de relacionarse con la
ley, como ya hemos apuntado en capítulos anteriores.
La
observancia ha degenerado, a veces, en una búsqueda de seguridad infantil que
elimina otras preocupaciones y responsabilidades; ha servido como instrumento
para obtener el aprecio y la estima de los demás, que lo ofrecen como
recompensa a los que obedecen y aceptan lo que está mandado; sirve para
satisfacer nuestro propio narcisismo, cuando queremos responder a un yo ideal y
perfeccionista, que no tolera ningún desajuste entre lo que nos exige y lo que
somos; y hasta se pretende con ella obtener la salvación, aumentar la amistad
con Dios y hacer presente el reino de Dios entre nosotros.
Para descubrir la voluntad de Dios: el
discernimiento
Nadie está exento de estas
desviaciones, que nacen de un legalismo que no tiene ningún valor humano ni religioso.
En este sentido, la liberación de la ley se impone como una exigencia
ineludible para vivir nuestra condición de personas y de cristianos. Pero,
sobre todo, cuando se busca cómo descubrir en serio la voluntad de Dios y cuál
es la metodología cristiana para conseguir esa meta, ni la moral ni la ley
constituyen la mejor manera de alcanzar ese objetivo. Sólo un discernimiento
espiritual auténtico capacita de veras para una finalidad como ésta, por dos
razones fundamentales que vamos a explanar.
En primer lugar, la iluminación de
la vida, para saber cómo actuar y comportarse, no se efectúa ya por el
conocimiento de unos principios éticos, ni por el análisis exacto y detallado
de todos sus contenidos, sino sólo cuando, movidos por la fuerza interior del
Espíritu y libres de toda coacción legal, nos dejamos conducir por la llamada
del amor. Este dinamismo original y sorprendente es el que inventa la propia
conducta del cristiano. El que tema vivir en este régimen de libertad no
pertenece a la familia de Dios, donde la única ley existente está oculta en el
interior: “pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y
yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33)
El miedo y recelo existente a
utilizar este lenguaje de la revelación es un indicio de la esclavitud de
muchos cristianos, que la prefieren para mayor seguridad y para eximirse de
todo compromiso responsable. Y es que resulta duro comprender -tal vez porque
no vivimos en ese clima- que, para los hijos de Dios, no existe ya otra ley que
la que nace por dentro, como imperativo del amor y que lleva a una vida moral y
honesta: “proceded según el Espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias
de la carne... si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Gál
5,16-18). El "ama y haz lo que quieras" de san Agustín parece todavía
demasiado peligroso. Pero olvidarlo equivale a eliminar el sentido más auténtico
de la diaconía cristiana: “servíos unos a otros por amor. Pues toda la ley
alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo»” (Gál 5,14).
Más allá de las obligaciones generales
En segundo lugar, sería un error
lamentable creer que en la ley se puede encontrar la respuesta completa y
adecuada. Sus exigencias afectan siempre a todos los miembros de una sociedad, pero
está por completo incapacitada para descubrir al cristiano aquellas otras
demandas mucho más personales. Existe, en efecto, una zona íntima y exclusiva
de cada persona, donde las normas universales no tienen ni pueden tener cabida.
Se trata de una esfera de la vida moral y religiosa que por, el hecho de no
estar reglamentada, no queda tampoco
bajo el dominio del capricho, ni de una libertad absoluta. Dios es el único que
puede penetrar hasta el fondo de esa intimidad, cerrada a cualquier otro
imperativo, para hacer sentir su llamada de manera personal, exclusiva e
irrepetible.
Incluso el núcleo más íntimo de cada
persona queda siempre sometido a su querer, pues sería absurdo e inadmisible
que Él no pudiera dirigirse a cada uno nada más que como miembro de una
comunidad, y no de una forma única y personalísima. La
distinción clásica entre preceptos y consejos estaba imbuida de esta
mentalidad. Si los primeros eran obligatorios, estos últimos no constituían
ninguna obligación, ya que no se imponen a todos los creyentes. Como si su
palabra no tuviese la fuerza suficiente para obligar a un cristiano, cuando le
sale al encuentro en cualquier circunstancia de la vida.
Y es que cuando Dios se acerca e
insinúa su voluntad para llevar a cada uno por un sendero concreto, nadie puede
defenderse con la excusa de que tales exigencias no pertenecen al campo de la
ética, o que no constituyen verdaderos y auténticos imperativos, aunque no sean
válidos para los demás. Una ética cristiana, por tanto, debería ser siempre una
ayuda para descubrir esta vocación personalizada. Pero cuando se trata de
encontrarla, no basta el simple conocimiento y aceptación de todos los valores
y principios éticos, incapaces por su universalidad de cumplir con una tarea
semejante, sino que se requiere un serio discernimiento espiritual, como el
único camino para semejante descubrimiento interior.
Es el mismo
san Pablo, sobre todo, quien otorga al discernimiento una importancia decisiva
en la vida ordinaria de cada cristiano. La expresión «lo que agrada al Señor»,
tan constante y repetida en sus escritos, se encuentra siempre relacionada con
este discernimiento personal. No se trata de ver cómo se aplica una norma a las
situaciones particulares, o de interpretar su contenido en función de las
circunstancias, sino de enfrentarse con el querer de Dios para descubrir lo que
me exige de una forma muy particularizada, más allá de las obligaciones
generales.
Con
los ojos y el corazón de Dios
El único
peligro que existe en este campo como en tantos otros, es caer en un
subjetivismo engañoso para acomodar la voluntad de Dios a la nuestra y guiar la
conducta en función de nuestros propios intereses. El sujeto que discierne no
es un absoluto incondicionado, sino que se encuentra ya con una serie de
influencias, que escapan de ordinario a su voluntad. Nunca se sitúa de una
forma neutra ante sus decisiones, pues ya está afectado por una serie de
factores diversos que dificultad una decisión objetiva. Sin embargo, siempre
que se habla de discernir, los textos paulinos manifiestan la urgencia y
necesidad de una transformación profunda en el interior de la persona. La
inteligencia y el corazón, como las facultades más específicas del ser humano,
requieren un cambio radical, que las coloca en un nivel diferente al anterior y
les posibilita un conocimiento y una sensibilidad que han dejado de ser
simplemente humanas. Se trata ahora de conocer y amar, de alguna manera, con
los ojos y el corazón de Dios.
Esto
significa que el discernimiento tiene que ver muy poco con la democracia. Esta
será la forma menos mala de gobernar una sociedad, pero la presencia del
Espíritu, su invitación y su palabra no se detecta siempre allí donde vota la
mitad más uno. Como tampoco está presente en los responsables de la Iglesia por
el simple hecho de estar constituidos en autoridad, ni en los hombres de
ciencia por mucha teología que dominen. Cuando se trata de discernir son otras
las categorías que entran en juego. A Dios lo captan fundamentalmente los que
se encuentran comprometidos e identificados con Él, los que han asimilado con
plenitud los valores y las perspectivas evangélicas.
En un clima de libertad cristiana,
que nos salva de la esclavitud de la ley y donde el discernimiento ocupa el
lugar de preferencia, ¿tiene algún sentido entonces la moral como conjunto de
normas? Para la persona creyente que vive en un régimen de amistad, impulsado
por la gracia del Espíritu, ¿cuál será su función?
La moral nos descubre la propia indigencia
De nuevo San
Pablo utiliza una metáfora que todavía conserva una riqueza y expresividad
extraordinaria. La ley ha ejercido la función de pedagogo, como un maestro que
orienta y facilita la educación de las personas, hasta la llegada de Cristo
(Gál 3,24). Ella nos abrió la senda que nos conduce hacia el Salvador, por un
mecanismo del que todos hemos sido conscientes.
La única
condición para recibir la gracia, como hemos dicho antes, es experimentar la
urgencia de sentirse salvado por una fuerza trascendente. En la medida en que
la persona capta su pobreza, indigencia e incapacidad, buscará fuera la
salvación que ella no puede conseguir. Ahora bien, “la ley no da sino el
conocimiento del pecado” (Rom 3,20). Al confrontarnos con ella, aunque su
cumplimiento no justifique, se comprende el margen de impotencia y limitación
que cada uno descubre en su interior y que no puede superar por sí mismo, pues
"aunque quiera hacer el bien es el mal el que se presenta» (Rom 7, 21).
Esta dolorosa sensación que la moral nos revela despierta un grito de
esperanza: "¿Quién me librará de este ser mío, instrumento de muerte? Pero
¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesucristo nuestro Señor!", quien
"lo que resultaba imposible a la Ley... lo ha hecho" (Rom 7,24 y
8,3). A través del fracaso, experimentado por la inobservancia de la ley, se ha
descubierto la necesidad de un Salvador. Se reconoce la propia indigencia que
nos abre a la posibilidad de una gracia.
El régimen
legal, que debería ser sólo una etapa pasajera e introductoria, no debe convertirse
en algo absoluto y definitivo. Si en lugar de preparar al cristiano para una
libertad adulta y responsable se prefiere seguir manteniéndolo en un estado
infantil -con la ley, como una niñera que no se aparte de su lado-, la crítica
que aparece en la carta a los hebreos tendrá en nuestro ambiente una perfecta
aplicación: «Cierto, con el tiempo que lleváis, deberíais ya ser maestros y, en
cambio, necesitáis que os enseñe de nuevo los rudimentos de los primeros
oráculos de Dios; habéis vuelto a necesitar leche, en vez de alimento sólido; y
claro, los que toman leche están faltos de juicio moral, porque son niños» (Heb
5,13).
Para
medir la tensión interior y evitar posibles engaños
Incluso
para los justos, la moral puede servir como termómetro para medir el grado de
nuestra vivificación interior. La afirmación de Pablo no deja lugar a dudas:
«Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gál 5,18). Es decir,
cuando existe una tensión interna, espiritual y dinámica no se requiere ninguna
reglamentación. Desde dentro surge, como una necesidad espontánea, la
inclinación a realizar lo que es bueno y está mandado. El precepto nace como
una llamada externa para recordar lo que ya
se está olvidando en el interior En este sentido puede afirmarse con
toda propiedad que ninguna ley o código ético "ha sido instituida para la
gente honrada; está para los criminales e insubordinados, para los impíos y
pecadores... y para todos los demás que se opongan a la sana enseñanza del
Evangelio" (1 Tim 1,9-11).
El día que
la exigencia interior decaiga en el justo, la ley vendrá a recordarle que ya no
se siente animado por el Espíritu. Desde fuera oirá la misma invitación, pero
que ya no resuena por dentro. Es más, cuando la coacción externa de la ley se
experimente con demasiada fuerza, cuando resulte excesivamente doloroso su
cumplimiento, será un síntoma claro de que nuestra tensión espiritual ha
sufrido un descenso progresivo. Si la ley se vivencia como una carga molesta,
como una forma de esclavitud, habría que tener una cierta nostalgia, pues
"donde hay Espíritu del Señor, hay libertad" (2Cor 3,18). La moral,
de esta forma, no sólo nos ayuda a sentirnos salvados por Cristo, sino que
descubre a cada uno la altura de su nivel espiritual.
Finalmente
tampoco se debe olvidar que nuestra libertad, como nuestra salvación, se
mantiene en un estado imperfecto, sin haber alcanzado la plenitud, pues sólo
tenemos la primicia (cf. Rom 8,23) y la garantía (cf. 2 Cor 1,22) de la
liberación definitiva. En este estado, la norma objetiva ayudará a discernir
sin equívocos posibles las obras de la carne y los frutos del Espíritu, a no
confundir las inclinaciones y apetencias humanas con la llamada de Dios. El que
peregrina todavía por el mundo está todavía sujeto a sus engaños y mentiras, y
su libertad, por ello, es demasiado frágil e imperfecta. Tener delante unas
pautas de orientación con las que poder confrontar la conducta es un recurso
prudente y necesario. En aquellas ocasiones, sobre todo cuando la complejidad
del problema y la falta de conocimiento impiden una valoración más personal,
las normas iluminan, dentro de sus posibilidades, el camino más conveniente.
Pero nunca deberían ocupar el puesto de privilegio que tantas veces se les ha
otorgado.
Caminar
hacia esta libertad y discernimiento, donde el papel de la ley y de la moral
tiene que ser más secundario de lo que todavía se estila en la vida cristiana,
es una larga tarea a proseguir que aún nos queda por delante. Para los
creyentes, como recordaba san Pablo a los gálatas, no queda nada más que una
alternativa: o vivir con la libertad de los hijos de Dios, o seguir sometidos a
la ley, como esclavos, de la que Jesús nos había liberado (Gal 1-7).
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